El Papa apuntala al primer ministro Conte
Francisco establece una insólita cercanía con el Gobierno italiano en los momentos de mayor dificultad en el país y en Europa
El pasado 12 de abril, el Papa entró en la basílica de San Pedro solo. Era Domingo de Pascua, la crisis del coronavirus ahogaba a Italia con 18.999 muertos y en Bruselas se libraba una batalla decisiva para decidir el mecanismo que marcaría a fuego la recuperación económica de los países del sur de Europa. Francisco pronunció su bendición urbi et orbi y, al poco, se metió de lleno en el debate político. El Papa pidió sin rodeos solidaridad a la Uni...
El pasado 12 de abril, el Papa entró en la basílica de San Pedro solo. Era Domingo de Pascua, la crisis del coronavirus ahogaba a Italia con 18.999 muertos y en Bruselas se libraba una batalla decisiva para decidir el mecanismo que marcaría a fuego la recuperación económica de los países del sur de Europa. Francisco pronunció su bendición urbi et orbi y, al poco, se metió de lleno en el debate político. El Papa pidió sin rodeos solidaridad a la Unión Europea para aliviar la deuda que martiriza los presupuestos de algunos países y soluciones “innovadoras”. Justo lo que reclamaba Italia esos días. “Los adjetivos se parecían mucho a los que había usado [el primer ministro, Giuseppe] Conte”, señala un viejo colaborador de Francisco. En el palacio Chigi aplaudieron como un gol del equipo local y los asesores de comunicación corrieron a hacer notar vía WhatsApp la importancia de lo sucedido. No fue la última vez que Francisco apuntalaría a Conte durante esta pandemia.
La sintonía entre el Vaticano y el palacio Chigi, congelada en los últimos años, volvió a cristalizar el 30 de marzo, en el momento álgido de la crisis del coronavirus en Italia. El Papa recibió al primer ministro y hablaron durante más de 45 minutos. Se centraron en el impacto de la crisis sobre los más desfavorecidos, tema preferido del Papa. Pero esos días se libraba un pulso internacional y doméstico en torno a los coronabonos, donde la oposición cuestionaba de forma martilleante sus decisiones. Unos días antes, el Papa, en su misa matinal en la residencia de Santa Marta, había invitado a rezar por “gobernantes que deben tomar decisiones sobre algunas medidas”. “Que se sientan acompañados”, pidió en el primer claro espaldarazo al Ejecutivo. Los motivos y la relación van más allá.
La política italiana, en pleno asedio internacional al Papa de los sectores ultra de la derecha mundial, es hoy también un dique para el Vaticano. “Francisco cree que ahora mismo es Conte o los lobos del soberanismo. Si la crisis arrastra al primer ministro, las fuerzas de ultraderecha tendrán su oportunidad”, apunta un obispo con mando en un dicasterio vaticano. Un problema que trasciende con creces la frontera italiana. El líder de Vox, Santiago Abascal, llamó al Papa esta semana “ciudadano Bergoglio” para desautorizar su opinión sobre una posible renta universal. Y a escala europea sucede igual. “La postura no es nueva del todo, la línea política de la Santa Sede siempre ha estado más cerca de los países del sur”, insiste este prelado.
El Papa y Conte —que nunca ha ocultado su devoción por el Padre Pío— no se habían visto personalmente desde el funeral del cardenal Achille Silvestrini el 30 de agosto. No es tan habitual que un pontífice y un primer ministro coincidan en unas exequias. El cardenal, uno de los grandes modernizadores de la diplomacia vaticana, mentor del actual secretario de Estado, Pietro Parolin, era una ágil y clara bisagra entre dos mundos. Pero Silvestrini fue también el presidente de Villa Nazareth, una residencia de estudiantes católica para formar jóvenes talentos, a menudo, procedentes de familias con menos posibilidades. De aquí han salido parte de los cuadros dirigentes del país. Incluido el propio Conte, procedente de una familia humilde de un diminuto pueblo de la Apulia, en el sur.
