Cuando El Asad se presentaba como un reformista

Hace cinco años, el presidente sirio mostraba su mejor rostro a una ministra española mientras desataba la represión

La casualidad quiso que hace cinco años, el 15 de marzo de 2011, la entonces jefa de la diplomacia española, Trinidad Jiménez, se encontrase en Damasco. Tras ser recibida por el presidente Bachar el Asad, la ministra expresó a los periodistas que la acompañábamos su convencimiento de que el presidente sirio tenía “voluntad real” de hacer reformas, aunque se veía encorsetado por la guardia pretoriana heredada de su padre. A fin de cuentas, Bachar era un oftalmólogo educado en Londres, al que solo la muerte accidental de su hermano llevó involuntariamente al poder. Deseosos de ver la transición ...

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La casualidad quiso que hace cinco años, el 15 de marzo de 2011, la entonces jefa de la diplomacia española, Trinidad Jiménez, se encontrase en Damasco. Tras ser recibida por el presidente Bachar el Asad, la ministra expresó a los periodistas que la acompañábamos su convencimiento de que el presidente sirio tenía “voluntad real” de hacer reformas, aunque se veía encorsetado por la guardia pretoriana heredada de su padre. A fin de cuentas, Bachar era un oftalmólogo educado en Londres, al que solo la muerte accidental de su hermano llevó involuntariamente al poder. Deseosos de ver la transición española allá donde acuden, los políticos de Madrid podían hacerse la ilusión de que Bachar el Asad era un Adolfo Suárez asediado por el búnker.

Procedente de El Cairo, donde la revuelta de la plaza Tahrir había derribado al presidente Hosni Mubarak apenas un mes antes, Jiménez aterrizó en un Damasco que parecía inmune al contagio de la primavera árabe. Cuando compareció ante los periodistas, acompañada por su homólogo sirio, Walid el Muallen, aseguró que España apoyaba la ola democratizadora, pero que “en cada país los ritmos son diferentes, teniendo en cuenta las circunstancias”. El ritmo en Siria era tan lento que, según Muallen, se había iniciado “en 1991”, dos décadas antes, y aún no se veían por ninguna parte sus efectos.

A pocas manzanas de donde se reunieron los dos ministros, una decenas de jóvenes, convocados a través de las redes sociales, se congregaron ante la Gran Mezquita de los Omeyas, al grito de “¡Siria Libre!”, blandiendo banderas nacionales. En pocos minutos, policías de paisano, armados con porras, los sacaron a rastras y empujones de la calle. Algunos se escabuyeron en el ajetreo del bazar y otros acabaron en las mazmorras del régimen. Un equipo de TVE rodó la escena, insólita en el más hermético de los países árabes, pero sus responsables en Madrid no consideraron de interés emitirla.

En apariencia, la Damasco de aquellos días era una ciudad tranquila y confiada. El casco antiguo de la ciudad había sido restaurado con mimo y proliferaban restaurantes y comercios de lujo. Siria  beneficiaba de la guerra que asolaba la vecina Irak desde hacía ocho años y las arcas del régimen se forraban con el peaje al contrabando. No pasaría mucho tiempo antes de que el viento cambiara y las llamas de la ira se propagasen por Siria.

Cuando Jiménez abandonaba Damasco, el Ejército de El Asad aplastaba manifestaciones pacíficas en ciudades como Deraa. Y su anfitrión dejaba de ser un reformista frustrado para convertirse en un genocida.

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