Un buque fantasma en Estrasburgo
El cierre de la Eurocámara en la ciudad francesa por el coronavirus ha recuperado el debate sobre la necesidad de mantener las dos sedes
Esta mujer, de elegante peinado y zancada consistente, conoce los pasillos del inmenso bloque del Parlamento Europeo como la palma de su mano. Pertenece al cuerpo de guías de visitantes de la Eurocámara y se nota que ama el lugar y que lo echa de menos: desde que hace un año llegó el virus a Estrasburgo (Francia), el edificio permanece casi cerrado, al ralentí. No se ve apenas gente. Un técnico enredado en unos cables, la mujer de limpieza en el ascensor de cristal. El taconeo de esta comitiva, a la que permiten un acceso extraordinario, trepa por las lianas que cuelgan entre el hemiciclo y el...
Esta mujer, de elegante peinado y zancada consistente, conoce los pasillos del inmenso bloque del Parlamento Europeo como la palma de su mano. Pertenece al cuerpo de guías de visitantes de la Eurocámara y se nota que ama el lugar y que lo echa de menos: desde que hace un año llegó el virus a Estrasburgo (Francia), el edificio permanece casi cerrado, al ralentí. No se ve apenas gente. Un técnico enredado en unos cables, la mujer de limpieza en el ascensor de cristal. El taconeo de esta comitiva, a la que permiten un acceso extraordinario, trepa por las lianas que cuelgan entre el hemiciclo y el bloque de los despachos. La guía echa a volar la imaginación. “El edificio cobra vida con las sesiones. Bulle de gente, de parlamentarios, de asistentes… Ahora es un buque fantasma”, suspira.
El 5 de marzo de 2020, por motivos sanitarios, el presidente del Parlamento, David Sassoli, decidió trasladar “excepcionalmente” la sesión plenaria desde Estrasburgo, donde los tratados fijan la sede oficial de la Cámara, a Bruselas (Bélgica), donde se reúnen las comisiones y solo en ocasiones se celebran plenarios. Con la pandemia, lo excepcional se ha vuelto cotidiano: 12 meses después, la mujer que ejerce de guía empuja un portón de madera y el hemiciclo más grande de Europa, la torre de Babel de la política comunitaria, emite un silencio envolvente, como el de las películas de terror justo antes del susto.
El Parlamento de Estrasburgo languidece y con ello esta ciudad francesa fronteriza con Alemania, por la que unos y otros tantos tiros se pegaron. Una semana cada mes, hasta el advenimiento de la pandemia, llegaban aquí como si fuera un circo ambulante entre 4.000 y 5.000 personas: los más de 700 eurodiputados, sus séquitos, los intérpretes y conductores, decenas de traductores, legiones de periodistas. Su ausencia por un lado ha contribuido a la ruina económica de la urbe y, por otro, ha desatado una batalla política de alto nivel sobre el lugar que ha de ocupar Estrasburgo en el imaginario de la UE: si ya funciona una sede en Bruselas ¿para qué se necesita otra a 400 kilómetros, en otro país?
Dice Pierre Siegel, representante de la asociación de hoteleros de la ciudad, que lo que más le sorprende es ir por la calle o montar en los tranvías, y escuchar francés únicamente.
Con el señor Siegel ha habido un malentendido hace unos instantes. Ha convocado a la cita en su hotel centenario y, al llegar, el tipo de la recepción se ha ocupado de abrir el garaje para dejar pasar el coche de los reporteros. Luego, una vez en el lobby, ofrece asiento en el salón y también unos cafés. Solo después de un rato uno cae en la cuenta: este empleado para todo es el propio Pierre Siegel, dueño del hotel Monopole Metropole, cuarta generación de una familia de hoteleros, y el único empleado hoy. El Metropole tiene 81 habitaciones, pero este jueves solo alberga a cuatro clientes. Ahí llega uno de ellos haciendo girar la puerta y Siegel se levanta de un salto para atenderle.
