Alexandra Kolontai, la valquiria de la revolución rusa a la que acusaron de blanquear a Stalin
En su último libro, la gran historiadora Hélène Carrère d’Encausse, fallecida en agosto, reconstruye la historia de esta feminista que vivía con miedo a ser difamada y no criticó al dictador ruso
La vida tan rica de Alexandra Kolontái plantea muchos interrogantes. El más importante de todos ellos es el que se refiere a Stalin. ¿Cómo explicar su destino tan excepcional, sobre todo en la relación con este personaje? ¿Cómo fue realmente aquella relación? Esto nos lleva a una última y delicadísima pregunta: ¿quién fue en realidad Kolontái? ¿Una revolucionaria? ¿Una estalinista? ¿Una oportunista, capaz de adaptarse a cualquier giro de la historia?
Como revolucionaria, su biografía atestigu...
La vida tan rica de Alexandra Kolontái plantea muchos interrogantes. El más importante de todos ellos es el que se refiere a Stalin. ¿Cómo explicar su destino tan excepcional, sobre todo en la relación con este personaje? ¿Cómo fue realmente aquella relación? Esto nos lleva a una última y delicadísima pregunta: ¿quién fue en realidad Kolontái? ¿Una revolucionaria? ¿Una estalinista? ¿Una oportunista, capaz de adaptarse a cualquier giro de la historia?
Como revolucionaria, su biografía atestigua un compromiso y una entrega total y duradera a la causa. Al igual que muchas otras mujeres de su entorno, es decir, de la aristocracia, Alexandra Kolontái se sintió al mismo tiempo obsesionada por la realidad de su país —el atraso, la miseria de la sociedad—, indignada ante los privilegios reservados a una reducida minoría y marcada por la reflexión que aquella situación suscitó entre las élites. La figura del “caballero arrepentido” que describió Turguénev y que encarnó Kropotkin también tuvo rostro de mujer: el de Vera Zasúlich y, sobre todo, el de Alexandra Kolontái. Pero ¿cómo se pasó del “caballero arrepentido” a la reconciliación con Stalin?
En realidad, los signos de aquella reconciliación fueron evidentes desde muy temprano, ya que a mediados de los años veinte, cuando Stalin estaba avanzando hacia el poder total y estalló el principal conflicto en torno a su ascenso —su enfrentamiento con Trotski—, Kolontái pareció ponerse de su parte. En efecto, en 1924 entregó al Instituto Marx-Engels las cartas de Lenin, que, con sus críticas a Trotski, le serían muy útiles a Stalin en el duelo que mantenía con su rival. En 1926, cuando ya era imposible dudar de la ambición y de la brutalidad de Stalin, ella se opuso rotundamente a los avances de Trotski, lo que la llevó a sumarse a la Oposición. Posteriormente, casi no hizo comentarios sobre las purgas, en las que desaparecerían hombres a los que ella apreciaba poco —es el caso de Zinóviev—, pero también otros que le eran cercanos, como, dentro de la Oposición Obrera, Bujarin, y, sobre todo, aquellos con los que había compartido su vida, Dybenko y Shliápnikov. Todos ellos fueron triturados por la máquina terrorista de Stalin. Durante los años de purgas, Kolontái, imperturbable, se centró en su misión como embajadora y pareció ignorar las detenciones, los letales campos de trabajo —en los que desaparecieron, como auténticos esclavos, presos que poco antes habían sido ciudadanos de a pie o respetables miembros del Partido— y el gulag, que se creó justo en aquella época. Finalmente, en sus años moscovitas, en los que Stalin le proporcionó una tranquila jubilación, al mismo tiempo que se abría una nueva época de terror, Kolontái enviaba complacientes mensajes al dirigente y le felicitaba por sus acciones.
¿Consiguió su tranquilidad y su salvación poniéndose del lado de quien había aplastado a todas las personas de su entorno, con excepción de su familia, que, como ella —y probablemente gracias a ella—, se salvó de la ira estalinista?
