La interminable guerra siria continúa en la granja de los Al Judur
Un bombardeo aéreo contra una humilde finca mata a cinco miembros de una familia en Idlib, último foco de la campaña de Damasco y Moscú contra grupos armados
La grabación tiene 41 segundos. Hay que quedarse con el escenario. Muestra al pequeño Hasan al Judur con una cubeta en una mano y una pala de cocina en la otra. Está en una nave rodeado de polluelos. Toca a buen ritmo con el mango de la pala el culo de la cubeta mientras arrastra descalzo los pies entre el serrín que cubre el suelo. Hasan, de ocho años, tímido como un colegial frente al maestro, quiere atraerse a las crías, que le sigan a su paso por la sala. Tres meses después de este vídeo, otros muchos fueron grabados en aquel lugar. Las mismas columnas, paredes, el suelo por donde tamboril...
La grabación tiene 41 segundos. Hay que quedarse con el escenario. Muestra al pequeño Hasan al Judur con una cubeta en una mano y una pala de cocina en la otra. Está en una nave rodeado de polluelos. Toca a buen ritmo con el mango de la pala el culo de la cubeta mientras arrastra descalzo los pies entre el serrín que cubre el suelo. Hasan, de ocho años, tímido como un colegial frente al maestro, quiere atraerse a las crías, que le sigan a su paso por la sala. Tres meses después de este vídeo, otros muchos fueron grabados en aquel lugar. Las mismas columnas, paredes, el suelo por donde tamborileaba el chaval. El escenario había saltado por los aires; todo estaba destrozado, arrasado, cubierto con los restos del hormigón desprendido de la estructura de la nave por el impacto de un bombardeo. A las 10.07 de la mañana del pasado 11 de noviembre murió el pequeño Hasan en una granja avícola de Maarrat Misrin, localidad de la provincia de Idlib, en el oeste de Siria. También murieron sus dos primos Asaad y Marwah. Y los padres de estos, Yahya y Sedrah. Cinco miembros de una misma familia víctimas mortales de golpe de una guerra que no ha acabado, la que se libra en Siria, y de la que huían.
Ali al Judur, de 43 años, es padre de Hasan.
— Ali, ¿cómo está?
— Es una sensación indescriptible. No sé hacia donde ir para vivir en paz.
Ali, que charla a través del servicio de mensajería WhatsApp, sobrevivió al ataque. Aquella mañana de jueves habían acudido a trabajar en la pequeña granja avícola de Maarrat como una jornada más. Según el registro de Syrian Network of Human Rights, organización de monitoreo del conflicto sirio con sede en el Reino Unido, pocos minutos después de las diez, varios aviones lanzaron misiles contra la hacienda de los Al Judur. Ali, que tiene seis hermanos, cuatro de ellos aún con vida, estaba allí, no muy lejos de uno de ellos, Yahya, de 21 años. Tras el reventón de las bombas, consciente, Ali se mantuvo junto a él mientras perecía, alcanzado de lleno por el ataque. “Le acompañé hasta que murió”, dice. Yahya perdió la vida en el mismo sitio en el que el pequeño Hasan, su sobrino, se rodeaba tres meses atrás de los polluelos.
El Observatorio Sirio de los Derechos Humanos (OSDH), organización con sede en Londres que sigue el conflicto desde 2011, cifra en más de 494.000 los muertos desde el estallido de la revolución hace más de una década. El régimen sirio controla alrededor del 60% del territorio del país. Idlib es uno de los últimos focos de la guerra. Esta provincia en la que está enclavada la granja de los Al Judur es el principal objetivo de la campaña de pilotos rusos en su batalla contra el grupo que controla gran parte de la región, Hayat Tahrir al Sham, herederos de la filial de Al Qaeda en Mesopotamia.
Según los datos facilitados en una videollamada por Mousa al Zaidan, casco blanco —los voluntarios de la organización Syria Civil Defense que intervienen en emergencias— al menos 60 menores de edad han muerto desde el pasado junio en bombardeos sobre la provincia de Idlib. “El 90% de estos ataques”, señala Al Zaidan, “han alcanzado a la población civil”.
