El cruel antídoto contra la pandemia para los refugiados palestinos en Líbano
La marginación social protege a los refugiados del contagio pero agrava su sufrimiento económico
“¡Abre el capó!”, “¡Papeles!”, farfulla un soldado libanés con ese automatismo de quien se repite ocho horas diarias. Los taxistas ya ni se molestan en cerrar los maleteros conforme un puñado de manos muestran manoseados laissez-passer a través de las ventanillas. Adentrarse en el campo de refugiados de Ein el Helwe es como visitar una mini Palestina recluida entre muros y concertinas cuyas cuatro puertas de entrada están fuertemente custodiadas por militares libaneses. Levantado en...
“¡Abre el capó!”, “¡Papeles!”, farfulla un soldado libanés con ese automatismo de quien se repite ocho horas diarias. Los taxistas ya ni se molestan en cerrar los maleteros conforme un puñado de manos muestran manoseados laissez-passer a través de las ventanillas. Adentrarse en el campo de refugiados de Ein el Helwe es como visitar una mini Palestina recluida entre muros y concertinas cuyas cuatro puertas de entrada están fuertemente custodiadas por militares libaneses. Levantado en 1948 en los confines de la sureña ciudad de Sidón, en el mujayem (campo, en árabe) se hacinan 75.000 palestinos en apenas dos kilómetros cuadrados. Controvertido campo donde los combates entre facciones son cíclicos, se trata del mayor de los 12 que alberga Líbano y el único en el que grupos islamistas le disputan el monopolio a la oficial Organización para la Liberación de Palestina (OLP). El mismo confinamiento que les recluye del resto del país, y del mundo, ha resultado ser, sin embargo, el mejor antídoto contra un imparable contagio mundial de la covid-19.
“No hemos registrado ningún caso positivo hasta ahora”, cuenta tan aliviado como agotado Mustafa Abou Atieh, director ejecutivo del Hospital Al Nidaa y rama médica de la Asociación Human Call, el único capaz de realizar operaciones quirúrgicas en el campo. Tan solo se cuentan seis casos entre los 220.000 palestinos que se calcula viven en Líbano y que junto al millón y medio de sirios lo han convertido en el país con mayor número de refugiados en proporción a su población. A las puertas han instalado una sala de aislamiento y una tienda para cribar a los pacientes con síntomas. Con el toque de queda impuesto en el país de nueve de la noche a cinco de la mañana, solo las dos ambulancias de Al Nidaa pueden atravesar en esa franja la puerta corrediza de metal que sella las dos entradas abiertas a civiles.
Los barrios del campo reproducen los nombres de los poblados de origen de sus refugiados en los territorios palestinos, la mayoría llegados de la costera Acre, los menos de Haifa. Sus gentes pululan por estrechas callejas de apenas un metro de ancho donde el techo de marañas de cables impide que llegue el sol o siquiera circule el aire. Las casas crecen hacia arriba por falta de espacio a lo ancho. Las casas crecen hacia arriba por falta de espacio a lo ancho. Dos niñas se columpian en un balancín encajado entre una mezquita y la calle que un señor alquila cada año en el mes de Ramadán. Temiendo una hecatombe en una población íntegramente dependiente de la Agencia de la ONU para los refugiados palestinos (Unrwa, por sus siglas en inglés), los diferentes actores enfrentados han pospuesto temporalmente sus trifulcas para confrontar el virus.
“Acabamos de reabrir las mezquitas, aunque solo celebramos dos rezos parciales diarios”, precisa en la de Al Nur el jeque Jamal Khatab, emir del Movimiento Yihadista Islámico y máximo líder religioso del campo. “Es en el mundo globalizado que disfruta de libertad de movimiento donde el virus se ha expandido muy rápidamente”, prosigue el jeque. “Aquí no ha sido fácil, pero hemos logrado consensuar medidas como desinfectar los vehículos y controlar a las personas en las cuatro entradas del campo”, acota. Este antaño contable de la ONU graduado por la prestigiosa Universidad Americana de Beirut sabe muy bien lo que es el confinamiento. Buscado por la justicia libanesa, no puede abandonar estos dos kilómetros cuadrados.
En tiempos de pandemia, el jeque dicta las medidas de prevención para la reapertura de las 16 mezquitas del campo y así calmar las presiones durante el Ramadán, mes de ayuno musulmán, tras mes y medio clausuradas. “Los fieles han de llevar sus propias alfombrillas, hacer la ablución en sus casas y mantener una distancia de metro y medio durante el rezo, así como llevar las mascarillas que distribuimos a la entrada”, acota el religioso.
