El hartazgo estalla en Lesbos
La solidaridad que unió a la isla griega en la acogida de refugiados en 2015 desemboca en una creciente frustración y enfado entre los vecinos por la mala gestión política de Atenas y la UE
Hasta hace tres meses, alrededor del taller mecánico donde trabaja Thanasis, de 25 años, solo había olivos. Ahora, el camino de tierra que conduce hasta la pequeña nave donde arregla coches discurre junto a un hediondo riachuelo que rebosa de botellas de plástico vacías y bolsas de basura. Los niños juegan descalzos entre los charcos, de los árboles cuelga ropa tendida y se suceden las tiendas de campaña elevadas sobre palés y cubiertas por lonas blancas en las que malviven 20.000 personas llegadas de Afganistán, Siria, Congo. ...
Hasta hace tres meses, alrededor del taller mecánico donde trabaja Thanasis, de 25 años, solo había olivos. Ahora, el camino de tierra que conduce hasta la pequeña nave donde arregla coches discurre junto a un hediondo riachuelo que rebosa de botellas de plástico vacías y bolsas de basura. Los niños juegan descalzos entre los charcos, de los árboles cuelga ropa tendida y se suceden las tiendas de campaña elevadas sobre palés y cubiertas por lonas blancas en las que malviven 20.000 personas llegadas de Afganistán, Siria, Congo. El mayor campo de refugiados de Europa se ha expandido con rapidez y el taller ha quedado dentro de sus nuevos límites. “A la gente le da miedo venir aquí, a los clientes”, dice. “Los refugiados talan nuestros árboles para calentarse, a veces tiran piedras o rayan los coches”, afirma. “Tenemos muchos problemas con ellos, el Gobierno tiene que encontrar una solución”.
Frente al campo, a apenas dos kilómetros, está el pueblo que le da nombre, Moria. Es un somnoliento lugar lleno de cuestas y callejones con dos bares donde cuatro jubilados toman café en una terraza. De aquí es Yannis, un agricultor de 38 años que hace cuatro meses decidió mudarse a la cercana Mitilene, la capital de la isla griega de Lesbos. Lo hizo después de haber sufrido seis robos en su casa, que está algo apartada. “Por suerte, siempre lo hicieron cuando yo no estaba. Pero por las noches tenía miedo”. Yannis cuenta que hace poco, a su vecina le mataron tres ovejas para comérselas. A su hermano, que tiene un taller, le han robado herramientas y bombonas de butano. Asegura que en todos los casos puso denuncia.
El hartazgo por este tipo de incidentes, y la sensación de que el Gobierno y la UE les han dejado solos en la acogida de refugiados, lleva años creciendo. Lesbos, situada frente a la costa turca, está en la frontera de la UE que más llegadas irregulares por mar registró el año pasado. Quienes cruzan desde la otra orilla quedan atrapados en la isla mientras se tramitan sus solicitudes de asilo. No pueden continuar su viaje hacia otros países europeos porque si se van, pierden sus derechos y pueden ser deportados. Tienen que malvivir hacinados durante meses o años en el campo de refugiados de Moria, donde un tercio son niños, haciendo colas de horas para comer y para ir al baño. Ahora este lugar de miseria y desesperanza es ya el segundo núcleo más poblado de la isla, solo por detrás de la cercana Mitilene, de unos 30.000 habitantes. La situación dentro del campo es explosiva. Fuera, también.
La semana pasada, dos días después de que Turquía dejara de controlar la frontera con Grecia, hubo grupos de isleños, entre los que había fascistas, que bloquearon todos los accesos al campo de Moria. No querían que ninguno de los recién llegados se quedara en Lesbos. En un ambiente muy tenso, aprovecharon el enfado de la población local, que ve cómo la promesa de trasladar a otras zonas del país a una parte de los solicitantes de asilo no se cumple, para atacar a refugiados y a miembros de ONG en varios puntos de la isla, y también a periodistas. Se han dedicado a hacer cosas como quemar un centro de primera acogida en desuso junto a la playa y a hostigar barcas con refugiados para que no puedan llegar a tierra. Ha habido golpes, insultos, amenazas y coches destrozados, sin que la policía haya hecho gran cosa por frenarlo. Varias organizaciones suspendieron su actividad por miedo a agresiones.
La misma isla que entre 2015 y 2016 recibió con los brazos abiertos a más de un millón de sirios que huía de la guerra de camino a Europa, pareció cerrarse sobre sí misma durante cuatro días. Ahora, 72 horas después, los violentos de extrema derecha no están tan activos. Pero el discurso de hostilidad hacia los refugiados y hacia quienes les ayudan no se ha desvanecido. Se ha radicalizado la distancia entre quienes dicen que la isla no puede soportar la llegada de nadie más y aplauden el cierre total de fronteras de Grecia, y quienes asumen que la migración es un hecho, el asilo un derecho, y que deben ser gestionados sin sobrecargar a la población local.
