Refugiados

De las llamas de Moria a las aguas del Rin: un nuevo comienzo para los Yussefi

EL PAÍS acompañó en 2020 a una familia afgana en su tránsito entre los campos de refugiados de Lesbos; 10 meses después, Ismael, Masomeh y sus hijos han sido acogidos en Alemania

Ismael Yussefi, Masomeh Etemadi y sus hijos saludan desde la vivienda temporal que les ha concedido el Ayuntamiento de Frankenthal (Alemania).Alvaro Garcia

Su sueño hace un año era llegar a Londres o a Toronto; hoy, su futuro está en un pequeño municipio alemán, Frankenthal. En septiembre de 2020, Ismael Yussefi y Masomeh Etemadi querían dejar la isla griega de Lesbos para iniciar una nueva vida en un país de habla inglesa. Era el idioma extranjero que habían estudiado en Qom, en Irán. Alemania no era una opción para ellos, ni siquiera sabían ubicarla en el mapa. En Lesbos descubrieron que elegir no estaba a su alcance, y que la canciller alemana, Angela Merkel, quizá les estaba ofreciendo la oportunidad que tanto ansiaban.

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Su sueño hace un año era llegar a Londres o a Toronto; hoy, su futuro está en un pequeño municipio alemán, Frankenthal. En septiembre de 2020, Ismael Yussefi y Masomeh Etemadi querían dejar la isla griega de Lesbos para iniciar una nueva vida en un país de habla inglesa. Era el idioma extranjero que habían estudiado en Qom, en Irán. Alemania no era una opción para ellos, ni siquiera sabían ubicarla en el mapa. En Lesbos descubrieron que elegir no estaba a su alcance, y que la canciller alemana, Angela Merkel, quizá les estaba ofreciendo la oportunidad que tanto ansiaban.

La familia Yussefi protagonizó en 2020 un reportaje en EL PAÍS. Un año después de llegar en patera a la isla de Lesbos procedentes de Turquía, el campo de acogida de migrantes donde malvivían, el de Moria, quedó arrasado por unos incendios. Sus 13.000 pobladores —la capacidad oficial del enclave era de 3.000 personas— tuvieron que ser reubicados en un nuevo campo, el de Kara Tepe, construido contra reloj porque las condiciones de insalubridad llegaron al límite. Alemania fue el país de la Unión Europea que se comprometió a acoger a un mayor contingente de los migrantes de la isla, 1.600. Los Yussefi fueron elegidos, y el 26 de marzo de 2021, tras un año y medio en Lesbos, aterrizaban en Hannover.

Ali, el hijo mayor de los Yussefi, sale del colegio a las cuatro de la tarde. El martes 6 de julio, montado en la bicicleta que manejaba el padre, Ali explicaba que aquel día había aprendido a decir en alemán los meses y las estaciones del año. Asegura que ya ha hecho amigos en los tres meses que lleva en la escuela; sobre todo persigue a su compañero Gwan, ambos de ocho años. Gwan procede del Kurdistán iraquí y es vecino suyo en el centro de acogida en el que residen. Frankenthal es un municipio de 48.000 habitantes, en el Estado de Renania-Palatinado, al oeste del país. En un solar de una zona industrial, el Ayuntamiento instaló módulos prefabricados para recibir a familias que ya cuentan con la condición de refugiados, como los Yussefi, o que están a la espera de la decisión de las autoridades alemanas.

En Alemania hay más de 80.000 personas solicitantes de asilo, según los datos de junio de la Oficina Federal para la Migración y los Refugiados. En 2020 fueron 122.000, lejos del récord de 2016, cuando el país recibió a 750.000 migrantes, sobre todo por la crisis humanitaria desatada en la guerra de Siria.

La pandemia del coronavirus y los acuerdos de cooperación entre la UE y Turquía frenaron las llegadas de refugiados a Europa. La situación en Lesbos lo demuestra. La Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) indica que 3.600 migrantes han llegado a Grecia en el primer semestre del año, y solo un millar, por mar. En 2020, el total anual superó las 15.000 personas, casi 10.000 por mar. En 2019, cuando los Yussefi alcanzaron la costa de Lesbos, 54.726 personas cruzaron el Mediterráneo de Turquía a Grecia.

