La multitud que desafiaba el riesgo de ataques en Kabul
Los avisos de amenaza terrorista no evitaron que creciera la marea de personas que se dirigían al aeropuerto
El jueves por la mañana, cerca de la puerta Abbey del aeropuerto de Kabul, la marea de personas que había acudido casi era aún mayor que en días atrás. Las advertencias de las autoridades estadounidenses, que aseguraban que había muchas posibilidades de que se produjera un atentado terrorista que acarrearía muertes, no evitó que miles de afganos trataran, junto a sus familias, como vienen haciendo desde hace más de una semana, de entrar al recinto del aeródromo desde ese lado. Cada ve...
El jueves por la mañana, cerca de la puerta Abbey del aeropuerto de Kabul, la marea de personas que había acudido casi era aún mayor que en días atrás. Las advertencias de las autoridades estadounidenses, que aseguraban que había muchas posibilidades de que se produjera un atentado terrorista que acarrearía muertes, no evitó que miles de afganos trataran, junto a sus familias, como vienen haciendo desde hace más de una semana, de entrar al recinto del aeródromo desde ese lado. Cada vez era más difícil y arriesgado.
Los talibanes, de hecho, ya actuaban muy cerca de las puertas de acceso, apaleando a la gente o disparando al aire para intimidar a la muchedumbre. A veces, un solo talibán, armado con una vara o con una porra hecha con cadenas forradas de plástico, era capaz de hacer retroceder a una multitud acobardada.
El hecho indica hasta qué punto los talibanes inspiran terror a la población afgana. La certeza de que cada vez quedan menos días para escapar —Alemania ya ha dicho que se va este viernes, por ejemplo— espoleaba a la gente, cargada de maletas, enarbolando al aire sus documentos.
Días atrás, aún se apreciaba cierta solidaridad entre los que pugnaban por entrar. Una especie de ayuda colectiva de la que se beneficiaban los más mayores y los niños. Pero eso, según se pierde la esperanza, también se esfuma. Así que el jueves había más gestos feos entre los congregados, más empujones y agresiones sucias por ganar un puesto más cerca de la puerta.
Incluso ahí, en la primera fila de ese infierno cada vez más peligroso, al lado mismo de lo más duro de la cola, había vendedores ambulantes que ofrecían botellas de agua o bolsas de patatas fritas. Lo más solicitado, con todo, era una bebida que gusta mucho en todo Kabul: un refresco energético que es una copia falsa de Red Bull. Para llegar hasta allí los vendedores callejeros deben pasar los controles de los talibanes y salvar todas las dificultades que los otros salvan. Pero lo hacen y ahí están.
En esa misma puerta Abbey, donde esa misma mañana había miles de personas luchando entre ellos por acceder aún a riesgo de llevarse un palazo o un balazo de los talibanes, un terrorista suicida, según las primeras informaciones, se hizo explotar alrededor de las seis menos cuarto de la tarde (hora local).
Las advertencias del Gobierno estadounidense, al final, resultaron ciertas. Cerca de la puerta, en los alrededores del hotel Baron, se produjo otro atentado. Decenas de personas murieron, incluidos 12 soldados estadounidenses. Hay más de 140 heridos, según los primeros datos.
Así pues, al caos diario y creciente que se reproduce cada día en el perímetro del aeropuerto se le sumó el caos que arrastra cualquier atentado terrorista mortal.
Los talibanes cerraron rápidamente el acceso a la zona a todos los vehículos. Por esa parte de la ciudad comenzaron a circular ambulancias que hacían sonar las sirenas. Había quien, desesperado, abandonaba de una vez la intentona: una familia de 13 miembros, que llevaba cinco días seguidos acampada en los alrededores del aeropuerto, tratando de entrar, volvió resignadamente a Kabul. Muchos de los heridos fueron trasladados al hospital de Kabul Emergency Surgical Center para víctimas de guerra. Allí, los celadores colocaron camillas en la entrada, en la calle. Según iban llegando ambulancias, subían al herido en una de las camillas y lo trasladaban corriendo al interior del centro hospitalario.
Un vendedor callejero de agua y fruta que se encontraba allí aseguró haber contabilizado más de 40 llegadas de ambulancias.
El jueves por la mañana, en la puerta Norte del aeropuerto, controlada exclusivamente por fuerzas estadounidenses ayudadas por policías afganos, también había más afluencia de gente. Tampoco en este lugar había servido de mucho el aviso del posible atentado. También había más nervios por parte de los policías, que no dejaban de disparar al aire para tratar de controlar y contener a la multitud. Disparaban casi continuamente, sin cuidarse de asustar a los niños, que se tapaban los oídos y se echaban a llorar. El estruendo ensordecía durante bastante rato a los que se encontraban allí.
Uno de estos policías, enfadado y asustado a la vez, llegó incluso a apuntar con su fusil a un hombre que mostró pacíficamente un pasaporte extranjero y que insistía en pasar al interior del aeropuerto pero al que, finalmente, no dejaron acceder.
Un ciudadano con pasaporte británico sufrió un infarto al oír los disparos al aire de los soldados afganos y tuvo que marcharse al hospital. Había quien se acercaba a pie hasta esta puerta Norte, caminando varios kilómetros.
Pero también había filas y filas de autobuses de distintas organizaciones que trasladaban en ellos a familias enteras o a grupos determinados de personas. Muchos ni se bajaban de los autobuses al ver el caos que les rodeaba una decena de metros más allá.
Ahora, después del ataque terrorista, hay un riesgo añadido más a los apaleamientos, a los aplastamientos y a morir ahogado en una avalancha. Pero falta saber lo que sucederá este viernes.
Si los dos atentados mortales convencerán a la gente de que debe resignarse a no salir del país y quedar a merced de los talibanes o si, por el contrario, seguirán acudiendo a las puertas de entrada del aeropuerto a pesar de todo.
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