El segundón que le robó el papel al primer actor

Édouard Philippe, primer ministro y candidato a alcalde en Le Havre, gana la popularidad que pierde el presidente

El primer ministro Philippe abandona el Palacio del Elíseo, en París el pasado 24 de junio.LUDOVIC MARIN (AFP)

La barba de Édouard Philippe se ha convertido en un reflejo de la ansiedad de Francia.

Cuando el presidente francés, Emmanuel Macron, le sacó del anonimato para nombrarle primer ministro en mayo de 2017, la barba era oscura y así siguió siéndolo durante buena parte del mandato. Después llegaron los chalecos amarillos, la revuelta de la Francia de provincias contra las élites de París. Pero no fue hasta el pasado otoño, coincidiendo con la negociación por la reforma de las pen...

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La barba de Édouard Philippe se ha convertido en un reflejo de la ansiedad de Francia.

Cuando el presidente francés, Emmanuel Macron, le sacó del anonimato para nombrarle primer ministro en mayo de 2017, la barba era oscura y así siguió siéndolo durante buena parte del mandato. Después llegaron los chalecos amarillos, la revuelta de la Francia de provincias contra las élites de París. Pero no fue hasta el pasado otoño, coincidiendo con la negociación por la reforma de las pensiones, que empezaron a notarse las manchas blancas. Édouard Philippe estuvo al frente de la defensa de la controvertida reforma —ahora aparcada— y, unos meses después, de la respuesta del Gobierno al coronavirus. A medida que se agudizaba el malestar y el miedo, la mancha blanca crecía.

“Es una enfermedad sin gravedad, ni dolorosa ni contagiosa: un vitíligo”, tranquilizó la semana pasada Philippe a la revista Paris Match, que dedicaba al primer ministro la portada con el titular: “El desconocido que gobierna Francia”.

La elección más incierta ahora no son las municipales, que se celebran este domingo y en las que el primer ministro es candidato en la ciudad de Le Havre, de la que ya fue alcalde. La elección que marcará la política francesa hasta el final del quinquenio presidencial corresponde a Macron, que en los próximos días debe decidir si mantiene a Philippe como jefe de Gobierno y, si no lo hace, quién lo sustituye.

Una norma no escrita, y no siempre respetada, prescribe que no pueden acumularse los cargos de primer ministro o ministro con el de alcalde, pero presentarse hoy en las elecciones es una forma, para alguien que, como Philippe, no ostenta ningún cargo electo, de obtener una validación por el sufragio. También le permite buscarse una salida si deja de ser primer ministro.

La paradoja de la situación es que, mientras la popularidad del primer ministro se dispara, su silla peligra. Un sondeo reciente señala que el 57% de los franceses tiene una buena opinión de él, 16 puntos más que el presidente. La cifra se ha disparado desde el inicio de la pandemia, que ha dejado casi 30.000 muertos en Francia. El primer ministro, pese a los errores de gestión del Gobierno que dirige, ha proyectado una imagen de líder empático y humilde, en contraste con el presidente, a veces demasiado retórico y enfático, distante en el trono de la monarquía republicana.

La crisis —los dos meses de confinamiento y los casi dos de apertura progresiva, la alarma sanitaria y la recesión económica— puede haber dejado huellas en la relación entre Macron y Philippe, marcada por la lealtad y el espíritu de equipo. No es siempre así. Nicolas Sarkozy, presidente entre 2007 y 2012, despreció a su primer ministro, François Fillon, y así puso en marcha un engranaje de rencores y venganzas que posiblemente contribuyó al derrumbe de la derecha en las presidenciales de 2017. Jacques Chirac, primer ministro de Valéry Giscard D’Estaing en 1974, dio el portazo en 1976: indirectamente, ayudó a que Giscard fuese un presidente de un mandato y perdiese en 1981 ante el socialista François Mitterrand.

Philippe y Macron vienen del mismo mundo. Ambos nacieron en la misma década: 1970 el primer ministro; 1977 el presidente. Ambos se formaron en la Escuela Nacional de Administración, la fábrica de los mandarines de la República. Ambos comparten un espacio político: crecieron admirando al socialdemócrata Michel Rocard, y evolucionaron, en el caso de Philippe, hacia la derecha moderada de su mentor, el ex primer ministro Alain Juppé, y en el de Macron hacia un reformismo liberal “ni de izquierdas ni de derechas”. Ambos son letraheridos: el primer ministro ha publicado, con su amigo y exconsejero Giller Boyer, dos trepidantes (e informativos) thrillers políticos; Macron guarda en un cajón Babilonia, Babilonia, una novela de juventud sobre la conquista de México.

Lo que no comparten es el talante ni la visión del liderazgo. Macron era un hombre acelerado que a los 39 años, sin haberse presentado nunca a una elección y con una experiencia política escasa, se convirtió en presidente con un programa que detalló en un libro titulado Revolución. “Siempre he desconfiado de quienes piensan que en política pueden suceder cosas radicalmente nuevas”, escribió Philippe en Des hommes qui lisent (Hombres que leen), un ensayo publicado en 2017. Él nunca ha tenido prisa. “Todos los tipos que han sido elegidos presidentes de la República se han pateado Francia a lo largo y ancho antes siquiera de plantearse si finalmente había llegado el momento de presentarse”, dice el narrador de su novela Dans l’ombre (En la sombra).

Desacuerdos

Los desacuerdos públicos pueden contarse con los dedos de las manos. Fue Philippe quien abogó por limitar la velocidad en las carreteras en 2018, una medida que encendió, junto al aumento del precio del carburante, la revuelta de los chalecos amarillos, y fue él quien insistió en introducir en la reforma de las pensiones la polémica edad de jubilación de 64 años, medida que dejó a Macron sin apoyos sindicales y que acabó retirada. Durante la pandemia, también fue el primer ministro quien defendió el mantenimiento de la primera vuelta de las elecciones municipales, o abogó por la cautela máxima en el desconfinamiento.

De estos desacuerdos, algunos macronistas deducen teorías que recuerdan a la kremlinología, la ciencia de interpretar los movimientos de poder en la Unión Soviética. Según una de estas teorías, se estaría librando una batalla entre los altos funcionarios adictos a una gestión administrativa del Estado —la llamada tecnoestructura—, y la audacia del presidente y su equipo de pioneros que, además de romper los corsés de la economía y la sociedad, intentan romper los de la alta Administración. Por eso, sin un nuevo primer ministro, sería difícil imprimir el nuevo rumbo al Gobierno francés, imposible “reinventarse”, como ha prometido Macron.

“El presidente sabe quién soy, lo que encarno, lo que puedo hacer y lo que no puedo hacer”, ha declarado Philippe al diario Paris Normandie. Sin él, el presidente perdería a un primer ministro popular y leal, y el hombre que mantiene en el campo presidencial a la derecha moderada. Y podría ganar un rival.

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