La guerra inacabada de Etiopía
El Gobierno da por terminada la breve contienda en la región de Tigray, pero el conflicto se mantiene activo
La guerra del Gobierno de Etiopía contra la población de la región de Tigray ha durado 24 días de noviembre, y aunque el ejército federal la ha ganado y dado por concluida, el conflicto sigue abierto. La caída de Mekele, la capital de la zona rebelde, puso solo el fin aparente al ...
La guerra del Gobierno de Etiopía contra la población de la región de Tigray ha durado 24 días de noviembre, y aunque el ejército federal la ha ganado y dado por concluida, el conflicto sigue abierto. La caída de Mekele, la capital de la zona rebelde, puso solo el fin aparente al choque el sábado pasado. Ese día, el primer ministro del país, Abiy Ahmed, anunciaba el cese de las hostilidades. Lo que no decía en su declaración televisada era que su principal enemigo, el líder tigrayano Debretsion Gebremichael, y la junta de la guerrilla del Frente de Liberación del Pueblo Tigray (TPLF), habían huido al romper el cerco militar.
El frente está a 800 kilómetros al norte de Adis Abeba, pero en la capital de Etiopía se viven situaciones inquietantes, a pesar de la lejanía. Hay miedo a un atentado de la guerrilla, y miedo a represalias contra los tigrayanos que viven en la ciudad. Al caer la tarde, furgonetas policiales se cruzan en las rotondas de las anchas avenidas y controlan los coches, uno a uno. Prestan especial atención a los taxis y los vehículos de Riders, la compañía de transporte privado más importante del país. Registran a conciencia a los pasajeros, pero también el maletero, los bajos de los asientos y la guantera. La obsesión del Gobierno es garantizar la seguridad.
Mientras, los miles de ciudadanos de la etnia tigrayana en la capital saben que esta guerra les ha puesto en la diana. Hay redadas y detenciones selectivas, según denuncian algunas organizaciones humanitarias, y también una persecución puertas adentro, más difícil de detectar. Lo cuenta una dependienta de 26 años de una tienda de ropa en el céntrico barrio de Bole. No quiere ser grabada ni dar su nombre. “No te sientes segura ni bienvenida entre la gente al ser tigrayana. Están llenos de odio contra nosotros. No podemos hablar libremente en nuestra lengua propia”. Su jefa entra en la tienda y se suspende la entrevista. “Yo lo único que quiero es llevar una vida normal, pero mis amigos saben que soy tigrayana y me acusan de pertenecer a la guerrilla o de apoyarla” comenta más tarde por teléfono. Teme perder su trabajo.
La comunidad tigrayana solo representa el 6% de la población etíope (de unos 110 millones), pero el TPLF dominó durante décadas la federación de partidos multiétnica. Hasta que llegó al poder en 2018 Abiy Ahmed, de la etnia oromo, con intención de superar esa división. El distanciamiento entre ambas partes ha acabado en conflicto después de que el Gobierno acusara al TPLF de armar milicias y de atarcar una base militar. Las fuerzas nacionales respondieron en una guerra de la que no hay cifras oficiales de víctimas, pero que ha causado la huida de decenas de miles de personas a regiones vecinas y Sudán, y la denuncia de que miembros de un grupo juvenil pro TPLF asesinaron presuntamente a machetazos a 600 civiles de la etnia amhara en la localidad de Mai Kadra.
Con el conflicto, Tigray ha quedado cerrado a cal y canto por el ejército federal y las milicias de las etnias amhara y afar de los Estados vecinos. Un general de cuatro estrellas (55 años) que se considera represaliado por la depuración del ejército emprendida por Ahmed, explica en la capital que no consigue contactar con su hijo, atrapado en Mekele. “Nos llamó por medio de un teléfono de Unicef a los pocos días de estallar la guerra. Ahora ya no hay esa conexión. Decía que estaba bien, pero han pasado varias semanas y no sabemos nada de él”. Como otros, no quiere dar su nombre. Preguntado en qué bando pelearía en esta guerra, se encoge de hombros y sentencia: “Esta ya no es mi guerra”.
Otros han conseguido salir de la región con muchas dificultades. A David Unzueta, de 36 años, la guerra le sorprendió en Mekele. Trabaja en la fundación vasca Etiopía Utopía, fuertemente implantada en Tigray desde 2009. “El primer día cortaron Internet. Lo raro es que tampoco funcionaban las llamadas telefónicas. Enseguida me di cuenta de que la cosa iba en serio porque estábamos aislados del exterior. La vida diaria era aparentemente normal. Los cafés y los comercios seguían abiertos, pero escaseaba el combustible y los generadores para la electricidad empezaban a apagarse. Lo más preocupante para mí es que cerraron los bancos y el dinero se acababa”, señala.
