El nazismo y mi cara frente al espejo de Gaza
Algunos domingos bajo por la portada del periódico hasta los temas de tendencias, para que las muertes no nos arruinen el desayuno
Rudolf Höss, el comandante del campo de concentración de Auschwitz, está bañándose felizmente en el río con sus hijos cuando tropieza con una mandíbula humana. El hueso le enfada. Tiene pocos ratos de descanso y no tolera que el trabajo se inmiscuya en su descanso. Me encuentro con esta escena en La zona de interés, la película de Jonathan Glazer que retrata la bucólica vida de una familia nazi junto al muro del campo de Auschwitz. Me parece el gesto de un monstruo y, al mismo tiempo, un ge...
Rudolf Höss, el comandante del campo de concentración de Auschwitz, está bañándose felizmente en el río con sus hijos cuando tropieza con una mandíbula humana. El hueso le enfada. Tiene pocos ratos de descanso y no tolera que el trabajo se inmiscuya en su descanso. Me encuentro con esta escena en La zona de interés, la película de Jonathan Glazer que retrata la bucólica vida de una familia nazi junto al muro del campo de Auschwitz. Me parece el gesto de un monstruo y, al mismo tiempo, un gesto reconocible. Igual que él, tampoco yo quiero ver las mandíbulas de los niños que mueren en Gaza en estos días: más de 14.000, según Unicef. Y algunos domingos hago scroll en la portada del periódico hasta los temas de gastronomía y tendencias, para que las muertes al otro lado de “mi muro” no nos arruinen el desayuno.
Ahora el comandante se limpia la nariz en el lavabo y caen gotas de ceniza. Es por toda la muerte que respira en el campo. A Höss, como a todos, el trabajo se le pega al cuerpo. Pese a la presión, es un padre de familia cumplidor y eficiente, además de un gran profesional. Se trata de un hombre de empresa que se esfuerza en ser productivo y que, dentro de su cultura, lo es. En eso también me siento identificada, porque igual que Höss, también habito en unas coordenadas culturales donde se asume con asombrosa normalidad asistir a la retransmisión en directo de un genocidio.
Jonathan Glazer ha explicado que su película, basada en la novela homónima de Martin Amis, no pretende retratar el nazismo, sino la naturaleza humana. Una “naturaleza” capaz de convivir con el horror en la Smart TV de millones de familias europeas a la hora de la cena. Familias de madres y padres esforzados en mantener el confort de nuestras vidas y que, por el camino, lo aceptamos todo. Me refiero a la clase de gente que hace lo que tiene que hacer y no se hace demasiadas preguntas por el camino. Conozco a mucha gente así. A veces me parece que Europa está llena de ciudadanos así. Hedwig, la mujer del nazi, es la más europea en este sentido.
A mitad de la película trasladan a Höss a otro campo, pero Hedwig se niega a abandonar Auschwitz. “Tendrían que sacarme a rastras de aquí, lo sabes muy bien”, dice. “Este sitio es nuestro hogar, Rudolf, vivimos como siempre habíamos soñado. (…) Tenemos lo que necesitamos a la puerta de casa, nuestros hijos están sanos, son fuertes y felices, (…) este es nuestro espacio vital”. Hedwig es para mí el personaje más aterrador porque habla como cualquier europea de clase media. Representa a una mujer nazi, pero habla con las mismas palabras, las mismas expresiones y las mismas imágenes que nosotros. La pregunta obligada es: ¿quiénes somos nosotros si decimos las mismas cosas y con la misma música que ella? A mí, como a Hedwig, tendrían que sacarme a rastras de Europa. A este lado del mundo somos felices, de espaldas a África, a Ucrania, a Gaza…
¿A esto se refería Hannah Arendt cuando habló de la banalidad del mal? ¿No hay nada más? En la película, una de las hijas de los Höss sueña con llevar comida a los prisioneros. No sabe dónde están ni quiénes son, pero los busca cada noche. Me pregunto en qué momento convertimos nuestro deber en un sueño. Y por qué lo aceptamos al despertar.
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