Pensándolo bien, da risa: por qué los humoristas pescan cada vez más en la filosofía

El éxito de un cierto tipo de monólogos y la nueva atención que la academia presta al humor refrescan su vieja e íntima relación con el pensamiento

Los cómicos Ignatius Farray e Inés Hernand actúan en el Inverfest Festival, en el Teatro Infanta Isabel (Madrid), el 13 de enero de 2022Aldara Zarraoa (GETTY IMAGES)

“La vida es la becaria de la muerte. Se lo curra mucho sabiendo que no llegará el contrato fijo”, suelta el humorista Raúl Pérez disfrazado del cantante Leiva en el programa Ilustres ignorantes (Movistar+). Y se nos escapa una carcajada. En el imperio de...

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“La vida es la becaria de la muerte. Se lo curra mucho sabiendo que no llegará el contrato fijo”, suelta el humorista Raúl Pérez disfrazado del cantante Leiva en el programa Ilustres ignorantes (Movistar+). Y se nos escapa una carcajada. En el imperio de la queja y el conformismo, la anárquica isla del humor es puerto seguro. Un territorio en el que eres bienvenido y repudiado a la vez. Un sitio donde te da la risa, un placer que cuando su mierda es suficientemente buena da que pensar.

El humor abre la puerta a un paisaje inédito, y eso interesa. Ahora y antes también, porque, contrariamente a lo que se cree, durante siglos la risa ha sido atento objeto de uso y estudio entre filósofos. “La filosofía fue creada como respuesta a la tragedia antigua y tiene muchos vínculos con lo cómico”, advierte Lydia Amir, doctora en Filosofía de la Universidad de Tel Aviv. En libros como Philosophy, Humor, and the Human Condition. Taking Ridicule Seriously (Filosofía, humor y la condición humana; 2019, sin edición en español) y Humor and the Good Life in Modern Philosophy (Humor y la vida buena en la filosofía moderna; 2015, sin edición en español), Amir nos descubre una ruta filosófica casi secreta donde Sócrates se envenena burlándose de sus verdugos, y Platón, conocido por expulsar a los cómicos de la República, define la verdadera comedia como aquella que desenmascara la ignorancia propia.

En ese camino, Aristóteles consideró el uso correcto de la risa una virtud social y catalogó el verdadero ingenio como un rasgo de persona honorable y libre; los cínicos hacían performances como ir con un farol encendido a plena luz del día “buscando un hombre honesto”, y Epicuro aconsejaba reír, filosofar y cuidar el hogar, todo a la vez.

En el Renacimiento, Erasmo de Rot­terdam escribió un libro de chistes y para Montaigne —que afirmaba que el absurdo era “una propiedad uniformemente distribuida”— el humor permite contemplar los asuntos bajo una luz diferente, lo que ayuda a entender que todo tiene “muchos ángulos y muchos brillos distintos”. Por su parte, Spinoza veía en la risa el esfuerzo cuidadoso no de burlarse, sino de comprender las pasiones humanas, y Kant la describió como “una emoción que nace de la súbita transformación de una ansiosa espera en nada”.

Según Amir, la progresiva separación entre filosofía y humor se dio cuando la primera se encerró entre muros académicos y apostó por la racionalidad y la noción de claridad. “El humor es, en esencia, ambiguo, y por eso se optó por dejar la risa aparte a la hora de filosofar”, explica al teléfono.

Ahora, esa misma academia parece estar reabriendo sus puertas, porque esta primavera la Universidad Complutense de Madrid, la Universidad Panamericana de Ciudad de México y la Universidad de Kent (Inglaterra) han impartido encuentros relacionados con la filosofía y el humor. “Tradicionalmente se consideraba la risa como algo popular —alejado de la pureza, como las emociones—, pero ahora la filosofía empieza a bajarse del pedestal”, explica por videoconferencia Javier Vilanova, profesor de Lógica y Filosofía Teórica de la Complutense. “El viejo prejuicio intelectualista contra el humor está dando paso a un interés por sus estrategias cognitivas y pedagógicas, para aprender a pensar desde la risa filosófica”, afirma Saleta de Salvador Agra, profesora de Filosofía del Lenguaje de la misma universidad.