Nada permite sostener la hipótesis de que Kolontái fue complaciente con el estalinismo simplemente para garantizar su seguridad y la de los suyos. No podía ignorar que ningún bolchevique había conseguido escapar del terror de Stalin poniéndose de su lado, sin más. Los viejos bolcheviques lo apoyaron para sobrevivir, acusándose mutuamente, eliminando a un adversario común (…), a pesar de su sumisión, todos fueron borrados del mapa. Kolontái tampoco ignoraba que si Stalin respetaba a algunos pocos bolcheviques, a cambio se ensañaba con sus seres queridos, como demuestra el ejemplo de Mólotov: cuando este se encontraba en la cima, se detuvo a su mujer, Polina Zhemchúzhina, a la que se acusó de estar organizando un complot. Se la envió a un gulag, mientras Mólotov se sentaba junto a Stalin y participaba en sus alegres veladas.
Kolontái fue consciente de aquellos acontecimientos. Marcel Body, que fue un confidente muy cercano, recogió los comentarios que le hizo en 1936, cuando él le recordó los nombres de los amigos que había liquidado Stalin. En respuesta al trágico catálogo, Kolontái concluyó que, en el estado en el que se encontraba entonces Rusia, “la dictadura era inevitable” y que, de hecho, “ya había comenzado con los derramamientos de sangre que se vivieron con Lenin; gobernase quien gobernase en la URSS, siempre sería así”.
Aquella constatación podría parecer en buena medida una justificación de Stalin, pero si se tienen en cuenta la vida y los textos de Kolontái, cabe deducir que se trataba, sencillamente, de un balance de su experiencia política, que había comenzado ya a principios del siglo XX. Alexandra extrajo entonces sus conclusiones. La primera, de la que da testimonio toda su vida, fue que quería permanecer en su país, no abandonarlo nunca. (…) Para Kolontái, salvar su vida a través del exilio era impensable.
Además, siempre se mantuvo apasionadamente ligada a la causa revolucionaria. Reconocía que la revolución se había estrellado contra el atraso ruso y que se había desviado del buen camino, pero no compartía la acusación de Trotski, que hablaba de una traición a la revolución. Seguía empeñada en participar en la obra que con tanta dificultad se estaba acometiendo tras 1917: la transformación de su país. Stalin estaba en el poder y ella pensaba —así se lo dijo a Marcel Body— que “Stalin [era] un hombre de Estado”. (…)
Cuando en 1923 fue víctima de una extraña maniobra de Pravda, que había publicado varios artículos sobre sus temas preferidos con la firma “A. M. K.” —lo cual la ponía en una posición a la vez ridícula y peligrosa—, a quien se dirigió para pedir ayuda contra un proyecto que dañaba su honor fue a Stalin. Y él la apoyó. En 1925 recordaría este episodio a Marcel Body, insistiendo en que debía estar agradecida al dirigente. Aquella historia nos revela también qué era lo que más la inquietaba en medio de las incertidumbres políticas de aquella época. En sus confidencias a Body no hablaba del miedo a ser detenida o torturada. En cierta ocasión, ella le planteó en una carta la siguiente pregunta: “¿Cómo defenderse de la injuria?”. Para Kolontái, igual que para muchos viejos bolcheviques, el temor a ser rechazada por el Partido, a ser expulsada de él, tenía un peso muy importante. Pero en su caso también existía el temor a ser difamada ante el pueblo, ante su pueblo. Su reputación en Rusia tenía para ella una gran importancia. Aún no sabía que a mediados de los años treinta los viejos bolcheviques serían obligados, mediante tortura, a confesar públicamente los delitos más inverosímiles y, en consecuencia, a ser objeto del desprecio y el rechazo del pueblo. (…)
Al final de aquella aventura en común, Stalin no pudo evitar romper el pacto implícito que los había mantenido unidos durante tanto tiempo. A través de las instrucciones que dio tras la muerte de Alexandra, la expulsó de la historia del Partido. El tiempo ha vengado a Kolontái. La desestalinización ha condenado a Stalin, pero Kolontái ha sobrevivido. Sus textos, su actividad revolucionaria, política y, finalmente, diplomática han quedado grabados en el mármol del conocimiento histórico, con sus debilidades y sus renuncias, que no merman en nada la fuerza de su personalidad. Siempre fiel a su proyecto de estar con el pueblo —ese fue el principio que guio su vida—, Kolontái ha entrado en la historia de los héroes indiscutibles del movimiento comunista, de sus héroes: los Lafargue, Liebknecht y Rosa Luxemburg. Y, para la historia, la imagen de Kolontái será siempre, por encima de cualquier otra cosa, la que admiraron todas las personas que la conocieron: la de una combatiente al servicio de todas las causas, la Valkiria de la Revolución.
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