En condiciones normales, esta semana de pleno de marzo (aún “excepcionalmente” trasladada a Bruselas) albergaría a unos 40 eurodiputados. Muchos de ellos son asiduos a los que les hace un precio por reservar de forma anticipada el año entero. Hay históricos que llevan varias legislaturas, eligen siempre la misma habitación y Siegel los ha visto crecer políticamente hasta alcanzar puestos de responsabilidad en la Eurocámara. A algunos incluso les llama antes de acometer reformas en su estancia para que den el visto bueno. En marzo del año pasado, tras el aviso de Sassoli, comenzaron a cancelar sus reservas en cascada. Ocurrió en toda la ciudad, en realidad por todo el mundo.
La asociación a la que pertenece Siegel (UMIH, por sus siglas en francés) calcula que los hoteles estrasburgueses han perdido cerca de un 80% de su negocio este año. Muchos han clausurado; a algunos se los ve tapiados con tablones de madera por la calle. Siegel solo abre entre semana, cierra sábados y domingos.
Otros se ayudan para no morir durante la hibernación, de modo que uno reserva por Internet en el hotel Gutenberg y al minuto recibe la llamada del hotel D, para explicar que el Gutenberg está cerrado por la crisis, pero el D acoge a sus pocos clientes: hoy tienen 14 de las 40 estancias ocupadas y a precios muy asequibles. Durante el aluvión parlamentario las habitaciones pueden rozar los 300 euros, o incluso más si uno llama a última hora. Hoy se puede dormir en él por unos 100 euros, y cuando golpea el toque de queda, a las seis de la tarde, y la ciudad entonces cobra un ambiente espectral y es tomada por los riders. Desde uno de los balcones del hotel, con vistas a uno de los muros del Tribunal de Justicia, se pueden observar escenas propias de El tercer hombre: un ciclista con la mochila que se detiene bajo la lluvia, y mira alrededor y a su teléfono, parece perdido; un policía que se asoma desde la acera de enfrente por una ventana del semisótano de los juzgados (¿quizá los calabozos?) y le llama “¡Psst, monsieur!”; el rider duda, pero finalmente comprende. Se acerca y le pasa la comida entre las rejas.
Jacques Chomentowski, dueño de un bar de tapas, colega del hotelero Siegel y representante de los restauradores en la misma asociación, calcula que el golpe en el sector de cafés, bares y restaurantes también ha sido importante, pero menos severo: las caídas rondan un 40%. Las ayudas del Estado, con distintos fondos y préstamos, y el mecanismo de desempleo temporal, han reducido el impacto. Aunque solo temporalmente. “Un 25% de todos los comercios corren el riesgo de cerrar en los próximos seis meses”, augura.
Chomentowski calcula que cerca de la mitad de la actividad de la hostelería está vinculada de forma directa o indirecta a la presencia del Parlamento, que sitúa a Estrasburgo como un destino “europeo” atractivo en el mapa. Aparte de la Eurocámara, la villa alberga también las sedes de otras instituciones como el Consejo de Europa y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y se nutre de abundantes visitantes: aquí se celebra un famoso mercado navideño. Hasta 2020, el sector turístico aportaba un 8% al PIB local. Aunque el Ayuntamiento no cuenta con datos oficiales de la caída del PIB en la ciudad, el retroceso de la región se situó en el 5% en 2020; en Francia, fue del 8,3%, cifra inédita desde la Segunda Guerra Mundial.
“Ha sido un año negro para la economía local”, dice Jeanne Barseghian, la alcaldesa de los verdes que llegó al poder en mitad de la pandemia y hoy recibe a los visitantes en su despacho. Pinta un panorama especialmente sombrío para algunos colectivos, como el de los universitarios, que normalmente se nutren de pequeños trabajos del menguado sector servicios. Últimamente se les ve formar largas colas en la calle para recoger alimentos y el comedor universitario les ofrece dos comidas calientes al día por un euro, para que puedan subsistir.