Lo cuenta por teléfono, ya a salvo, desde San Sebastián. “A los 10 días de estallar la guerra, nos juntamos cinco europeos y conseguimos una furgoneta con un conductor local. Nos salvó la vida porque tuvimos que pasar una veintena de controles militares antes de llegar a Adis Abeba. Estoy convencido de que nos dejaron seguir la ruta por ser blancos. Había viajeros negros con pasaporte extranjero, pero le echaban para atrás. Vi gente llorando de desesperación. Al llegar a la capital, cogí el primer vuelo a España”.
Entre los que han quedado atrás, en la capital, también hay universitarios tigrayanos preocupados por su futuro. El curso universitario debería haber comenzado en octubre pasado, pero el Gobierno lo ha aplazado sin fecha por la pandemia de covid-19. Uno de ellos se deja entrevistar en un coche, camuflado en el caótico tráfico. Trabaja a tiempo parcial en el hospital de la Policía para pagarse la carrera de Administración de Empresas. “Mi identidad es tigrayana y eso no se puede cambiar. Yo no elegí mi etnia, pero por encima de todo me siento etíope”. Su padre era policía y cuando Ahmed llegó al poder, fue expulsado durante un año. Falleció el mes pasado. “Nos insultan de forma anónima en las redes sociales, pero yo no entro al trapo porque sería peor”.
Muluberhan Mekonen es otra universitaria tigrayana. “Trabajo para ayudar a mi familia, que vive en Adua. Suelo enviarle dinero cada mes, pero con la guerra, todas las cuentas de los tigrayanos están bloqueadas por el Gobierno. Estoy muy preocupada porque no les puedo hacer llegar dinero”, asegura.
El pueblo tigrayano protagonizó una de las revoluciones africanas más sorprendentes del siglo pasado. En 1991, los guerrilleros del norte tomaron Adis Abeba y derrocaron al régimen comunista de Mengistú Haile Mariam. Se hicieron con el poder y alimentaron el sueño de un gran Tigray independiente que incluyera a la vecina Eritrea, donde la mitad de la población es de su misma etnia. Durante casi 30 años, el dinero del Estado financió al TPLF y modernizó la región: su capital, Mekele, tiene tres universidades; cuenta con modernas infraestructuras y está en construcción la conexión por tren con la capital del país.
“Los milicianos del TPLF están en la trinchera, rearmándose para lanzar una ofensiva desde las montañas. Pero saben que son una fuerza en extinción y solo quieren ganar tiempo antes de la derrota final. Desde que los tigrayanos hicieron la revolución, han pasado casi 30 años. Estos son los cachorros de aquellos revolucionarios, pero no tienen formación militar”, considera Getachew Eyob, microbiólogo de 55 años y activista en varias organizaciones civiles.
Durante los 24 días del conflicto, fueron cayendo, una a una, las ciudades importantes de Tigray, entre ellas, Mekele. Pero el centro de la región, un sistema montañoso con picos de más de cuatro mil metros, está como estaba, bajo control tigrayano, según analistas locales independientes. El conflicto corría riesgo de extenderse por la región, pero la vecina Eritrea, con la que Ahmed cerró un conflicto de 20 años que le valió el premio Nobel de la Paz, ha mantenido un papel ambiguo, sin apoyar oficialmente a Adis Abeba, pero sin caer tampoco en las provocaciones de los tigrayanos.
A falta de noticias fiables desde el frente de guerra, la imagen del primer ministro ha salido reforzada en el país. Fuentes diplomáticas en Adis Abeba interpretan el “golpe contra el norte” como un aviso a navegantes ante futuros conflictos. Abiy Ahmed lleva toda la semana explicando su relato en discursos de varias horas de duración en la televisión y en la radio, todo para insistir en que la guerra ha terminado. Pero sabe que el líder Tigray está huido. Algunas fuentes occidentales le sitúan en los suburbios de Mekele. Mientras, en la capital del país, celebran el final de la guerra, y al mismo tiempo se preparan para lo que puede ser una larga guerra de guerrillas en el norte.
Españoles atrapados entre dos fuegos
El inicio de las hostilidades en el norte pilló por sorpresa a varios ciudadanos extranjeros que quedaron atrapados en la región. La Embajada española no informa de los nacionales afectados, pero fuentes conocedoras de la situación confirman la presencia en la región de al menos cuatro. Es el caso de dos religiosos que están en la localidad de Adigrat: el padre Roca, salesiano de 87 años y el padre Bandrés, de la orden de los Padres Blancos. Quienes les conocen dicen que su compromiso es tal que ni una guerra les apartará de sus misiones. En la localidad de Wukero quedó atrapada Maider Arróspide, una maestra de educación especial guipuzcoana, que llegó en septiembre pasado para el curso escolar. Tiene una veintena de alumnos a su cargo, chicos discapacitados de la zona y la clase ya estaba preparada cuando estalló el conflicto. Su hermano Haritz comenta desde Tolosa: “La Embajada en Adis Abeba nos avisó de que se estaban restableciendo algunas comunicaciones con el oeste de la región, pero nosotros no hemos podido hablar con ella”. La cuarta española es una médica que ejerce en Mekele. Ha nacido en Venezuela, pero tiene pasaporte español.