En el campo de refugiados, la convulsión de la isla se veía el jueves con inquietud. Un chico sirio de 22 años, Ahmed, muestra dos brechas en la cabeza, una a cada lado. El domingo pasado fue agredido por un grupo de hombres que montaban guardia con palos y piedras en la carretera que lleva al campo. Se despertó en el hospital. “Aquí hay fascistas, pero también gente que nos ayuda”, dice junto a su tienda en medio de un barrizal. Junto a un hilo de agua sucia, unos niños afganos tratan de hacer volar una cometa hecha con papel de aluminio y palitos. Mohamed, un kurdo de la zona de Afrin, en Siria, dice que todavía tiene miedo de bajar a la ciudad. “Mi mujer está embarazada y me asusta que nos puedan atacar”, explica. “Antes [de las agresiones] iba muy tranquilo, pero ahora no”.
Conforme la situación se ha ido calmando, los refugiados han regresado al paseo marítimo de Mitilene donde, junto a patrulleras de la guardia costera griega e italiana, se les ve caminar o coger el autobús que los lleva al campo. Pero bajo esa apariencia de normalidad, la retórica que emplean varios entrevistados de forma aleatoria en la ciudad es hostil. En una de las tabernas de la plaza principal, cuatro hombres mayores toman café en silencio. Las vitrinas están llenas de botellas de anís típico de la isla y la tele muestra sin parar imágenes de refugiados en la frontera terrestre, junto al río Evros. Al principio nadie quiere hablar. Al poco, todos están gritando, aunque no dan su nombre. “Antes había 2.000 personas en Moria, no puede ser que ahora haya 20.000”, dice un hombre con gorra. “Al principio, todos los ayudábamos, porque venían de la guerra”, dice la camarera. “Sabemos que el campo no es un lugar para vivir, y me da pena, porque no tienen la culpa de la situación, pero la gente está muy enfadada”. Antes de irse, uno dice: “Nuestra opinión no importa. El Gobierno hace lo que le dice Europa”. Durante 20 minutos acusan a los refugiados de todo tipo de cosas, mezclando xenofobia con noticias falsas.
Cerca de allí, la dependienta de una tienda de cosmética, Katerina, de 25 años, dice que debido a la presencia de los refugiados ya no reconoce su isla. Comparte una de las ideas extendidas en la calle que coincide con el discurso del Ejecutivo de derechas de Kyriakos Mitsotakis: quienes están en el campo de Moria son inmigrantes ilegales que no huyen de nada, aunque el hecho es que los países de los que procede la mayoría están en conflicto. Más adelante, en la principal vía comercial, un estudiante de Antropología de 20 años, Giorgos, explica que los servicios están saturados y no hay infraestructuras suficientes. Su compañera Emmanuela, de 18, apunta que “este es un problema europeo, no solo de los países mediterráneos”.
El agotamiento de la gente de Lesbos respecto a una situación que sienten que les sobrepasa lleva años creciendo. Pero hace 10 días el cansancio se convirtió en rebelión. Fue cuando se enteraron de que el Gobierno había enviado un barco desde Atenas con decenas de antidisturbios, un chorro de agua para dispersar y máquinas excavadoras. El objetivo: empezar a construir un centro de detención de migrantes pese al rechazo frontal de los isleños, que habían hecho huelga y salido a la calle a protestar contra la decisión. En eso están unidos, no quieren que la isla se convierta en una cárcel, y se resisten a que les impongan un centro cerrado que creen que volverá a estar saturado y perpetuará la situación.
Días antes de la llegada del barco, se organizaron asambleas en el pueblo de Mantamados, el más cercano al lugar donde se quería instalar el centro, en el norte de la isla, y en otros de los alrededores. “No sabíamos a qué puerto iban a llegar ni cuándo”, explica Kostas Ziamparas, un pintor de 53 años que se dedica a restaurar iconos y que vive allí. “Apagaron el GPS para que no se pudiera rastrear su trayectoria, así que la gente ocupó los tres puertos de la isla haciendo guardias”, explica. Él estaba en la barricada que habían levantado los vecinos cruzando un camión en la carretera y dos excavadoras. Eran un millar de personas intentando parar a los antidisturbios. “No nos dio tiempo a hacer nada. En cuanto llegaron echaron gases lacrimógenos y granadas aturdidoras. La gente salió corriendo”, cuenta. “Pero al día siguiente subió más gente desde otros puntos de la isla, con grupos que sí sabía enfrentarse a la policía. Yo ese día no fui, pero hubo una batalla campal con incendios entre los arbustos”. Al día siguiente, una huelga convocada por las autoridades locales paró la isla. Al final, hubo decenas heridos leves, la mayoría agentes, y la creación del centro ha quedado en suspenso.
