Sudáfrica revive los fantasmas de la violencia del ‘apartheid’
25.000 soldados imponen una paz precaria tras la muerte de 337 personas en los peores disturbios desde el fin de la segregación racial
Sudáfrica vive estos días en una paz precaria e impuesta por la presencia del Ejército en sus calles. Son 25.000 los soldados a los que el Gobierno sudafricano se ha confiado para conjurar la que ha sido la peor oleada de disturbios en el país -337 personas han muerto en las revueltas- desde el fin del apartheid, hace ahora 27 años. ...
Sudáfrica vive estos días en una paz precaria e impuesta por la presencia del Ejército en sus calles. Son 25.000 los soldados a los que el Gobierno sudafricano se ha confiado para conjurar la que ha sido la peor oleada de disturbios en el país -337 personas han muerto en las revueltas- desde el fin del apartheid, hace ahora 27 años. El jueves, la carretera que lleva a la prisión de Estcourt, en la región de KwaZulu Natal, amaneció flanqueada por algunos de esos militares, junto a numerosos policías. Aguardaban a un solo hombre, uno de los reclusos, autorizado a dejar la cárcel por unas horas para asistir al entierro de su hermano. Ese preso era Jacob Zuma, de 79 años, expresidente de Sudáfrica.
El miedo a que la fugaz salida de prisión del otrora jefe de Estado reavivara la violencia no era infundado. La chispa que encendió los disturbios fue precisamente su ingreso en la cárcel, el 8 de julio, para cumplir una condena del Tribunal Constitucional por desacato, después de que Zuma se negara reiteradamente a comparecer ante la Comisión Zondo, que investiga la corrupción sistemática en sus nueve años de presidencia (2009-2018). Se calcula que en ese período se malversaron 39.000 millones de dólares (unos 33.155 millones de euros) de las arcas del Estado.
El expresidente se entregó voluntariamente para cumplir su pena pero, durante una semana, la democracia más avanzada del continente africano se transformó. Las imágenes de personas saqueando tiendas, apaleando, quemando mobiliario urbano, enfrentándose con fuego real a guardias de seguridad y a grupos civiles armados se extendieron con rapidez. Esas estampas de caos absoluto ocurrieron en las provincias de Gauteng (la más poblada del país y que incluye a Johannesburgo y Pretoria) y en KwaZulu-Natal, el feudo de Zuma y su lugar de origen, donde comenzó la protesta y donde se encuentra el penal al que el antiguo mandatario regresó el jueves sin incidentes para seguir cumpliendo su pena.
Tras el estallido de las protestas, la situación se desbocó tanto que el Gobierno sacó a los soldados a la calle para ayudar a una policía sobrepasada por la violencia descontrolada. “¡No a los soldados en nuestras calles! De lo contrario nos uniremos. Todos los combatientes deben estar preparados… no podrán matarnos a todos. Necesitamos una solución política a un problema político, no soldados”, proclamaba el 12 de julio en su cuenta de Twitter Julius Sello Malema, líder del partido Luchadores por la Libertad Económica y expresidente de la Liga Juvenil del Congreso Nacional Africano (CNA), el partido de Nelson Mandela y del propio Zuma.
En realidad, la violencia de los altercados tuvo más que ver con la grave situación económica, agravada por la pandemia, que vive el país –con un 70% de paro juvenil– que con la entrada de Zuma en la cárcel. “No creía que los seguidores de Zuma fueran a instrumentalizar a los pobres hasta el punto de llegar a la violencia, el saqueo y el caos. La mayoría de las personas que estuvieron involucradas no tienen nada que ver con el expresidente. Lo hemos comprobado en las entrevistas en la prensa nacional, en las que, al preguntarles por Zuma, no les importaba. Lo que les motivó fue la pobreza, el desempleo y la desigualdad”, explica Oscar Van Herdeen, analista político y profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Stellenbosch.
Para Ebrahim Fakir, director de programas del Instituto de Investigación Socioeconómica Auwal, “ha sido sin duda la protesta más fuerte, la peor y en la que se han registrado más muertos (337, según cifras oficiales), pero no es un fenómeno nuevo porque Sudáfrica ha seguido una trayectoria de protestas violentas contra todo lo que no gusta; desde el suministro de servicios (electricidad y agua), a la gestión política o las peleas entre facciones locales de los partidos”. Y coincide con Van Herdeen en que “la desigualdad y los niveles de pobreza” fueron manipulados por los seguidores de Zuma, al no coincidir la razón por la que fue encarcelado con el motivo de la protesta.
“Zuma ya no representa un examen para el CNA, pero sí que lo es para el sistema judicial y para nuestra democracia. Lleva 17 años liderando una lucha feroz contra el Estado de derecho, los tribunales deben actuar sin temor y reafirmarse”, argumenta Ongama Mtimka, analista político de la Universidad Nelson Mandela.
El miedo a “un nuevo Marikana” (en esta provincia, situada al noroeste del país, en agosto de 2012, un enfrentamiento entre trabajadores de la empresa Lonmin Platium y la policía acabó con la muerte de 34 mineros y 250 heridos) aparece en las reflexiones junto con el hecho de que el presidente, Cyril Ramaphosa, ordenase a las fuerzas del orden que actuasen sin usar munición real. “Esta vez, la pérdida de vidas no ha sido a manos de los agentes del orden. Aunque se ha comprobado por su lenta reacción que la policía no está equipada ni es capaz de gestionar una protesta de forma pacífica. La cultura en Sudáfrica es responder con más violencia y cuando niegas esa posibilidad, como ha ocurrido esta vez, es como atarles las manos”, continúa Van Herdeen.
El recorte en los presupuestos, las medidas de austeridad y la congelación de los salarios a los funcionarios, que afecta también a los policías, se plantea como otra de las posibles razones de la ineficacia ante el caos. Aunque los mensajes en las redes sociales de partidarios de Zuma y miembros de su familia, instando a tumbar al Gobierno, así como la elección de lugares estratégicos a sabotear –centros de distribución o cortando la comunicación entre provincias– apunta a que en esta semana de caos se vivió algo más que un motín del pan. “Hubo un plan trazado, calculado para romper los canales de suministro, destruir infraestructuras, para que la violencia tuviera un coste importante para la sociedad y para el fisco”, apunta Fakir. A lo que Mtimka añade: “Basándonos en las amenazas realizadas por el entorno de Zuma tras su arresto, llamando a la movilización de un ejército privado y escudos humanos…, sus partidarios tendrán mucho que responder en la investigación”.
En la compleja realidad postapartheid sudafricana, el poso de una violencia como la vivida durante este mes de julio, obliga a recordar que la enorme brecha de desigualdad tiene una clara vertiente racial porque la mayoría de los ricos son blancos y el grueso de los pobres, negros. “En los últimos 25 años los ricos han doblado, si no triplicado, su riqueza al acceder al mercado internacional y levantarse las sanciones. Debería establecerse un impuesto sobre la riqueza, crear un fondo de soberanía. Los blancos no pueden seguir argumentando que, como pagan sus impuestos, el Gobierno es el que debe resolver estos problemas”, concluye Van Herdeen.