Cómo ha cambiado el mundo con la guerra de Ucrania
La guerra es el mayor y más brutal motor de cambio. Y la guerra llama a la guerra; sobre todo, cuando ya no hay una superpotencia hegemónica que lo impida. Si Rusia puede contra Ucrania, también China contra Taiwán, Azerbaiyán contra Armenia, e Israel contra Gaza
Aquel día el mundo alumbró algo radicalmente nuevo para las actuales generaciones europeas, pero a la vez tan antiguo como el mundo. La experiencia de la guerra clásica alcanzó el corazón del Viejo Continente, el lugar donde había nacido y también donde ya casi todos la habían olvidado. De pronto, llegaban de nuevo las imágenes de ciudades bombardeadas tomadas no lejos de casa, inacabables columnas de blindados, masas de soldados que avanzan, se retiran o se atrincheran entre las ruinas urbanas y en las fortifica...
Aquel día el mundo alumbró algo radicalmente nuevo para las actuales generaciones europeas, pero a la vez tan antiguo como el mundo. La experiencia de la guerra clásica alcanzó el corazón del Viejo Continente, el lugar donde había nacido y también donde ya casi todos la habían olvidado. De pronto, llegaban de nuevo las imágenes de ciudades bombardeadas tomadas no lejos de casa, inacabables columnas de blindados, masas de soldados que avanzan, se retiran o se atrincheran entre las ruinas urbanas y en las fortificaciones de los campos de batalla, matanzas de civiles, estaciones subterráneas y sótanos repletos de familias, largas hileras de refugiados, crueles estampas de heridos y mutilados en los hospitales…
Guerras las había habido siempre, incluso en plena Europa hace tres décadas, en los Balcanes, en el propio Donbás, pero limitadas e incluso encapsuladas. También habían aparecido nuevas contiendas de carácter híbrido, asimétricos ataques terroristas, invasiones de países enteros sin apenas resistencia, bombardeos aéreos sistemáticos, asesinatos selectivos o la contrainsurgencia de las potencias ocupantes contra guerrillas locales. Pero esa novedad tan antigua que regresó hace dos años, en la madrugada del 24 de febrero de 2022, es algo distinto, a la vez familiar e irreconocible, irreal incluso, se diría salido de las pantallas televisivas y cinematográficas en una mezcla de viejas y nuevas imágenes del horror. Y eso ha sido así porque el regreso se ha producido allí donde se han librado más guerras en la historia, todas las guerras, y quizás el único lugar donde la guerra yacía del todo olvidada y arrumbada como instrumento habitual de resolución de conflictos.
Ha regresado la figura del antiguo y feroz monstruo guerrero, que el notable pensador de la guerra que fue Raymond Aron utilizó en un libro pionero en el estudio de las contiendas del siglo XX, titulado Las guerras en cadena, de 1951. Es la guerra hiperbólica, dominada por la industria y la tecnología, que implica a las enteras sociedades, con los civiles en primera fila, en un choque brutal, existencial de hecho, entre dos países que dilapidan vidas, riquezas e incluso el futuro, en una cruenta subasta en pos de imponerse al enemigo y obtener la victoria. El susto provocado por la llegada de este fantasma ha sido tremendo para buena parte de las generaciones europeas nacidas en la pacífica posguerra, acostumbradas al subarriendo a Estados Unidos de la carga de la seguridad, protegidas por un potente Estado social y dedicadas al dulce comercio, a la construcción de economías prósperas, a la buena vida, mecidas en el olvido del continuo tributo de sangre exigido a los jóvenes hasta 1945.
Quizás pilló por sorpresa incluso a quienes convocaron el fantasma creyendo que podrían limitar la brutalidad de la invasión a una rápida y sobria operación técnico-militar para neutralizar al ejército ucranio, derrocar al Gobierno de Zelenski y cambiar el régimen democrático por otro autoritario a su servicio. Buena prueba del inesperado sobresalto la ofrecieron las huidas precipitadas de centenares de oligarcas rusos, socios y cómplices de Putin, dispersos por sus yates, fincas y hoteles de lujo en el mundo occidental, que no fueron conscientes de la envergadura y la trascendencia de los fallidos planes militares del Kremlin y de la súbita ruptura de la globalización rusa, castigada por las sanciones de respuesta a la agresión.