La alcaldesa, en contacto permanente con la presidencia del Parlamento, tiene esperanza de una próxima reapertura. “Quizá en abril, quizá en mayo”, dice. Algunos sectores han aprovechado estos meses de ausencia para resucitar el debate sobre la necesidad de mantener la sede de Estrasburgo, por el coste monetario y medioambiental que supone. El gasto anual de los 12 desplazamientos del Parlamento a Estrasburgo ronda los 21 millones de euros. Cerrar la sede ahorraría unos 114 millones anuales, “desinvertir” en ella, otros 616 millones, según un informe del Tribunal de Cuentas de la UE. A lo que se suma la huella ecológica: un estudio del año pasado de la comisión parlamentaria de medio ambiente la sitúa en 16.538 toneladas de CO₂ (casi un 15% de las emisiones globales de la actividad parlamentaria).
“Esta trashumancia es complicada”, reconoce la alcaldesa. “Pero creo que hay que ir más allá de las cuestiones materiales o financieras para recordar por qué la sede del Parlamento Europeo está en Estrasburgo”. La ciudad explica la reconciliación franco-alemana tras la guerra y la reconstrucción europea de un espacio de paz. Representa la separación de poderes y también la idea de una Europa “policéntrica”. Su lejanía de Bruselas, donde se encuentran la Comisión (el Ejecutivo de la UE) y el Consejo Europeo ( jefes de Gobierno de los Veintisiete), además de los lobbistas, supone “una garantía de independencia”.
“Europa es enorme, su realidad es diversa, no puede resumirse en Bruselas”, opina la eurodiputada estrasburguesa y exalcaldesa de la ciudad Fabienne Keller. Concede que la pandemia ha demostrado que la Eurocámara podría funcionar con una sola sede: la de Estrasburgo, opina ella, un lugar a salvo “del estrés y la presión” que imponen la burbuja bruselense.
La defensa del Parlamento en la ciudad se ha convertido en una cuestión de Estado en Francia. El presidente, Emmanuel Macron, reclamó en septiembre de 2020 por carta al presidente Sassoli su regreso a Estrasburgo “a la mayor celeridad”. También dijo ante una audiencia de estudiantes en Lituania: “Si aceptamos que el Parlamento Europeo sólo se reúna en Bruselas, estamos jodidos, porque en 10 años todo estará en Bruselas. Y la gente sólo hablará entre sí en Bruselas. Pero esa no es la idea de Europa”.
“Es el precio a pagar por la democracia”, sentencia la eurodiputada francesa Anne Sander, que vive a las afueras de Estrasburgo y sigue acudiendo al menos un día por semana a la sede del buque fantasma. De hecho, ha sido gracias a ella que EL PAÍS ha podido atravesar los arcos de seguridad y recorrer el silencioso laberinto que ha servido durante la pandemia como centro de pruebas PCR y cuyas cocinas, que solían alimentar a miles de personas, ahora preparan platos para la Cruz Roja. Como están prohibidas las visitas, salvo si es un parlamentario quien invita a acceder, Sander se ha convertido en la anfitriona, conduce a la comitiva hasta el hemiciclo y allí se sienta un rato en un escaño a conversar.
Sus palabras rebotan en las paredes cuando define la situación en su ciudad: “Dramática, catastrófica”. Habla de los tiempos precovid en Estrasburgo como quien recuerda un Erasmus o la adolescencia: “Durante la semana de sesiones hay mucha actividad. Es muy intenso. Se crea un ambiente muy particular”. Todos coinciden a un tiempo, se dedican en exclusiva a la sesión, están para el Parlamento”, dice.
En esos frenéticos tres o cuatro días, cuentan quienes lo han vivido, hay ambiente de trabajo, convivencia, cafés, almuerzos, cenas hasta altas horas, copas, mezcla e intercambio de ideas y de otras cosas, como en cualquier sector. Es cuando sucede todo eso que mantiene viva y hace latir la ciudad. “Las sesiones en Bruselas no tienen el mismo sabor”, dice Sander, antes de desaparecer en la inmensidad del edificio vacío.