En los últimos días las voces que más se oyen en la isla no son las de quienes, como Kostas Ziamparas, creen que debe mantenerse la solidaridad con los refugiados. Aunque en este momento no sean las más visibles, asegura que “hay mucha gente en la isla que lo único que quiere es que no sean tan numerosos. No están contra ellos, sino contra la gestión política”, dice junto a su mesa de trabajo, dentro del castillo otomano que se alza sobre el mar. “Siempre ha habido migración y no va a parar. Los que llegan deben ser repartidos por todo el país y no se les puede encerrar. Algunos podrán quedarse aquí e integrarse”. Para Evangelis Bekidtis, de 28 años, que estudió historia y está en paro, el clima de solidaridad que unió a la isla en 2015 “ha cambiado, aunque no por parte de la mayoría”. “La gente está muy decepcionada por la gestión de la situación y se ha vuelto más conservadora, pero hemos de seguir siendo humanitarios”, afirma.
En pueblos pequeños donde muchos vecinos se sienten amenazados, como ocurre en Moria, es complicado no apoyar a la opción mayoritaria. Lo es para Yannis, que sigue yendo con frecuencia al pueblo, donde tiene familia y amigos. Cuenta que desde hace un mes, decenas de sus antiguos vecinos, con un amplio apoyo del millar de habitantes de la localidad, se juntan todos los días en la carretera de entrada para evitar el paso de refugiados o de miembros de ONG. Algunas de las agresiones que se produjeron en los tres días posteriores a que Turquía abriera la frontera hace una semana y disparara la tensión ocurrieron en controles de este tipo, solo que los de esos días brotaron en diferentes lugares, con gente de varios municipios y se han disuelto. En el acceso inmediato a Moria llevan haciéndolos desde hace un mes. “Yo estoy en contra”, dice Yannis. “La violencia que ha habido me parece muy triste, me preocupa. Estamos como en guerra”, añade. “Hacer esos bloqueos no sirve para nada e ir contra las ONG es absurdo porque hacen un trabajo muy útil”, dice. Pero admite que en el pueblo no ha expresado esta opinión, siente que le miran mal.
Ayer por la mañana, alrededor de un centenar de personas acudieron a una concentración convocada por una plataforma antifascista que rechaza, como la mayoría de isleños, la creación de un centro cerrado. Fue en la plaza donde pasan las cosas en Mitilene, la de Safo, frente al mar. Con la música de fondo de un coro en el que participan refugiados, estaban allí congregados “contra el miedo y la vergüenza”, en relación a los episodios violentos. Una de las asistentes era María, de 33 años y empleada en una ONG. Días antes recordaba en un café que, como muchos isleños, ella desciende de refugiados. De quienes, como su abuelo cuando era niño, llegaron a la isla en 1922 huyendo de la persecución contra los griegos de Esmirna. Muchos de ellos se establecieron en la misma zona donde estos días los violentos han puesto controles para evitar que los refugiados fueran al campo de Moria. Flora Antonopoulou, de 49 años, cree que mucha gente se ha radicalizado porque la situación en Lesbos “ha llegado a un callejón sin salida”, dice. “Están asustados, cansados y no ven que haya planes ni soluciones, pero eso no es lo que somos la gente de Lesbos”.
Incendio en un centro de día para refugiados
Un incendio destruyó anoche, por causas aún desconocidas, el centro de día para refugiados One happy family, que alberga una escuela infantil, sin que hubiera heridos. El fuego se produce después de una semana en la que ha habido numerosas persecuciones y agresiones en Lesbos a refugiados y a miembros de ONG por parte de grupos de isleños que actuaban con otros de extrema derecha. La presión sobre los trabajadores humanitarios ha llevado a varias organizaciones a suspender su actividad durante unos días por miedo a sufrir ataques y están reuniendo denuncias para presentarlas juntas. Uno de los afectados es Javier Ruiz, coordinador de la ONG vasca Zaporeak. Iba con varios compañeros y volvían de dar la comida para 2.000 personas cuando se toparon con un piquete de unas 200 personas. “Se abalanzaron sobre la furgoneta, golpearon los cristales, abrieron las puertas, intentaron sacarnos del coche, nos pidieron los documentos y el móvil. Nos gritaban como energúmenos ¡Fuera! ¡Volved a vuestra casa!”. El vehículo quedó destrozado y los compañeros que iban detrás fueron agredidos. “Sacaron a dos personas del coche y las tiraron al suelo, les dieron patadas y los golpearon”.
Esa hostilidad tuvo una primera consecuencia penal el viernes, cuando en un juicio rápido fueron condenados a tres meses de prisión en suspenso dos vecinos de Lesbos por amenazar a una reconocida activista de la isla, Efi Latsoudi, responsable la ONG Lesbos Solidarity, que gestiona el campo de refugiados Pikpa.