No pregunte si una mujer puede llegar a la Casa Blanca
Las primarias con más candidatas de la historia se han traducido en un fracaso para ellas que agita el debate sobre el sexismo. Estereotipos y profecías autocumplidas influyen en las urnas
Elizabeth Warren parecía una candidata a temer en las primarias demócratas de Estados Unidos. Su currículum era sólido -profesora de Derecho en Harvard especialista en bancarrotas y creadora de la agencia de protección del consumidor financiero de la Administración de Obama tras la debacle financiera- y su trayectoria política conocida -aterrizó como senadora Washington tras la Gran Recesión y se convirtió en el referente progresista del partido demócrata, voz de la conciencia de los excesos del capitalismo-. Tenía u...
Elizabeth Warren parecía una candidata a temer en las primarias demócratas de Estados Unidos. Su currículum era sólido -profesora de Derecho en Harvard especialista en bancarrotas y creadora de la agencia de protección del consumidor financiero de la Administración de Obama tras la debacle financiera- y su trayectoria política conocida -aterrizó como senadora Washington tras la Gran Recesión y se convirtió en el referente progresista del partido demócrata, voz de la conciencia de los excesos del capitalismo-. Tenía una buena historia personal, esa condición que parece indispensable para un aspirante la Casa Blanca: hija de una familia obrera de Oklahoma que casi lo pierde todo, luego madre joven que deja los estudios, pero vuelve a la universidad al tiempo que trabaja y llega a lo más alto. Armó un programa político lleno de planes concretos. Era electrizante en los mítines, lúcida en los debates, tenía sentido del humor en las entrevistas y una retórica impecable. Llegó a los primeros puestos de las encuestas. Luego, en las urnas, fracasó estrepitosamente.
Por no ganar, Warren no ha ganado ni en el Estado al que representa, Massachusetts. Nada de su perfil garantiza ganar unas elecciones presidenciales o primarias, pero lo que nadie esperaba es que la senadora no lograse ningún éxito en ninguna de las votaciones que comenzaron el 3 de febrero. A posteriori, cunden los análisis forenses. Competir en el flanco izquierdista contra un candidato de culto personal y popularidad como Bernie Sanders, que lanzaba además su segunda campaña, parece su mayor problema. En cualquier caso, cuando anunció su retirada el jueves, otra pregunta se coló en todos los debates y análisis: qué ocurre con las mujeres.
Ninguna de las que se presentó a esta carrera -las senadoras Amy Klobuchar, Kamala Harris y Kirsten Gillibrand, la autora de autoayuda Marianne Williamson y la congresista Tulsi Gabbard, única que se mantiene en las urnas- ha logrado ningún resultado relevante. Harris, exfiscal general de California, habló con amargura tras el adiós de Warren. “Este proceso electoral plantea preguntas muy legítimas sobre los retos a los que se enfrenta una mujer que se presenta a la presidencia de Estados Unidos”, dijo en un grupo de periodistas en los pasillos del Congreso. Le preguntaron a qué se refería. “Miren lo que ha pasado. No hay mujeres. De Elizabeth Warren a Amy Klobuchar, pasando por Kirsten Gillibrand… Tenemos increíbles líderes, con unas credenciales probadas en Gobierno local, estatal, federal…”.
Estas primarias han dejado ya escrita una fenomenal paradoja: en la era de mayor diversidad en la política estadounidense, con un número sin precedentes de mujeres dispuestas a luchar por la Casa Blanca, la carrera ha acabado en un duelo entre dos hombres blancos de 78 y 77 años, respectivamente, Joe Biden y Bernie Sanders.
(Que nadie los acuse de boomers que acaparan el poder, ambos pertenecen a la generación anterior al baby boom, la nacida durante la Segunda Guerra Mundial).
Hubo más de 20 aspirantes, de distintas razas, orígenes y edad, pero los votantes han hablado y han elegido a sus favoritos. Resulta complicado calibrar hasta qué punto el sexismo -consciente o inconsciente- ha afectado a este desenlace, pero de lo que sí hay datos es de cómo en general el votante sí se ve afectado por los estereotipos de género.
Una mujer con hambre de poder resulta socialmente más antipática que un hombre con la misma ambición. Ese doble rasero, que se ha analizado frecuencia en el mundo de la empresa, también ha quedado reflejado en estudios como el que hizo la Universidad de Yale en 2010. Victoria Brescoll y Tyler Okimoto expusieron a los participantes las biografías de dos senadores ficticios (un hombre y una mujer) con la misma cualificación y les preguntaron, por una parte, cuánto deseo de poder y estatus percibían en ellos y, por otra parte, a quién votarían. Tanto las mujeres como hombres preguntados tendían a votar menos a la senadora si la consideraban muy ambiciosa, pero sí lo hacían si veían muy ambicioso al senador. Cuando se les preguntaba por qué la búsqueda de poder resultaba negativo en la senadora, se toparon con que esa actitud no encajaba con el perfil de calidez, cuidados y preocupación por los demás que se atribuye a las mujeres.
Durante la campaña, la senadora Klobuchar se quejó de que los estándares exigidos en política son más elevados para ellas y puso como ejemplo el espectacular ascenso de Pete Buttigieg, un hombre de 38 años sin más experiencia que la alcaldía de una ciudad de 100.000 habitantes en Indiana (South Bend). “¿Nosotras podríamos presentarnos [a la presidencia de EE UU] con menos experiencia de la que tenemos? No lo creo”, dijo. “Cualquier mujer ahí fuera sabe de lo que hablo. Nosotras tenemos que trabajar más duro y es un hecho”, apuntó también.
