Deportada de Turquía acusada de ser un riesgo para la seguridad pública

La periodista de EL PAÍS pasó 17 horas retenida y fue expulsada el pasado octubre durante un viaje personal

El pasado 31 de octubre me deportaron del aeropuerto Sabiha de Estambul. Mi nombre aparecía en esa lista negra cada día más amplia que recoge los de los periodistas extranjeros non gratos. Una lista que se antoja breve frente a los constantes casos de acoso y agresión a todo informador local que se oponga a los dictados del presidente Erdogan. Ese día, Turquía protagonizaba tanto elecciones parlamentarias como una guerra a la sombra de la opinión pública entre el ejército y milicias kurdas al sur del país.

Me dirigía a Diyarbakir, conocida como la capital del Kurdistán turco, cuando fui...

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El pasado 31 de octubre me deportaron del aeropuerto Sabiha de Estambul. Mi nombre aparecía en esa lista negra cada día más amplia que recoge los de los periodistas extranjeros non gratos. Una lista que se antoja breve frente a los constantes casos de acoso y agresión a todo informador local que se oponga a los dictados del presidente Erdogan. Ese día, Turquía protagonizaba tanto elecciones parlamentarias como una guerra a la sombra de la opinión pública entre el ejército y milicias kurdas al sur del país.

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Me dirigía a Diyarbakir, conocida como la capital del Kurdistán turco, cuando fui interceptada por varios agentes de seguridad antes de poder siquiera alcanzar el control de pasaportes. Tras ser interrogada, me negué a darles acceso a mi correo y agenda de contactos; algo que implicaba poner en peligro a terceras personas. Por mucho que insistí no logré ejercer mi derecho de contactar con la embajada española. Tan sólo obtuve amenazas de reducirme, esposarme y tirarme en una celda si no consentía a las órdenes de los agentes. Poco importaba que fuera de visita y no por trabajo. Ser periodista ya era un delito de por sí. Al otro lado del cuartucho, turistas europeos pululaban por los pasillos dispuestos a inundar las callejas de una capital situada a caballo entre Oriente y Occidente. En Bruselas ya se debatía una compensación económica y de libre visado para el único país capaz de echar el cerrojo al flujo de migrantes que desbordaba las costas europeas.

Me arrebataron todas mis pertenencias en contra mi voluntad y me metieron en un cuarto, que en cualquier otro idioma se llamaría celda. Sin ventanas, ni agua potable o alimentos, la policía pegó un portazo echando el cerrojo tras de sí. De poco sirvió mi pasaporte español, como tampoco le sirvieron el italiano y austriaco a otras dos jóvenes allí encerradas. En esa misma celda una mujer afgana junto a sus tres hijos, el menor de apenas dos años, desesperaba tras 22 días con sus 22 noches confinados. Transcurridas 17 horas, la puerta se abrió para mandarme de vuelta a Beirut, acusada de representar un peligro para la seguridad pública y con una prohibición de entrada de cinco años, ampliable a diez.

A mi caso han seguido muchos más, convirtiendo la deportación de periodistas extranjeros en práctica habitual. Y haciendo diaria la brutal represión por parte de las fuerzas de seguridad turcas contra aquellos compañeros locales para los que la profesión de informar se ha convertido en una de alto riesgo. A base de apagones informativos, Erdogan avanza en su empeño de convertir la prensa nacional en instrumento de propaganda.

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