Cuatro sirios escondidos en el hoyo de un bosque polaco: “Todo lo que quiero es llegar a Alemania”
Los refugiados, que han cruzado desde Bielorrusia, reciben ayuda en su camino al corazón de la UE
— ¿Quieres ir al hospital?
— No, todo lo que quiero es llegar a Alemania
Jalid, de 47 años, señala con dolor su único riñón, que funciona al 70%. Está escondido en un hoyo del bosque junto con otros tres sirios, Kassem, Nassir y Abdelrahman. Es la parte polaca de la foresta de Bialowieza, compartida con Bielorrusia y cuyas 150.000 hectáreas de frondosidad la han convertido en lugar de paso predilecto para los miles de migrantes que atraviesan il...
— ¿Quieres ir al hospital?
— No, todo lo que quiero es llegar a Alemania
Jalid, de 47 años, señala con dolor su único riñón, que funciona al 70%. Está escondido en un hoyo del bosque junto con otros tres sirios, Kassem, Nassir y Abdelrahman. Es la parte polaca de la foresta de Bialowieza, compartida con Bielorrusia y cuyas 150.000 hectáreas de frondosidad la han convertido en lugar de paso predilecto para los miles de migrantes que atraviesan ilegalmente estas semanas la linde entre ambos países. Los cuatro proceden de Damasco y escapan de un país que el pasado marzo cumplió 10 años en guerra. Es su quinto día de marcha por el bosque, tratando de guiarse con el GPS del móvil hacia Países Bajos y Alemania, sus destinos finales.
Nassir, de 25 años, directamente no se queja porque apenas tiene fuerzas para hablar. Es el que peor está del grupo, con la mirada perdida hacia el suelo, grandes ojeras y una venda en la cabeza. “Me golpearon en la frontera los soldados bielorrusos”, asegura. “Cuando ven migrantes en el bosque también nos sueltan los perros”, añade a su lado Kassem, el más joven (24 años) y sonriente de todos. Jalid tiene además las manos llenas de heridas. “Es de las ramas, al avanzar por la noche”, explica. Ninguno pide ayuda médica por temor al arresto y porque aquí el lema es avanzar, siempre avanzar, hasta reunirse con los familiares que ya cruzaron la frontera en 2015, cuando un millón de personas llegó a la UE.
Jalid hace a menudo una pregunta: “¿Madmún?” Significa “de fiar” en árabe y —tras semanas de intercambios meramente comerciales, timos y precios inflados de las mafias— es lo que quiere saber sobre una persona u organización cada vez que un nombre sale a colación. Perro viejo, comprueba varias veces la información y recuerda hasta tres veces las cosas más importantes para llegar al destino.
Es el único que quiere llegar a Alemania. El resto van a Países Bajos, donde les esperan familiares de la oleada de 2015. “Me voy ahora a causa de la destrucción y la situación económica en Siria. Está mucho peor que entonces”, responde Jalid. A Kassem, que estaba en Líbano (el segundo país, tras Turquía, con más refugiados sirios), le frenaron en ese momento “el mar y el peligro”. “Tenía miedo de ir a través del mar, así que no seguí. Pero en Bielorrusia, seguí”, agrega.
La región que ahora atraviesan, Podlaskie, en la frontera nororiental con Bielorrusia y Lituania, es la más fría de Polonia. No hay día en esta época en el que los termómetros no bajen en algún momento de cero grados. Es de día, pero los cuatro ya están helados. Van abrigados, pero no con materiales térmicos. Abdelrahman, de 47 años, y Kassem se cubren la cabeza con la capucha del abrigo; Nassir la lleva desnuda. Abdelrahman no tiene siquiera guantes.
Proceden de la zona de Damasco y se conocieron ya en Minsk, punto de entrada por avión de los migrantes que compran a través de agencias turísticas de Bagdad, Erbil, Damasco, Beirut o Estambul un paquete que incluye vuelo, visado y alojamiento en Minsk. Es la nueva ruta migratoria creada por el régimen de Aleksandr Lukashenko para lanzar un “ataque híbrido” —como lo han definido la OTAN y líderes de la UE— contra una frontera de la Unión.
