El agujero por el que se cuelan los hombres que asesinan

El asesino de Amal y sus dos hijos entró por un boquete que abrió en la pared de su casa. La violencia machista no cesa

Velas en Las Pedroñeras, Cuenca, en repulsa al asesinato machista de una vecina del municipio y sus dos hijos, presuntamente por su expareja y padre de los niños.Álvaro del Olmo (EFE)

El pasado sábado la Guardia Civil encontró el cadáver de Amal (30 años) en el patio de su casa. Debajo de ella estaban los de sus dos hijos, Adam, de ocho años, e Hiba, de tres. Madhi, marido de Amal y padre de los niños, los había matado a todos. El hombre tenía una orden de alejamiento sobre su esposa, pero se coló en su antigua casa por un agujero que había abierto en la pared. Un boquete que ella cerraba y él reabría una y otra vez y por el que finalmente e...

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El pasado sábado la Guardia Civil encontró el cadáver de Amal (30 años) en el patio de su casa. Debajo de ella estaban los de sus dos hijos, Adam, de ocho años, e Hiba, de tres. Madhi, marido de Amal y padre de los niños, los había matado a todos. El hombre tenía una orden de alejamiento sobre su esposa, pero se coló en su antigua casa por un agujero que había abierto en la pared. Un boquete que ella cerraba y él reabría una y otra vez y por el que finalmente entró para asesinarlos. Ese roto simboliza para mí una enorme grieta en el sistema. Es un boquete por el que se cuela la violencia machista y que los asesinos no pueden abrir solos.

Me pregunto cuántas manos hacen falta para abrir el agujero de la casa de Amal, cuántas para abrir los agujeros de todas las casas donde vive una mujer. Y cuánta gente se asoma a mirar a las víctimas de violencia machista por esas brechas antes de que mueran. Antes incluso de la primera denuncia, cuando comienzan los ruidos y los golpes, las miradas en el patio de vecinos, en el mercado, en la puerta del cole. ¿Qué hacemos cuando las víctimas de violencia machista viven en la puerta de al lado? ¿Se sienten comprendidas o juzgadas? Todas las víctimas sienten vergüenza. Pero no se puede sentir vergüenza sin el juicio de la mirada ajena.

Me pregunto también a cuánta gente tiene que contar su historia una víctima de violencia machista antes de que la maten. Quisiera saber en qué espacios hay que denunciar, quién te toma declaración, cuánto hay que esperar antes de hablar, quién se sienta a tu lado, cómo te mira la persona que por fin recoge tu testimonio. También si esa persona siente que tiene todos los recursos que necesita para poder ayudarte. Me pregunto si los médicos, policías, jueces, trabajadores sociales o psicólogos que una víctima de violencia machista se cruzará por el farragoso camino de su denuncia tienen alguna formación en perspectiva de género. Sospecho que el agujero por el que entró Madhi está hecho de tiempo de espera en comisaría, de colas que no terminan en urgencias, de silencios frente a la máquina de café del juzgado.

Sufrimos por los niños. Este año serían 10 los niños víctimas de la violencia machista. Cómo puede ser que su muerte parezca siempre tan inesperada para todos los que miramos absortos los agujeros que se los tragarán. ¿Iban al colegio? ¿Al pediatra? ¿Tenían amigos? ¿Alguien los miró? En definitiva, ¿cuánto sufrimiento tiene que padecer un niño víctima de violencia machista ante la pasividad de todas las instituciones que debieran protegerlo antes de que su padre lo mate?

Por último, pienso en la forma en que la violencia machista nos es contada, en todos esos productos basados en hechos reales que silencian a las víctimas y ensalzan a sus asesinos: ficciones que abren aún más las grietas. Y recuerdo las dudas de W. G. Sebald en Campo Santo cuando escribió: “Suscita la pregunta de si el predomino de la ficción sobre lo realmente ocurrido no resulta más bien perjudicial para escribir la verdad y tratar de recordarla”. Creo que tenía razón: las muertes de violencia machista no están basadas en hechos reales, son la consecuencia de nuestra realidad.

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