La guerra es el mayor y más brutal motor del cambio. Todo ha cambiado. Ucrania y Rusia, las que más. También el orden regional: Europa ha despertado del sueño de la estabilidad. Y el orden mundial: una guerra es la primera ficha de dominó que impulsa la caída de las siguientes. También sus instituciones, en buena parte paralizadas, como sucede con Naciones Unidas, la organización que prohíbe la guerra y vela por la paz —por desgracia solo sobre el papel—, y su Consejo de Seguridad, bloqueado desde hace dos años por el veto de Rusia a cualquier medida o declaración que afecte a su acción en Ucrania.
El ejército de una superpotencia nuclear —reconocido como el mayor del mundo al menos hasta el día de la invasión— dio el pésimo y descorazonador ejemplo de lo que puede hacer el poder político de un país cuando está dispuesto a utilizar la fuerza para resolver sus dificultades políticas o los contenciosos con los vecinos. Es el tipo de guerra definida por Aron como organizadora de las relaciones internacionales, puesto que en ella está en juego “la existencia, la creación o la destrucción de los Estados”, en este caso Ucrania, como en el caso de Gaza, Israel y Palestina.
Precisamente porque la idea de un orden internacional regido por el derecho y la cooperación multilateral es la que se halla en la base de la Unión Europea, solo escándalo y repugnancia podía suscitar esta guerra de Putin en territorio europeo. Para Europa no es una cuestión tan solo de fijación de los límites de la UE y de la OTAN y el alcance de las hegemonías de Moscú y de Bruselas. Tampoco versa en realidad sobre los dos modelos de sociedad y las dos ideologías, una democrática y otra autoritaria. Lo que chocan son dos concepciones del orden internacional, una basada en la diplomacia, la negociación y las instituciones para la resolución de los conflictos, y otra que solo cree en la correlación de fuerzas y en la razón que impone el más fuerte sobre la fuerza de la razón. Al final, es una guerra contra la idea misma de Europa como espacio de cooperación, paz y prosperidad.
No es tan solo el orden europeo el que ha venido a perturbar la guerra, sino el entero orden internacional, unipolar en los últimos 30 años de hegemonía de Estados Unidos, tras las cuatro décadas de equilibrio de poder y de bipolaridad de la Guerra Fría entre Moscú y Estados Unidos. Ahora son varias las potencias, de calibres distintos, pero todas ellas con márgenes para obstaculizar las viejas hegemonías e imponer condiciones propias. La multipolaridad actual es el viejo desorden del mundo, que solo conocía alguna regla de juego en el interior de los países soberanos y funcionaba, con limitadas y recientes excepciones, según la ley de la selva.
El fenómeno es antiquísimo. Lo describió Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso, el primer compendio del más cruel realismo político: el fuerte hace lo que quiere y el débil lo que debe. Es la historia de siempre, pero también una historia nueva, porque esta guerra, como todas, también está cambiando la forma de librarlas. Sobre las imágenes en sepia que nos llegan del pasado redivivo de las ruinas donde antes hubo ciudades, los cuerpos destrozados y los tiros en la nuca, aparecen ahora sobreimpresos los misiles hipersónicos, los drones guiados y suicidas, y los teléfonos móviles de la guerra cibernética.
Como en todas las tecnologías, las de la muerte no cambian, sino que se acumulan y se amalgaman bajo nuevas formas. Avanzan o se atascan las tropas rusas, en imágenes que parecen extraídas de las guerras mundiales del siglo XX, pero otra guerra invisible, quizás más decisiva, se libra en paralelo en el ciberespacio, con satélites, geolocalización del enemigo, inteligencia artificial, granjas de bots e infiltraciones informativas en el enemigo.
En la vieja guerra ahora renacida rige como siempre la regla de la ascensión a los extremos. Cuando se agotan las vías pacíficas de la política y la diplomacia, alguien decide tomar el camino de en medio. Es el de mayor incertidumbre, pero también el más eficaz para destruir la realidad que se pretende modificar. La violencia y el azar decidirán. De ahí esa puja en la que cada contendiente lanza a la hoguera todo lo que tiene a mano, sus jóvenes, su población, sus recursos, dedicado en cuerpo y alma a destruir al adversario no tan solo en el campo de batalla, sino en la retaguardia, en su economía, sus suministros, su comercio, también en sus alianzas, hasta dejarle sin país si es posible.