La familia Al Judur al completo se había instalado hacía un año en la granja, situada al norte de la ciudad de Idlib. Es una tierra meramente agrícola. Fotografías del antes y después del bombardeo solicitadas a la empresa estadounidense especializada en imágenes de satélite Maxar muestran que alrededor del complejo no hay casi nada. Campo, árboles y cultivo. La instantánea satelital captada tras el ataque permite observar el destrozo sobre las dos naves de cría dispuestas en paralelo y la vivienda que encabeza la granja.
De una zona similar a esta en la que viven los Al Judur, de la aldea de Barqoum, en la falda agrícola de Alepo, a unos 30 kilómetros, llegó la familia el pasado año desplazada por la violencia. La vivienda en la que habitaban había sido alcanzada por el conflicto y huyeron. Un éxodo de trabajadores del campo que buscaban sobrevivir; no encontraban una nueva casa y se toparon con la granja avícola.
Yahya y Sedrah, de 20 años, tenían dos hijos, Marwah, de tan solo un año, y Asaad, de dos. Las fotos que comparte Ali de los niños —“quiero que todo el mundo conozca lo que ha pasado”, insiste en diferentes wasaps― son retazos de una familia cualquiera. En algunas, Asaad ríe junto a su hermana impertérrita. En otras llora mirando a la cámara con Marwah de testigo o, quién sabe, culpable de su cabreo. Hasan, el hijo de Ali, aparece con una pelota en las manos o montado en una bici decorada con pegatinas de la serie infantil Ben 10. Como ha contado su padre, a Hasan le gustaba el colegio, pero le quedaba muy lejos.
El registro de las fotografías y vídeos capturados por los primeros cascos blancos que llegaron a la zona permite ver desde cerca de la granja, campo a través, el estruendo que causa la bomba y la columna de humo. Una de esas grabaciones se fija en una mujer que grita y llora con las manos tendidas al cielo. Es la abuela de los críos. Tanto ella como su marido aguardaron junto a los escombros para ver cómo se recuperaban los cadáveres. El rescate de Yahya, en el gallinero, fue quizá el menos complicado. Los demás tuvieron que penetrar en la piedra para arrancarlos de la devastación. Los restos son espeluznantes.
Ya con los niños en una ambulancia, sin vida, el abuelo pudo acercarse a los menores. Los tomó en brazos, inertes, y repitió sus nombres con tremendo dolor. “Marwah, Asaad, respondedme”, les dice, según recoge una de las grabaciones. Los heridos fueron trasladados a un hospital de la ciudad de Idlib, según informó la sociedad médica sirio-estadounidense SAMS. Uno de los cascos blancos, el que recuperó el cuerpo de Asaad, fotografiado en la ambulancia, declaró: “Cuando lo sostuve en mis manos era como un angelito. Estaba tratando de no ver sus ojos, tenía miedo de su mirada preguntándome por qué había pasado esto”.
Las diferentes fuentes consultadas coinciden en que el ataque fue perpetrado por la aviación rusa. Como explica Airwars, organización de monitoreo de la violencia en Siria, Libia e Irak, con sede también en el Reino Unido, Rusia no informa salvo excepciones de sus bombardeos. Estas dificultades llevaron a que este proyecto dejara en octubre de 2019 de hacer un seguimiento diario de la campaña del Kremlin en Siria, iniciada en apoyo del régimen de Bachar el Asad hace seis años.
Los cascos blancos cuentan no obstante con un sistema de aviso temprano desarrollado por la empresa norteamericana Hala Systems que alerta sobre el vuelo de aviones de combate y permite una rápida reacción en caso de ataque. También tienen observadores en el terreno que informan del despegue de los aparatos que, unido al reconocimiento de su tipología —para muchos es relativamente fácil distinguir entre un caza Mig y un Shukoi tras una década de guerra— ayuda a fijar la nacionalidad del aparato.
— Ali, ¿qué estaban haciendo antes del bombardeo?
— Estábamos trabajando. Que el mundo sepa que no somos terroristas.
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