El ISIS encuentra su Tora Bora
Miembros del grupo terrorista se ocultan en cuevas de zonas montañosas desde donde lanzan ataques como ya hiciera antes Al Qaeda
Seth J. Frantzman viajó en septiembre del pasado año a esa zona de Irak, tierra de casi nadie, que hace de frontera no oficial entre las milicias kurdas (peshmergas) y las fuerzas iraquíes, en el noreste del país. Este analista norteamericano residente en Jerusalén, experto en seguridad y autor del libro Después del ISIS, patrullaba el día 19 de aquel mes con los peshmergas por el monte Qarachogh, al oeste de Erbil, cuando vio con unos prismáticos lo siguiente: una forma se apareció a lo lejos, moviéndose, seguida de otra, y de otra… Hombres que salían de cuevas par...
Seth J. Frantzman viajó en septiembre del pasado año a esa zona de Irak, tierra de casi nadie, que hace de frontera no oficial entre las milicias kurdas (peshmergas) y las fuerzas iraquíes, en el noreste del país. Este analista norteamericano residente en Jerusalén, experto en seguridad y autor del libro Después del ISIS, patrullaba el día 19 de aquel mes con los peshmergas por el monte Qarachogh, al oeste de Erbil, cuando vio con unos prismáticos lo siguiente: una forma se apareció a lo lejos, moviéndose, seguida de otra, y de otra… Hombres que salían de cuevas para lavar los platos. “Fue surrealista verlos allí”, narró Frantzman en una red social con una foto de la escena que comparte ahora en un intercambio de mensajes con EL PAÍS. Eran miembros del ISIS campando a sus anchas. Ni los kurdos alcanzaban a tirotearles ni los iraquíes respondieron a las comunicaciones. Surrealista.
No muy lejos de allí, el pasado 8 de marzo, dos marines estadounidenses perdieron la vida en una operación contra parte de lo que queda del ISIS. Trataban de asegurar precisamente una zona de cuevas abiertas en las paredes de las montañas ubicadas junto a la localidad de Makhmur, uno de los escondrijos donde el grupo yihadista sirio-iraquí ha levantado su base subterránea de operaciones. Una suerte de aquella Tora Bora afgana en la que se ocultó Al Qaeda tras el 11-S.
No son, sin embargo, montañas tan lejanas. La localidad de Makhmur, en las faldas de este terreno alzado, pedregoso y de no mucha vegetación, se sitúa a unos 80 kilómetros al sur de Mosul, la que fuera capital del califato en Irak, arrebatada a los yihadistas en septiembre de 2017, y a otros 60 kilómetros al oeste de Erbil, principal ciudad del Kurdistán iraquí. A un tiro de piedra, aunque en estos terrenos y en tiempos de guerra, los kilómetros se hacen muy largos. Fue allí donde también se parapetaron miembros de Al Qaeda en Irak cuando EE UU y las milicias chiíes les empezaron a ganar la partida tras la caída de Sadam Husein.
“Desde los lugares que controlan”, dice el coronel y analista José Ignacio Torres, en un capítulo del informe Panorama geopolíticos de los conflictos 2019, elaborado para el Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE), “se dedican a hostigar a las fuerzas de seguridad y a las milicias iraquíes con inusitada violencia, al tiempo que aprovechan las horas nocturnas o las zonas a las que no llega la acción del Gobierno para cobrarse venganza contra aquellos jefes tribales que consideran traidores, asesinándoles delante de sus propios pueblos”. El coronel Torres sitúa en el mapa otras zonas de operaciones de los yihadistas, en esa misma franja al noroeste de Bagdad: las ciudades de Hawija y Tal Afar, al sur y oeste de Mosul, respectivamente, y las montañas de Hamrin, Badush, Zummar y Rabia. Todas tienen un denominador común, sierras montañosas donde encontrar refugio y almacenar armamento, y el río Tigris a dos pasos, buena fuente de cobijo y provisiones.
No hay experto que siga la estela del ISIS que crea a estas alturas que el grupo ha desaparecido. Hace más de dos años que perdieron Mosul, desde donde Abubaker al Bagdadi, hoy muerto, fue proclamado califa, y apenas un año de su derrota en Baguz, el último enclave que controlaban en la franja oriental siria. Las cifras de hombres aún en sus filas bailan, según la fuente, pero haberlos haylos dispuestos a atacar, reorganizados en células, sobre todo en la antigua Mesopotamia.
La última estimación del Pentágono habla de entre 14.000 y 18.000 combatientes en Siria e Irak —más de los que EE UU calculó cuando inició sus bombardeos en 2014—; el primer ministro kurdo, Masrour Barzani, elevó ese número recientemente para The Atlantic hasta los 20.000; uno de los expertos iraquíes en seguridad más citados, Hisham al Hashemi, cifró para el diario Asharq Al-Awsat en unos 3.500-4.000 hombres solo en Irak, distribuidos en 11 posiciones entre el norte y oeste del país.
Unos de esos yihadistas, hoy comandados por el iraquí Haji Abdullah, fueron los que acabaron con la vida de dos marines estadounidenses de un operativo de fuerzas especiales el pasado 8 de marzo, el capitán Moises A. Navas y el sargento Diego D. Pongo. La versión que ha trascendido en la prensa norteamericana describe una misión conjunta entre estos marines y fuerzas antiterroristas iraquíes en las montañas de Makhmur, apoyados de aviación. Según el mando central norteamericano, que suele describir Makhmur en sus comunicados como la zona donde el ISIS se está “reagrupando y reestructurando”, los dos marines estaban “acompañando y asesorando” a las fuerzas iraquíes. Se desconoce cómo murieron, pero sí que llevó horas conseguir sacarles desde lo más hondo de una grieta por la que cayeron en la batalla.