Pasaron 11 días en la parte bielorrusa de la frontera, durante los que trataron, sin éxito, de colarse tres veces en Polonia. Avanzar por esta parte del bosque es agotador. Enormes troncos de robles, carpes y píceas —un tipo de conífera abundante aquí— bloquean el paso cada pocos metros y resbalan en cuanto pierden la corteza. Por cómo se gestiona, se dejan los árboles caídos para que se descompongan.
Agua estancada
Los cuatro refugiados llevan los últimos tres días bebiendo agua estancada y racionando la comida, que les aguantó hasta el día antes. Hoy se les ha acabado, pero llegan provisiones. Las trae Kasia Wappa, integrante de una red de ayuda a los migrantes que han formado residentes en la zona fronteriza al ver crecer el problema. Al quedarse sin comida, los sirios contactaron con la red a través de una tercera persona.
Tras más de una hora de envíos de ubicación a través del teléfono móvil y búsqueda en el bosque, Wappa los encuentra. Cuando aparece, con una pesada mochila al hombro y acompañada de otros dos extraños, el grupo de sirios no muestra ni entusiasmo ni temor. Parece más bien una mezcla de recelo y cansancio, recostados en el hoyo sin saber si esperan a Godot.
Jalid recibe las primeras latas de conserva como si fuese lo más normal del mundo. Wappa sonríe, hace bromas y da al reparto un aire de Santa Claus repartiendo regalos a los niños. Les entrega pantalones secos, latas de atún, higos, dulces, dos hogazas de pan, baterías de carga externa y cigarrillos, entre otras cosas. Los cuatro comienzan a relajarse. Se descongelan algunos rictus y fluye más la conversación, entre susurros para evitar ser oídos por alguno de los más de 20.000 militares, policías, guardias de fronteras y miembros de un cuerpo paramilitar de reservistas y voluntarios que Polonia ha desplegado en su divisoria con Bielorrusia.
En un par de momentos, algún ruido llama a la precaución y todos se agachan. Son falsas alarmas. Wappa les recomienda que se reclinen aún más: el hoyo solo tiene en torno a un metro de profundidad y desde unos pocos metros se puede ver cómo sobresale alguna capucha. El lugar, además, no está lejos de una carretera comarcal.
Rebobinemos unas dos horas atrás. Wappa está en su casa y recibe la alerta. Solo sabe que hay cuatro hombres sirios en un punto del bosque y que no están “demasiado mal” porque no han pedido ayuda médica, solo comida y bebida, dice.
Repasa concentrada un listado de las cosas que necesitan y las mete en una mochila. Prepara un termo con té —”siempre lo agradecen”, apunta— y se dirige a una de las casas depósito que tiene la red. Es una antigua habitación reconvertida con baldas y armarios en un almacén improvisado. Hay abrigos de montaña ordenados por talla, katiuskas, guantes, sacos de dormir y muchos pañales. También paquetes de seis botellas de agua apilados y alimentos fáciles de transportar, como yogures bebibles de sabores, chocolate, barritas energéticas, latas de atún… La ayuda se compra con donaciones privadas que llegan desde distintas partes de Polonia, asegura Wappa.
La polaca convertida en activista local conduce hasta la zona, aparca el coche a la entrada del bosque —en un punto que no despierte demasiadas sospechas de las fuerzas de seguridad— e inicia la búsqueda.
En el camino, encuentra restos del paso de otros migrantes. Los inspecciona en busca de pistas que le permitan encajar algunas piezas en el puzle de la ruta: si la ropa es de hombre o de mujer, si hay prendas de niño o bebé, si parece un grupo de personas grande… En una mochila negra cerrada abandonada junto a un árbol, encuentra un saco de dormir, unos vaqueros húmedos, un jersey y una kufiya, pañuelo típico de Oriente Próximo. También una bolsa de plástico con basura. Es una forma de ayudar a los siguientes. Todo parece indicar, precisa Wappa, que la dejó atrás porque le venía a recoger un pasante de las mafias. Ya no la necesitaba en su camino.
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