A quién se escucha y por qué

Denunciar sin cooperar al mismo tiempo en la creación de climas verbalmente violentos sería un éxito democrático

Patricia Bolinches

Se ha dicho en muchas ocasiones que la agenda periodística no debería marcar la agenda política, pero da la impresión de que lo contrario es lo que está ocurriendo en las sociedades actuales. No son los políticos los que se ven obligados a argumentar sobre los temas introducidos en el espacio público por los medios de comunicación, sino que son estos los que reaccionan permanentemente a lo que quieren los políticos. Sucede que en muchos casos esos políticos son especialistas en la provocación, es decir, son expertos en buscar reacciones de ira o de deseo en las personas, y que los medios actúa...

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Se ha dicho en muchas ocasiones que la agenda periodística no debería marcar la agenda política, pero da la impresión de que lo contrario es lo que está ocurriendo en las sociedades actuales. No son los políticos los que se ven obligados a argumentar sobre los temas introducidos en el espacio público por los medios de comunicación, sino que son estos los que reaccionan permanentemente a lo que quieren los políticos. Sucede que en muchos casos esos políticos son especialistas en la provocación, es decir, son expertos en buscar reacciones de ira o de deseo en las personas, y que los medios actúan como grandes megáfonos de esos climas de opinión, incapaces en unos casos de frenar esa provocación, y en otros, muy deseosos de aprovecharla. La confusión entre las dos agendas fue muy notoria a propósito de Donald Trump, un fabuloso experto en el campo de la provocación, pero se ha extendido por todo el mundo y, desde luego, está también presente en España.

Los políticos se han quejado en el pasado de que los medios de comunicación pretendieran interferir en sus agendas, denunciando una especie de “mediocracia”, un “poder no democrático ejercido por los medios de comunicación”. En realidad, estudios en diferentes países han demostrado que los medios de comunicación pueden influir de manera bastante más limitada de lo que se cree en la atención que los políticos dedican a un tema. Un trabajo del investigador danés Arjen Van Dalen (The Media as Political Agenda-Setters) sobre ocho democracias (Bélgica, Dinamarca, Alemania, Noruega, España, Suecia, Países Bajos y Reino Unido) señaló que, en todo caso, donde más influencia podían ejercer los periodistas era en Noruega y en Suecia y, donde menos, en España.

En cambio, en la campaña presidencial de 2016 quedó muy demostrada la capacidad de Donald Trump para condicionar la agenda informativa de los medios de comunicación. No fue solo Twitter (de donde fue expulsado y recientemente readmitido por decisión de Elon Musk), sino que los medios de comunicación más tradicionales se vieron arrasados por la enorme capacidad de polémica, desprestigio del periodismo, mentiras e insultos que era capaz de generar Trump. Obsesionados por desmentir todas y cada una de sus locas historias, le dedicaron una enorme cantidad de recursos, que no pudieron utilizar para introducir otros temas en la agenda pública. En la campaña de 2020, esos mismos medios ya habían aprendido la lección y se las arreglaron para informar adecuadamente de las actividades del entonces presidente y candidato, pero ya sin actuar como cooperadores necesarios de sus campañas de intoxicación y de creación de agresivos climas de opinión. (La prueba de que la capacidad de influir en la agenda política de los medios tradicionales, televisiones incluidas, es limitada es que Trump perdió las elecciones pero consiguió 75 millones de votos).

No hay reglas sobre cómo hacer frente a esa enorme presión de las agendas de los políticos, especialmente los populistas, en las agendas informativas de los medios de comunicación. La separación de las dos sería una buena garantía de salud democrática, pero dado que parece bastante improbable llegar a ese punto, quizás podría existir, al menos, un esfuerzo para no convertirse en cooperadores de sus campañas. Por supuesto, no se trata de ocultar o silenciar qué hacen y cuáles son sus objetivos, pero sí de no introducir en el espacio público insultos, historias disparatadas, ataques personales o cualquier tipo de violencia verbal. No se hubiera perdido nada si en lugar de reproducir fielmente y hasta la saciedad los insultos de la diputada de Vox contra la ministra de Igualdad o las descabelladas historias sobre la esposa del presidente, se limitaran a dejar constancia de que profirieron insultos, sin más. Sobre todo, porque algunos expertos manejan la hipótesis de que cuanto más está expuesta una audiencia a una información, incluso cuando se le explica que es falsa, más probabilidades hay de que la termine creyendo.

Conseguir denunciar sin cooperar al mismo tiempo en la creación de climas de opinión verbalmente violentos es difícil, y habría que afrontar caso a caso, pero sería un éxito democrático recuperar la idea de que existe una esfera periodística autónoma para introducir temas de interés público en el espacio común. Al fin y al cabo, la primera decisión de un periodista es a quién escucha y por qué.

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