Quién va a contracorriente

Gobiernos progresistas o conservadores aplican un intervencionismo selectivo ante la crisis

La primera ministra británica, Liz Truss (en el centro), habla con el primer ministro griego, Kyriakos Mitsotakis (tercero a la derecha), y el primer ministro de Malta Robert Abela, (segundo a la izquierda).Alastair Grant (AP)

Dentro de unos días, harán 40 años, Felipe González ganó las elecciones generales y formó el primer gobierno socialista de la historia de España (sin coaliciones, como había ocurrido durante la II República). Su primera decisión fue guardar bajo llave el programa económico socialdemócrata con el que se había presentado y comenzar a aplicar metódicamente reformas social-liberales protagonizadas por ministros social-liberales (Miguel Boyer o Carlos Solchaga) y no por la mayoría de...

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Dentro de unos días, harán 40 años, Felipe González ganó las elecciones generales y formó el primer gobierno socialista de la historia de España (sin coaliciones, como había ocurrido durante la II República). Su primera decisión fue guardar bajo llave el programa económico socialdemócrata con el que se había presentado y comenzar a aplicar metódicamente reformas social-liberales protagonizadas por ministros social-liberales (Miguel Boyer o Carlos Solchaga) y no por la mayoría de los economistas socialistas que lo habían acompañado en la campaña.

Tomaba nota así de la experiencia francesa. Un año y medio antes, los socialistas habían ganado en Francia (Mitterrand, presidente; Mauroy, primer ministro), formaron un gobierno de coalición entre socialistas y comunistas, y dieron forma a un proyecto socialdemócrata más clásico: impuesto a las grandes fortunas, aumento del salario mínimo y de las ayudas familiares, quinta semana de vacaciones pagadas, jornada laboral de 39 horas semanales, adelanto de la edad de jubilación a los 60 años, nacionalización de grandes bancos y empresas industriales, etcétera. El resultado inmediato fue un incremento del paro y del déficit público y una reacción brutal en contra de los mercados. Para sobrevivir, Mitterrand hubo de volver con rapidez a la senda de la ortodoxia. Se demostró la imposibilidad del “keynesianismo en un solo país”.

Esa ortodoxia la marcaban entonces la primera ministra británica, Margaret Thatcher, y el presidente de EE UU, Ronald Reagan, que acuñaron el concepto de “revolución conservadora” para lo que pretendían hacer: privatizaciones de empresas públicas, desregulación de los mercados, prioridad a la lucha contra la inflación frente al paro, adelgazamiento del Estado de bienestar —sanidad, educación, pensiones—, sustitución de los impuestos directos por impuestos indirectos, reducción del poder de los sindicatos, etcétera. De lejos los acompañó, aunque era un tipo diferente, el democristiano Helmut Kohl, recién llegado a la cancillería alemana sustituyendo al inteligente socialdemócrata Helmut Schmidt. Los socialistas españoles entraron en La Moncloa a contracorriente de la oleada ideológica principal de aquel tiempo.

Cuatro décadas después hay analogías y diferencias. En España gobierna un Ejecutivo de coalición de izquierdas que tiene escasos precedentes; en Francia, Reino Unido e Italia mandan distintas derechas; en Alemania hay una coalición muy heterogénea liderada por la socialdemocracia, y en EE UU las elecciones de medio mandato determinarán el fin o no del trumpismo.

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Pero el ambiente es otro. Hoy ya no están de moda las recetas extremas del neoliberalismo, sino un intervencionismo selectivo que aplica excepciones al libre mercado. Mientras los bancos centrales, en aras de su autonomía, suben a distintas velocidades los tipos de interés para combatir la inflación en detrimento del crecimiento, los gobiernos, sean progresistas o de derechas, han establecido con dinero público amplios escudos sociales con los que proteger de los efectos de la guerra de Ucrania a las familias y a las empresas, se entrometen en los precios de los productos energéticos (y en algunos casos, en los de los alimentos), aprueban presupuestos expansivos con una presencia creciente del gasto y la inversión pública, y desarrollan una política fiscal selectiva: impuestos a las grandes fortunas, a los beneficios extraordinarios de la banca y a las compañías energéticas, y reducción de gravámenes a los productos energéticos y de consumo cotidiano.

La excepción puede ser el Reino Unido. Su nueva primera ministra, Liz Truss, se ha convertido a la religión thatcheriana. Hasta ahora, el revolcón de los mercados se lo ha llevado ella, con solo el anuncio de la mayor bajada de impuestos de las últimas cinco décadas, repartida de modo regresivo, después de dos meses y medio de parálisis. La aplicación de políticas económicas semejantes le costó a Thatcher el inicial desprestigio y la subida exponencial del paro y la inflación durante los primeros años de su mandato. Sólo salió del malestar cuando respondió a los dictadores argentinos con la guerra de las Malvinas y activó el nacionalismo británico.

Se desconoce si Truss dispondrá de tanto tiempo como Thatcher para dar su giro. Pero, a diferencia del año 1982, esta vez es ella la que está a contracorriente.

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