Pajarito, pajarito, di que soy el presidente más bonito

El Gobierno colombiano utiliza dineros públicos para comprar maquillaje que permita ver al presidente Duque más atractivo y ocultar en redes sociales las voces de sus críticos

Jonathan Bock
El presidente de Colombia, Iván Duque.Presidencia de Colombia (EFE)

Iván Duque, en sus dos primeros años de Gobierno, ha gastado en publicidad 20.000 millones de pesos, algo más de seis millones de dólares. Han sido diferentes campañas y estrategias publicitarias que en su mayoría apuntan a tres metas: contrarrestar las críticas; monitorear en redes sociales qué se está diciendo y quién lo está diciendo; y autopromoción.

En Colombia, como ocurre en muchos otros países de América Latina, y especialmente grave en México y Brasil, no existen parámetros específicos que permitan un control eficaz sobre el uso que se da a este tipo de contratación. De tal man...

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Iván Duque, en sus dos primeros años de Gobierno, ha gastado en publicidad 20.000 millones de pesos, algo más de seis millones de dólares. Han sido diferentes campañas y estrategias publicitarias que en su mayoría apuntan a tres metas: contrarrestar las críticas; monitorear en redes sociales qué se está diciendo y quién lo está diciendo; y autopromoción.

En Colombia, como ocurre en muchos otros países de América Latina, y especialmente grave en México y Brasil, no existen parámetros específicos que permitan un control eficaz sobre el uso que se da a este tipo de contratación. De tal manera que los presidentes, alcaldes o gobernadores, seducidos por verse ante el espejo como ‘súper gobernantes’, cuentan con un amplio margen de discreción para utilizar esa cartera pública como mejor les parezca. Así lo ha hecho el Gobierno de Duque, que ha dispuesto del poder económico para interferir en los debates en redes sociales e incluso ha iniciado campañas institucionales a partir del contenido que publican los medios de comunicación, con la intención de imponer su voz, su versión oficial.

A finales del 2019, la revista Semana tituló en su versión digital una noticia de la siguiente manera: “Críticas a Duque por foto en la que le enseñan a freír patacones”. Esto despertó la indignación del equipo de comunicaciones, que inició una operación de contrataque que tuvo un costo equivalente a 40.000 dólares y que convenientemente se llamó ‘Soluciones no agresiones’. El propósito era que “los colombianos buscáramos fuentes oficiales antes de compartir esa información en redes sociales”. Para la Presidencia esos hechos retratados por el medio no correspondían con la realidad, y tenían una “mala intención con una política del Gobierno”.

Pero el gran campo de batalla en esa guerra de las narrativas ha sido Twitter, que en Colombia se ha convertido en la principal plataforma donde sus usuarios tienen la posibilidad de contestar y sentar posición frente a los discursos institucionales. Ese poder ampliado para la comunicación de los ciudadanos ha sido entendido por este Gobierno como un foco de amenaza.

Según la investigación, que dio a conocer toda esta información y que fue publicada por la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), un tercio del total de los recursos gastados por Duque se destinaron a “estrategias digitales y posicionamiento en redes sociales”. Uno de esos contratos, y el que mayor preocupación genera, ordenó crear una base de datos con influenciadores, que fueron clasificados en “positivos”, “negativos” o “neutros” de acuerdo a la posición que manifestaban frente al Gobierno.

Con esa campaña, el Gobierno quería “aumentar el porcentaje de personas positivas y en especial cambiar la perspectiva de aquellos que influyen desde sus redes sociales negativamente, ya que son estos los que hacen que la mala imagen del Gobierno sea cada día más alta”.

El monitoreo y la parametrización se ha convertido en hábito por parte de las empresas privadas. Sin embargo, extrapolar esas prácticas al sector público implica cruzar una frontera riesgosa, resulta entregar a quienes gobiernen una máquina que implícitamente etiqueta y estigmatiza a quienes consideren como sus amigos o enemigos.

El presidente Duque vivió sus meses más álgidos con las movilizaciones sociales de 2019 y principios de 2020 que tuvieron un impacto negativo en su imagen, cuando aparecía en las encuestas con un rechazo del 70 por ciento.

La reacción de la Presidencia fue realizar campañas publicitarias que tenían como meta desincentivar esas manifestaciones sociales. Esos esfuerzos costaron más de 250.000 dólares y buscaban “una campaña que hiciera que el colombiano del común que trabaja, que se esfuerza, que quiere salir adelante, cuestione la actitud de hacer paros y la transforme”. También, incluía slogans que repetían ideas como que: “el paro no afecta al Gobierno, nos afecta a todos”, “entrar en paro al final no soluciona nada”, “es más lo que perdemos que lo que ganamos”.

Duque ha utilizado dinero público para imponerse en la guerra de las narrativas y ha jugado con mucha ventaja para imponer la de él. Esto le ha servido para aleccionarnos y explicar cómo se deben freír patacones o cómo los ciudadanos deben protestar y mostrar su descontento.

Cabe recordarle al presidente Duque lo que la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, ha repetido varias veces: “La publicidad estatal no puede ser propaganda encubierta de quienes controlan el Gobierno o de sus intereses, ni debe ser utilizada para la estigmatización de sectores opositores o críticos del Gobierno”. Los mensajes emitidos con recursos de publicidad oficial deben “incorporar los principios de interés público, transparencia, rendición de cuentas (accountability), no discriminación, eficiencia y buen uso de los fondos públicos”.

Incluso, también conviene recordarle al Gobierno sus propias instrucciones, esas que envió el presidente cuando estaba estrenando el cargo, en la Directiva 09 de 2018. En aquel entonces, Duque hacía un llamado a que todos los funcionarios del Gobierno fueran austeros con el gasto de la publicidad con “el fin de obrar de manera responsable”. Convendría que, en los dos años que le restan, el presidente hiciera caso a sus propias indicaciones.

Jonathan Bock es subdirector de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP).

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