La crítica de Klobuchar tiene una base. El Centro para Mujeres y Política Americana de la Universidad de Rutgers ha estudiado que, cuando ellas se presentan, tienen tantas probabilidad de éxito como ellos, pero se presentan menos y, las que lo hacen, suelen tener más galones. Un estudio publicado en Fivethirtyeight analizó las victorias de las legislativas de 2018 -marcadas por una ola de candidaturas femeninas sin precedentes- y evidenció la brecha de experiencia entre ellas y ellos, con excepciones como el fenómeno de la congresista neoyorquina Alexandria Ocasio-Cortez (ganó con 28 años, meses después de dejar su trabajo de camarera en una taquería). El 80% de las mujeres que se presentaron al Senado había ejercido un cargo público previamente, frente al 22% de los hombres. Y el 56% de las aspirantes de gobernadoras había tenido otro cargo público previo, frente al 37% de los hombres.
Tras la retirada de Warren, también preguntaron a la veterana demócrata Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes y tercera autoridad de la nación, si Estados Unidos estaba preparada para una mujer presidenta. “Por supuesto que sí”, recalcó, aunque admitió que aún había un grado de “misoginia” hacia las mujeres políticas. ¿Una mujer podría ganar de Trump?, le insistieron. “Sí, cualquiera puede”.
Esta campaña de primarias es distinta de la de 2016. Las actuales candidatas, aunque probablemente pueden dar buenos ejemplos de doble rasero, no han recibido el tratamiento de Hillary Clinton. Las acusaciones de gritona y autoritaria que solía recibir chocaban especialmente cuando el rival a quien tenía enfrente era ni más ni menos que Bernie Sanders. Y este -que aunque parezca increíble también le reprochó una vez los gritos- tuvo que salir en defensa de la exsecretaria de Estado ante el giro machista que adquirían las críticas de sus seguidores. Entre una batalla y otra ha pasado toda una ola feminista y Me Too que, sin erradicar ciertas inercias, sí ha cambiado actitudes en analistas, comentaristas y entrevistadores. Pero esa misma mayor conciencia del sexismo contaminante también ha calado en los temores de los votantes y provocado el peligro de una profecía autocumplida: si el elector demócrata cree que una candidata tiene menos opciones que un candidato de derrotar a Donald Trump puede optar por el varón, por seguridad.
En febrero, en un mitin de Warren en New Hampshire, Paul Rauch, un veterano de guerra de 72 años, explicaba que pensaba votar a Klobuchar, pero quería escuchar también a la senadora de Massachusetts para acabar de decidirse. “Para mí no tiene ningún impacto que sea mujer, ¡la mitad de la población lo es!”, respondió a este periódico. ¿Y cree que pasa igual con el resto de votantes? “Desgraciadamente, no”. En el mismo acto, Michaela Gaziano, una estudiante de posgrado de 28 años, replicaba así: “Es horrible el mismo hecho de que nos estemos haciendo esta pregunta. Es un factor, pero debemos esperar más de Estados Unidos”.
Una encuesta de Ipsos de junio de 2019 señalaba que el 74% de los demócratas e independientes se sentían cómodos con una mujer como presidenta (un 12% de hombres y un 10% de mujeres admitían abiertamente que no), pero el 33% consideraba que para sus vecinos sí resultaría más problemático.
En verano, la firma de investigación Avalanche Strategy llevó a cabo un estudio revelador: preguntó a los encuestados a qué aspirante demócrata votarían si las primarias se celebrasen ese mismo día. Salió Joe Biden como primera opción, Bernie Sanders como segunda y Elizabeth Warren como tercera. Acto seguido, preguntaron a quién querrían ver en la Casa Blanca si, por arte de magia, sin presidenciales de por medio, pudiesen colocar a cualquiera de los precandidatos: entonces eligieron a Elizabeth Warren.
La elegibilidad, es decir, capacidad o probabilidad de salir elegido, de captar a un público amplio, es un concepto muy escurridizo. Es una cualidad que no habita en el candidato, sino en la percepción del votante. Hace cuatro años, Donald Trump parecía tan poco elegible que circulaban teorías conspiratorias según las cuales era un aliado demócrata encubierto para torpedear a los republicanos. Hoy, en cambio, parece un presidente difícil de apear de la Casa Blanca. Barack Obama, cuando se presentó a las primarias de 2008, también parecía tenerlo cuesta arriba -un afroamericano llamado Barack Hussein Obama- y a medida que fue ganando primarias a Hillary Clinton, empezó a parecer más presidenciable. Hasta Ronald Reagan resultó en su día una osadía, una ocurrencia. El expresidente Gerald Ford tenía tan claro que el famoso actor de Hollywood no podía ganar que pidió públicamente a otros republicanos que diesen un paso al frente y se presentasen para no echar por la borda la elección.
En las elecciones presidenciales, en las que la lealtad a un partido y unas políticas generales desempeñan un papel mucho más importante los prejuicios sobre sesgo de género, la raza o la orientación sexual resultan menos importantes que cuando un demócrata tiene un abanico de 20 nombres del mismo partido. Hillary Clinton superó a Trump en casi tres millones de votos.
Este jueves en su despedida, Elizabeth Warren evitó pronunciarse sobre el sexismo. Si lo señalaba, dijo, la acusarían de “quejica”. Si lo rechazaba, le dirían que “en qué mundo vive”. Sí dejó enviado su mensaje: “Cuando las cosas se pongan duras, y se ponen duras, solo tienes una opción: debes persistir”.