Sin embargo, el cierre del mercado central de verduras por la covid-19 apenas se mantuvo una semana. Convertidos en mano de obra barata para el mercado laboral de la libanesa Sidón, los palestinos trabajan por jornada a cuenta de 25.000 libras (15 euros) diarias. A pesar de haber nacido y vivido toda su vida en Líbano, están excluidos de hasta 39 profesiones liberales por el código laboral libanés.
De ahí que los jóvenes inunden las fábricas y obras de construcción. “En Ein el Helwe acumulamos crisis desde que en 2019 el Ministerio de Trabajo lanzara la orden de regularizar a todos los trabajadores extranjeros”, explica Abou Atieh en el hospital al Nidaa. “Aquello provocó el cierre y despido de muchos palestinos a los que se les hacía la vista gorda”, agrega. Con una legislación sobre la base de los acuerdos de reciprocidad con terceros países, los palestinos en Líbano han quedado en un limbo al no tener Estado.
“¡No nos ha llegado ayuda alguna de la Unrwa, ni de los islamistas, ni de la OLP! Son todos unos ladrones”, espeta un vendedor enervado con la aprobación de los presentes. No cabe un alfiler entre las carretas cargadas con lechugas y tomates. Tan sólo una persona lleva guantes, ninguna mascarilla. “El kilo de carne cuesta hoy 25.000 libras libanesas, el doble que hace un mes”, protesta una clienta aprovechando la presencia de la extranjera en un lugar donde tan sólo se adentra un puñado de cooperantes al año. “¡El de tomates a 4.000 [2.5 euros]!”, prosigue impasible la mujer decidida a hacer inventario de todos los productos a su vista. Al igual que para su marido, forjador en una fábrica de Sidón, dos meses de caída libre del valor de la libra frente al dólar ha reducido el salario medio mensual de 500 euros a un tercio.
“Admito que debido a la falta de fondos, Unrwa lleva retraso en implementar el plan de ayuda y lamento profundamente los ataques injustificados contra nuestro personal en las últimas semanas”, se ha disculpado este jueves en un comunicado el director de la agencia en Líbano, Claudio Cordone.
La completa retirada de Estados Unidos como principal donante en 2019 por decisión de la Administración de Donald Trump ha supuesto una reducción en un tercio del presupuesto anual regional de 1.100 millones de euros. En paralelo, la guerra siria ha provocado un desvío de fondos internacionales de las ONG hacia los refugiados sirios en Líbano. “Las ayudas en metálico comenzarán a repartirse el próximo 14 de mayo”, ha precisado a este diario en un intercambio de correos electrónicos la portavoz Huda Samar. Las facciones de los campos han presionado para que las ayudas lleguen a todos los habitantes sin distinción.
“Se está creando una brecha socioeconómica enorme en el campo entre los que cobran en dólares como los funcionarios de la OLP y de la Unrwa [3.000 empleados palestinos] y los que cobran en libras libanesas como los grupos islamistas o trabajadores por horas”, señala Basam al Moqdad, enlace de la Asociación alemana Hijos de los Campos de Refugiados Palestinos de Líbano. Ante la falta de ayudas de los organismos, el empresario palestino Mansur Azam afincado en Berlín ha optado por recolectar ayudas entre los refugiados palestinos que viven en Alemania para distribuir este mes cerca de 4.000 cajas de alimentos a las familias más afectadas por la crisis en su oriunda Ein el Helwe.
Tierra de nadie
Refugio de varios cientos de fugitivos, son milicianos fuertemente armados los que patrullan esta tierra de nadie en un territorio donde las fuerzas del orden libanesas no tienen jurisdicción. En 2015 se creó un cuerpo de policía donde participan todas las facciones palestinas para mantener el orden y así evitar una guerra con el Ejército libanés a quien entregan a los criminales más recalcitrantes.
El emir Khatab es un mediador habitual de las guerras intestinas cuya última batalla se libró en el verano de 2019 con el asesinato del “nuevo líder islamista radical, de nombre Bilal al-Arqoub, que con fondos llegados de fuera intentaba reclutar jóvenes”, según cuentan fuentes de seguridad del campo. Desde entonces, cámaras de seguridad minan las zonas en las que lindan con la calle de abajo, controlada por el sector islamista, y la de arriba, coto de la OLP. Es en esas dos únicas calles asfaltadas donde pueden circular los coches, incluso de a dos si pliegan los retrovisores. Entre ambas, viven y mueren 75.000 almas.
A la brutal crisis económica que azota Líbano, aparejada con la ola de protestas antigubernamentales que estallaron el pasado mes de octubre, se suma la sanitaria que ha acabado por echar el cierre de los comercios libaneses, dejado a los palestinos sin jornal y lanzado a la mitad de los 4,5 millones de libaneses bajo el umbral de la pobreza. De superar la pandemia, las facciones temen la creciente inestabilidad social que surja por las dificultades para subsistir en los campos y fuera de ellos.