La guerra total que regresa con zancadas de gigante es como las de antes pero peor, porque ahora también es global, la primera guerra global del siglo XXI, con capacidad expansiva en el entorno inmediato, pero también en el conjunto del planeta. Por el mal ejemplo que siempre cunde, pero, sobre todo, por el desequilibrio que introduce en el precario orden mundial, y por los nuevos alineamientos y divisiones del mundo que provoca. Putin denuncia a un occidente colectivo alrededor de Estados Unidos como el enemigo que ataca a Rusia por la fuerza interpuesta de Ucrania. Un nuevo eje antioccidental toma forma entre Moscú, Teherán y Pyongyang, del que tan pronto Pekín se acerca como se aleja. Un tercero en discordia o en busca del equilibrio se configura alrededor del Sur Global, con países como India, Indonesia o Brasil, con pretensiones de pesar más en un futuro orden mundial en el que Estados Unidos y sus socios ya no podrán mandar como hasta ahora.
De momento al menos, la OTAN sale fortalecida, ampliada con dos nuevos socios, Finlandia y Suecia, y sus puertas se abren a Ucrania, que obtiene así su primera victoria sobre Putin: la invadió para impedirlo. También ha modificado a la Unión Europea, más fuerte en su debilidad crónica, que ha improvisado por primera vez mecanismos financieros para dar armas y munición a Kiev, negocia la entrada de Ucrania en el club de Bruselas e incluye una ayuda para el país en guerra de 50.000 millones de euros en sus presupuestos estratégicos para los próximos siete años.
La guerra llama a la guerra, con motivo o sin él, sobre todo cuando ya no hay una superpotencia hegemónica que lo impida. Si Rusia puede contra Ucrania, también puede Azerbaiyán contra Armenia e Israel contra Gaza. Incluso podría Venezuela con Guyana, China con Taiwán o Corea del Norte con Corea del Sur. Cada guerra escala por su cuenta y constituye un peligro generalizado de escalada. Cambian de sentido las interdependencias de la globalización, en las que se amarraba la seguridad con la prosperidad de todos, hoy convertidas en instrumentos de amenaza e incluso de asedio.
El regreso del monstruo guerrero apela a la carrera de armamentos y al rearme generalizado, sobre todo allí donde más había decaído la inversión en armamento, como es el caso de Europa. En estos dos años se han agotado los stocks, de armas y de munición. Ha sido colosal la convocatoria de inversiones por parte de la industria de la muerte, que florece por doquier, y donde más en dictaduras como Irán y Corea del Norte, las fábricas especializadas en suplir las debilidades industriales de Rusia. Pero también en Europa, alarmada por el reflejo aislacionista que impulsa a Estados Unidos a abandonar su compromiso transatlántico, en especial si Trump gana las elecciones presidenciales.
Los efectos económicos van más allá de la industria militar. Perturban las cadenas de suministros y los precios se incrementan. Las hambrunas amenazan a los países pobres por la falta de trigo ucranio, mientras los países ricos dejan de recibir energía barata. Se ven desplazadas en masa las poblaciones, a veces por los empujones de alguno de los contendientes, convertidas en armas de la guerra globalizada. El negocio no está tan solo en las armas, sino en cualquier tecnología, mercancía o servicio. Así como hay un internet de las cosas, ahora funciona la guerra de las cosas: todo puede ser un arma.
Esa guerra global desencadenada por Putin es también una apelación a la proliferación nuclear. Rusia ha invadido Ucrania bajo la protección del paraguas de su arsenal atómico, esgrimido en varias ocasiones para intimidar a los aliados de Kiev, obligar a un prudente y gradual suministro de material bélico —artillería, tanques y aviones sobre todo—, y además circunscribir la guerra al territorio de Ucrania. El valor del arma nuclear, jamás utilizada desde 1945, radica en su capacidad amenazadora, en este caso en un tipo de disuasión agresiva, que otras potencias querrán utilizar en el futuro. El monstruo guerrero destruye el presente, pero señala a la vez sus siniestros propósitos de instalarse entre nosotros durante un prolongado futuro.
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