La iniciativa está teniendo buena acogida entre los estudiantes porque el humor es una herramienta de comunicación infalible y quizás también porque tiene mucha prédica la figura del humorista que analiza la vida cotidiana llevando la paradoja “hasta el absurdo y el colapso”, según Vilanova.

El éxito del género del stand up comedy es una buena muestra de esto último. Una persona y un micro en un escenario que, en una especie de catarsis colectiva, hace reír al público con dosis de cruda crítica a lo establecido y a las miserias humanas. George Carlin, estrella del género, decía que la comedia es la exploración popular de la verdad. El cómico canario Ignatius Farray parece estar de acuerdo. “Los tres asuntos que buscan la verdad son la filosofía, la comedia y las novelas policiacas, pero, como hacía Sócrates y su mayéutica, solo se puede llamar verdad cuando surge a través de un diálogo compartido”, explica en conversación telefónica.

Para Farray, autor de Meditaciones (Temas de Hoy, 2022), el público paga una entrada para que el monologuista se asome al abismo y hable sobre lo que muchas veces no nos atrevemos a mirar a la cara. Un poco como los filósofos en soledad. En esa tesitura está el deber de “ir un poco al límite, empujar para encontrar nuevos espacios de libertad. Hacer el trabajo sucio”, dice.

En ese encuentro, a veces se ponen sobre la mesa asuntos que nos interpelan como comunidad, como cuando la monologuista australiana Hannah Gadsby explicó en un show la brutal violencia que sufrió en su tierra natal por ser lesbiana: “Cogí todo lo que sabía sobre la comedia, lo despiecé y creé un monstruo a partir de ese cadáver”, explicó en este periódico a Jaime Rubio Hancock, autor de El gran libro del humor español (Arpa).

Con humor despiadado, muchas veces el cómico nos descubre por qué somos racistas sin saberlo, por qué no aprendemos de los errores o cómo encarar la muerte. Como hace Farray, afirmando que entre la muerte y él hay “una tensión existencial no resuelta”, que en su lápida pondrá “Se veía venir” y que quizás justo antes de la hora fatal “se hará el muerto”, de modo que la muerte igual se quede dudando, como diciendo: “A ver si le estoy dando yo la mano al mismo dos veces”.

Yo leo a Kierkegaard

Hace mucho que el dúo cómico Faemino y Cansado hace reír con la repetición —y celebración— de su coletilla “Qué va, qué va, qué va, yo leo a Kierkegaard”. La afirmación encierra algo más que un sketch, porque el filósofo danés escribió: “Me olvidé de reír. Más tarde, cuando abrí los ojos y vi la realidad, empecé a reír y no he parado desde entonces”.

Para Kierkegaard, lo trágico y lo cómico son en realidad lo mismo, una contradicción, pero mientras que lo primero es doliente, lo segundo es una incongruencia mirada en perspectiva y, por tanto, indolora. De esta manera, la persona que ve algo con humor encuentra una salida: es consciente de la contradicción y no sabe qué hacer al respecto, pero ya no se atormenta.

En esa línea, la profesora Amir plantea una ética de la compasión a través del humor: su tesis es que en el ser humano todos los deseos se contradicen entre sí, son incongruentes con la realidad, lo que le lleva a una situación trágica, de una rigidez total. La sensibilidad cómica, en cambio, sabe ver y sabe convivir con la dualidad de las cosas. “Darnos cuenta de esa incoherencia irresoluble da serenidad”, apunta Amir, quién invita a adoptar una postura autorreflexiva ridiculizándonos, “pero con suavidad, con perdón”. Una tabla de salvación —precaria, bendita— al alcance de todos.

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