Venga, que era una broma. ¿Se ríen los mapaches?

El humor puede ser un vehículo para perpetuar prejuicios y opresión. Si se hacen chistes sobre colectivos sin privilegios o seres desarmados, tal vez hay que pensar primero si a ellos les haría gracia la broma

Ana Galvañ

Era martes, a dos días del de entrega de un texto en el que se suponía que estaba trabajando. De hecho, estaba sentada al ordenador, en la mesa en la que escribo, que es la misma en la que como, porque si María Moliner pudo hacerse un diccionario en su sala no veo qué puede impedirme a mí escribir entre charcos de azúcar. Aunque María Moliner no tenía redes sociales. Y sí una determinación que se ve que a mí me falta. No tardo en minimizar el documento y sucumbir a la luz palpitante...

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Era martes, a dos días del de entrega de un texto en el que se suponía que estaba trabajando. De hecho, estaba sentada al ordenador, en la mesa en la que escribo, que es la misma en la que como, porque si María Moliner pudo hacerse un diccionario en su sala no veo qué puede impedirme a mí escribir entre charcos de azúcar. Aunque María Moliner no tenía redes sociales. Y sí una determinación que se ve que a mí me falta. No tardo en minimizar el documento y sucumbir a la luz palpitante de los mensajes de texto. Es mi amigo Luis, que me envía un fragmento de algo que está leyendo. Le digo que tengo que sacar adelante un artículo, pero que estoy atascada. “Prueba a escribir algo muy alejado de tus intereses”, me dice, sabedor de que empezar a escribir es ya escribir. “Sobre los mapaches, por ejemplo”. Al instante, reconozco el marco de nuestra conversación y sucumbo al placer de dejarnos ir en ocurrencias humorísticas sobre los mapaches. Media hora de “más listos que los gatos, aunque menos regios”, “el aguardiente de los mamíferos”, “el lumpen del reino animal”, “glotones, payasos, libres, claramente iletrados” y cosas por el estilo que nos sacan una sonrisa y relajan, por un momento, las exigencias de unas vidas a las que, normalmente, tenemos la sensación de llegar siempre tarde.

Nótese que llevamos solo un párrafo y ya ha aparecido una de las virtudes que históricamente se han atribuido al humor: la de válvula de escape. Algo que, a priori, parece siempre positivo. La idea del humor como alivio ha seducido a la filosofía, al psicoanálisis y a un montón de gente que se dedicaba a pensar mientras el resto nos dábamos a las ocurrencias. Hasta Freud, con esa cara seria que se gastaba, tuvo la curiosidad de interrogarse sobre el asunto en El chiste y su relación con lo inconsciente. Eso solo puede significar que el humor es, realmente, una cosa muy seria. ¿Pero es solo divertimento?

De repente, una idea me atravesó como un rayo: “Oye, Luis, estamos diciendo cosas muy feas sobre los mapaches. Sospecho que los tratamos injustamente. ¿Tenemos un estereotipo negativo sobre ellos y lo estamos vistiendo de ocurrencia simpática?”. Nos reíamos sin tener ni la más mínima idea de cuán maravillosos o terribles podían llegar a ser sus existencias. Y lo hacíamos mirándolos un poquito por encima del hombro, desde nuestro pedestal de seres humanos. Lo hacíamos porque podíamos. Porque ningún mapache estaba allí para torcernos el gesto.

Y así llegamos al momento de las excusas. Imagino que cuando un mapache tuerce el gesto ante un discurso humorístico que le crea malestar, la persona que lo enuncia se sorprende y, como un resorte, las excusas saltan de su caja. Es el acto reflejo de la autodefensa. Mi disculpa preferida es “venga, que era solo una broma” —como si la intención del emisor fuese el verdadero problema—, seguida muy de cerca por “¡pero si yo tengo un amigo mapache!”, que solo demuestra que quien la suelta ni ha entendido al colectivo ni lo que es la amistad. No sabe, ni quiere saber, nada de mapaches.

Parece obvio que el humor no es algo inocuo. No debe de serlo cuando desata tantas tempestades y se derraman ríos de tinta en su nombre. Como acto social, puede estar cargado de ideología y política. Y podemos pedir a quien lo ejerce que lo haga con responsabilidad. Nos reímos con y nos reímos de, y en un contexto que nos permite hacerlo. O se comparten los códigos o no hay risas. Porque en una sociedad, que es un conjunto de seres, no todas las personas —y animales, debería decir, ya que estamos hablando de mapaches— gozan de los mismos privilegios. Si alguien que los tiene se ríe de alguien que no, es posible que el mapache tuerza el gesto y arruine el chiste. Se puede intentar convencer al mapache de que es solo una broma e incluso alegar cosas increíbles sobre la libertad de expresión o los errores de comprensión, pero son solo excusas. A veces se hace humor con muy poca responsabilidad. Sería injusto decir que es un acto malintencionado, normalmente es falta de pensada; quien está en el centro, no siempre ve los márgenes.

La sociedad democrática es lo que tiene. No es un conjunto cerrado, homogéneo, estático. Todo el mundo quiere sentir que le dejan jugar. Los mapaches —y las ¡mapachas!— están hasta las orejitas de ser el blanco de las burlas. El humor puede hacernos sentir parte del grupo, pero también puede provocar conflictos. Es una herramienta multiusos. Para ser justo debe adaptarse a los cambios, aunque esos cambios sean pequeños temblores bajo tierra imperceptibles para la mayor parte de los no subterráneos. Porque además es el medio menos sospechoso para perpetuar y extender prejuicios, opresión y desigualdad. ¿Quién va a desconfiar de un chiste? ¡Con lo sano que es reírse! Sí, es el paquete bomba perfecto.

Habrá quien, a esta altura, esté pensando: Vaya locura, ¿de qué va esta tipa? Ya no se puede hacer chistes… ¡ni de los mapaches! Bien, juguemos a las metáforas: a partir del segundo párrafo, donde yo escribo mapache, lea usted su colectivo sin privilegios preferido. Si no se le ocurre ninguno, elija uno al azar. Ya verá qué risas más buenas. Y no, no es que ya no se pueda hacer chistes de nada. Es que igual no se debe hacer chistes de todo. No por lo menos sin haberlo meditado un poco antes.

Dice Brigitte Vasallo que el humor debe ser siempre hacia dentro o hacia arriba, de lo contrario es opresión. Apunta en esta afirmación que también es importante quién tiene acceso a su uso. Cuando los colectivos sin privilegios, los seres desarmados, lo usan como arma, molestan por atreverse a desnudar, bajo la abrasadora luz del sol, la injusticia.

Le leo el pensamiento, está pensando que este es el discurso de la típica ofendidita. Puede ser. No lo niego. A mí me gusta más pensar que es crítico. Estaría bien saber qué opinaría María Moliner del término ofendidita y si habría escrito una tarjetita para darle entrada en su obra. Aunque me conformaría con bajar la plomada general de la pensada una cuarta más. Que cuando alguien con visibilidad haga un chiste sobre mapaches se pregunte: ¿se ríen los mapaches? Si la respuesta es no, es que no es un buen chiste, perpetúa cosas muy feas. ¿Se ríen igualmente? Si la respuesta es sí, pregúntese por qué. Tal vez asuman la opresión porque es lo único que conocen en sus vidas subterráneas.

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