La familia Yussefi, en Lesbos en septiembre de 2020.álvaro garcía

Las islas del Egeo han iniciado el verano con menos de 10.000 personas internadas en los campos de migrantes, frente a las 40.000 que había hace un año, aseguró el pasado junio en rueda de prensa Yvlas Johansson, comisaria de Interior de la UE. Junto a ella compareció el ministro griego de Migración y Asilo, Notis Mitarachi, para anunciar la construcción de nuevos campos de acogida en Lesbos, Samos y Quíos. Mitarachi tuvo que responder a las críticas de seis países centroeuropeos, entre ellos Alemania, que han denunciado que Grecia permite que sus refugiados salgan de forma irregular del país para establecerse en otros Estados del espacio Schengen.

Las autoridades alemanas otorgaron en 2020 a un 34% de los solicitantes algún nivel de protección que les permite residir en el corazón de Europa. En España, el segundo país de la UE que el año pasado recibió más peticiones de asilo —un total de 88.762, más de la mitad procedentes de Venezuela y Colombia—, el porcentaje era del 31%, según la Oficina Europea de Estadística (Eurostat). En el caso de España, el muy bajo índice de concesiones de asilo se compensa con la acogida por razones humanitarias.

Los sirios continúan siendo el grupo más numeroso entre los solicitantes de asilo en Alemania, seguidos por los afganos. El éxodo de los muchos de ellos que son chiíes empezó hace décadas, también en el caso de Ismael y Masomeh: sus padres proceden de la región de Gazni, controlada por el fundamentalismo suní de los talibanes. Ella nació en Irán hace 31 años; él, de 40, huyó de Afganistán siendo un niño. Ambos muestran orgullosos los diplomas que recibieron de Acnur por los voluntariados que realizaron en un campo de refugiados afganos en Irán. El régimen de los ayatolás no era una opción para ellos, explican, porque en Irán eran ciudadanos de segunda, considerados para siempre extranjeros, sin opciones de prosperar profesionalmente.

La familia Yussefi, en el comedor/dormitorio de su habitáculo en Frankenthal.Alvaro Garcia

De camino al centro de acogida, Ismael y Ali paran en un supermercado. “Aquí los productos frescos son mejores que en Irán”, recalca el padre con una bandeja de pepinos en la mano, “porque sabes que lo que compras está en buen estado”. Los Yussefi están experimentando lo contrario a lo que escribió Dante en La Divina Comedia sobre el exilio: “Probarás cuán salado es el pan ajeno / y qué penoso es el subir y bajar / las escaleras ajenas desterrado”. El padre admite que al principio no le gustó Frankenthal. Menos bulliciosa de lo que él deseaba, con un clima lluvioso y sin amistades con las que charlar, el desánimo se apoderó de él. Hoy, precisa, ha cambiado de opinión porque la gente les trata bien, a todas partes se puede llegar en poco tiempo y, sobre todo, se siente seguro.

A Masomeh le gustaría ir a recoger a Ali al colegio, pero no sabe montar en bicicleta. Se queda en el apartamento con Mohamed Matin, su hijo de dos años. Saludan desde la ventana al padre y a Ali. El paisaje frente a ellos lo componen una subestación de suministro eléctrico y un aparcamiento del polígono. Mohamed Matin señala los coches aparcados mientras balbucea palabras en inglés, farsi y alemán: “Este es para Ali, ese es para papá y ese, por favor, para mamá”. La vivienda de los Yussefi es un piso con una habitación donde comer y dormir, una cocina en el pasillo de entrada y un baño. Guardan sus pertenencias en tres viejos armarios procedentes de los vestuarios de alguna empresa.

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La madre prepara un guiso especial a base de carne de ternera y fideos porque cenará con ellos Ute Hatzfeld-Baumann, la voluntaria que les asiste en los trámites burocráticos. Hatzfeld-Baumann llega con un regalo para los niños. Hace observaciones sobre cuestiones vinculadas a la sociedad alemana, como el reparto de tareas entre el hombre y la mujer, o sobre la educación de los niños, como poner límites a las horas que pueden estar mirando vídeos en el móvil. Propone acompañarlos a registrarse a una biblioteca municipal, y también les ofrece ir a comprar con ellos un televisor. Los Yussefi reciben mensualmente 1.360 euros de ayudas estatales.