Villa Nazareth, que actualmente preside Pietro Parolin, con quien estableció una buena relación en aquellos años, fue la primera tarjeta de visita del premier con la actual Secretaría de Estado del Vaticano (la sala de mandos política de la Santa Sede). Un canal que le ha permitido convertirse en una referencia de la Santa Sede cuando faltan políticos en Italia capaces de calibrar las sensibilidades vaticanas. Una relación de cercanía que no se veía, coinciden todos los consultados, desde los tiempos de la Democracia Cristiana y Giulio Andreotti. No existió con los primeros ministros Matteo Renzi ni con Silvio Berlusconi. Pero ni siquiera fue tan fluida con Romano Prodi, que se definió como “un católico adulto” antes de que el cardenal Ruini —que le había casado años antes— le plantase cara por la ley de fecundación asistida.
El vínculo, y una agenda ideológica compartida, permitieron a Conte salir airoso también hace una semana del último incendio. El pasado domingo, se presentó ante los italianos para dar cuenta del plan de desconfinamiento. Tres fases detalladas en las que citó bares, teatros, museos, peluquerías, pero se olvidó de dar una respuesta concreta para las misas. “Fue un error”, admiten ahora en el palacio Chigi. Un minuto después de terminar la rueda de prensa, la Conferencia Episcopal Italiana (CEI) lanzó un comunicado durísimo acusándole de violar la libertad de culto y abriendo un choque frontal. “El más duro en la historia de la República. No es comparable ni con las épocas del aborto o el divorcio, donde la decisión se tomó en el Parlamento”, apunta el historiador Roberto Pertici, experto en las relaciones entre el Estado y la Iglesia.
La CEI se sintió engañada. Llevaba semanas negociando con la ministra del Interior, Luciana Lamorgese, un protocolo para reabrir las iglesias de forma segura. La sensación general era que se anunciarían resultados favorables. “La intervención de Conte sentó como un tiro. Esperaban algo más”, señala una persona que despacha a diario con el presidente de los obispos italianos, Gualtiero Bassetti. El furibundo comunicado dejó noqueado a Conte: si retrocedía, quedaría como un títere de la Iglesia. Si seguía adelante, se arriesgaba a propagar el fuego. Hubo una llamada al otro lado del Tíber. Llegó el salvavidas.
El lunes a primera hora, cuando los periódicos ni habían llegado a los quioscos, el Papa desactivó el problema en su homilía: “En este tiempo, cuando empezamos a tener disposiciones para salir de la cuarentena, le pedimos al Señor que le dé a su pueblo la gracia de la prudencia y la obediencia a las disposiciones, para que la pandemia no vuelva”. La consigna: cerrar filas en torno a las decisiones de Conte. Al menos públicamente. Las palabras del Papa aliviaban la presión sobre el primer ministro. Pero desautorizaron inevitablemente y desconcertaron a los obispos. “Lo importante es que se está rectificando el tema de la misa”, señalan fuentes de dicha organización. Con el pararrayos del Papa, Conte pudo dar marcha atrás cómodamente y revisar su decisión. El calendario para la celebración de misas, nadie lo duda ya, se revisará positivamente.
Mattarella, el tercer vértice
El presidente de la República, Sergio Mattarella, es el tercer vértice de un triángulo político católico que pasa por el Vaticano, el palacio Chigi y el Quirinal. Último gran exponente del ala izquierda de la Democracia Cristiana siciliana, tiene una gran relación con el papa Francisco y ayuda también a desatascar algunas situaciones políticas con impacto en el mundo católico. El domingo pasado, de hecho, Mattarella medió también en el conflicto con la Conferencia Episcopal Italiana.
El presidente llamó a Giuseppe Conte después de su rueda de prensa para sugerirle, a su elegante y sutil manera, que se produjeran algunas modificaciones en el decreto que permitirá el desconfinamiento y que no contemplaba la apertura de las iglesias para volver a celebrar misa. “Sugirió algunos cambios para acercarlo a los fieles”, señala un alto funcionario conocedor del contenido de esa llamada.
La relación de Mattarella con el papa Francisco es excelente, explican desde ambas partes. Comparten un frente ideológico común contra las corrientes soberanistas y la ultraderecha. Pero no es una novedad que los presidentes de la República mantengan una sintonía de ese tipo. De hecho, Giorgio Napolitano, en las antípodas ideológicas y no creyente, la tuvo también con Benedicto XVI o Carlo Azeglio Ciampi con Juan Pablo II y el propio Ratzinger.
El palacio del Quirinal, actual residencia del jefe del Estado italiano, lo fue también durante siglos de 30 papas (desde Gregorio XIII a Pio IX). Un elemento simbólico que quizá ha ayudado a unir dos mundos que comparten un método silencioso, pero muy efectivo, para ejercer su influencia.