Qué hacer con la guerra desde el sofá

Leo información sobre cuántos palestinos han muerto cada año por cada israelí fallecido como si en el fondo existiera algún tipo de cambio proporcionado para las vidas humanas

Una mujer en su casa tras el bombardeo israelí en Rafah, al sur Gaza, el 19 de octubre. MOHAMMED ABED (AFP / GETTY IMAGES )

Seguramente haya personas que puedan convivir con la actualidad sin considerarla una patología, pero admito que no soy una de ellas. Leo información sobre cuántos palestinos han muerto cada año por cada israelí fallecido como si en el fondo existiera algún tipo de cambio proporcionado para las vidas humanas. Me levanto y trato de informarme desde primera hora, como si fuera inmoral no prestar atención instantáne...

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Seguramente haya personas que puedan convivir con la actualidad sin considerarla una patología, pero admito que no soy una de ellas. Leo información sobre cuántos palestinos han muerto cada año por cada israelí fallecido como si en el fondo existiera algún tipo de cambio proporcionado para las vidas humanas. Me levanto y trato de informarme desde primera hora, como si fuera inmoral no prestar atención instantánea a cada nuevo bombardeo. Algunos días, mi necesidad de estar informada llega al paroxismo. Y cuanto más me informo, más triste me pongo. El mundo nunca ha estado en condiciones de garantizar el equilibrio mental de nadie, pero la guerra en la era de internet es un antídoto contra la salud psíquica de cualquiera.

Estoy en la oficina o en el dentista, bajo el suave hilo musical de una sala de espera o en el confortable chaise longue de mi salón y sé que están cayendo bombas en el piso de arriba, sé que nuestros hijos pasan hambre y frío, que el futuro es negro como el carbón ahí fuera y que la ciudad con que me encontraré al ir al trabajo se habrá convertido al amanecer en una escombrera. Sin embargo, por la mañana, las aceras siguen en su sitio y parece que en Madrid no esté pasando nada. Y así, la distancia entre mi sentimiento del mundo y mi realidad tangible se convierte en una herida cada vez más profunda.

Es entonces cuando empiezo a anticipar la catástrofe y a menudo el apocalipsis. Todo lo que pasa a mi alrededor parece abocado al final. Todo es final. Sin embargo hay que vivir, tengo que vivir y además estoy decidida a vivir. Y vivir no puede ser prepararse para la muerte, sino prepararse para la vida. Me pregunto entonces si el elemento depresivo de la actualidad no estará relacionado con mi propia pasividad. No es solo que estén pasando cosas malas todo el tiempo sino que los sujetos que vivimos en el privilegio del bienestar no somos capaces de hacer nada con lo que sabemos. Como si quedáramos convertidos en meros receptores de la miseria humana. Me da vergüenza hablar de esto, porque no puede haber queja ni tristeza en el privilegio de la paz. Sin embargo, creo que el privilegio pasivo (sea de la paz, del poder, de lo masculino o de la clase social) es una forma de maldad.

Tal vez la miseria humana sea la que recorre la historia de cabo a rabo, pero los seres humanos siempre la han desafiado oponiéndose a ella. Quizá eso no cambie el mundo (aunque ha cambiado muchas cosas), pero desde luego nos cambia a nosotros. A lo mejor puede cambiarme a mí.

Me digo que debo empezar a hacer cosas cada día igual que cada día soy bombardeada con noticias aciagas de un mundo satisfecho de arrojarse al abismo cada dos por tres. Me digo que cada día debo exponer mi radical rechazo y expresar no solo mi contrariedad, sino la convicción profunda de que no consentiré que las cosas sigan siendo lo que son. Manifestarme más allá de la diatriba, más allá de la opinión, más allá de este texto. Me digo que es urgente ocupar el espacio público de mi vida, de la vida de todos —en el trabajo, la calle, las redes, la sobremesa, la política— con actos contra el dolor para que la memoria que permanezca no sea solo la de la pena y la lástima, sino la de los que hicieron algo contra ella.

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