El alquiler de su futuro hogar, mientras el Estado les reconozca como incapaces para conseguir un trabajo, también será financiado por la Administración. Hatzfeld-Baumann admite que es difícil encontrar a propietarios que quieran arrendar pisos a refugiados. Lo confirma Andrea Graber-Jauch, directora del departamento de Migración e Integración del Ayuntamiento de Frankenthal. Pese a ello, Graber-Jauch indica que de los 935 solicitantes de asilo que desde 2015 han sido destinados al municipio, 850 residen en Frankenthal con algún nivel de protección: la gran mayoría de estos viven en sus propias viviendas.

Ismael Yussefi y sus hijos, en el lago Silbersee de Frankenthal.Alvaro Garcia

Hatzfeld-Baumann, de 70 años, se jubiló en 2014 como empleada en una empresa fabricante de contadores de agua. Tras el retiro decidió que quería dedicarse a ayudar a la comunidad, y su momento llegó con la ola de refugiados de 2015. “Por entonces atendía quizá a 40 personas por semana; ahora son 50 por año”, recuerda. Hatzfeld-Baumann acompaña a los Yussefi en sus primeros pasos en Alemania hasta que tengan plaza en los cursos obligatorios de integración. El momento más reconfortante, dice, es cuando uno de sus protegidos consigue empleo.

Camilla Flöther es maestra de instituto jubilada y profesora de alemán voluntaria para los recién llegados. Imparte dos horas semanales de clases a los Yussefi. Con su dinero les ha comprado un diccionario de alemán-farsi y afirma que es especialmente optimista con Masomeh: “Está dotada para los idiomas, es muy inteligente”. Flöther y Hatzfeld-Baumann coinciden en asumir como inevitables los problemas de adaptación entre culturas tan diferentes; por eso, opina Flöther, España tiene suerte de asumir una migración procedente de América Latina que comparte idioma y raíces culturales: “En Alemania todavía hay miedo a los refugiados. Lo puedo entender, en gente mayor, un cambio tan repentino. Es miedo a lo desconocido, tan antiguo como la humanidad”.

Los Yussefi disfrutaron el 7 de julio su primer pícnic en el Silbersee, el lago colindante a Frankenthal regado por las aguas del Rin. Aprovecharon, como tantos otros, uno de los pocos días de sol de julio para bañarse y cenar al aire libre. Christian Wüst se ofreció a dar una vuelta a los niños con su tabla de paddle surf. “La cosa se ha calmado, incluso el empuje de la extrema derecha. Los alemanes en su gran mayoría viven bien la situación”, afirmaba este joven de la zona mientras probaba los platos preparados por Etemadi.

Masomeh Etemadi, en el lago Silbersee.Alvaro Garcia

Mathias Middelberg, portavoz parlamentario de política de interior de la CDU, declaró el 5 de junio en la radio Deutschlandfunk que el partido de la canciller prevé que Alemania finalice el año con 150.000 solicitantes de asilo. “No podemos acoger de forma indefinida a tanta gente, ni podemos integrarlos ni atenderlos a todos”, afirmó Middelberg. “Recibir tanta gente es un reto, sí, pero es asumible y lo necesitamos para el gran cambio demográfico que está experimentando Alemania”, replica Graber-Jauch, la responsable de migración del Ayuntamiento de Frankenthal.

“Los talibanes avanzan en Afganistán y vendrá más gente”, avisa Etemadi. Muchos conocidos les escriben para preguntarles cómo lo consiguieron; ellos responden que fue muy difícil y que todavía hay mucho por hacer. Su suegro, el padre de Ismael, volvió hace poco a hablar con ellos tras meses negándose a dirigirles la palabra por haber salido de Irán dejándolo todo atrás. “Mi padre asumió que allí no teníamos futuro”, resume Yussefi. Entienden la reconciliación como una suerte de bendición. “Creo que sí, que nos quedaremos en Alemania”, dice ella sin perder de vista a sus hijos, que juegan en la orilla.

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