Perder el tiempo, ganar la vida: un elogio de la distracción
El devaneo necesita un margen para la improvisación y el descubrimiento. Y nos devuelve a la vida, con naturalidad
Hasta hace cosa de un mes, cada vez que me distraía y reparaba en ello me castigaba a mí mismo. Consciente de mi talento para huir, a las primeras de cambio, de la página en la que estaba trabajando incitado por cualquier cosa, un ruido de la calle, un recuerdo del futuro, una llamada imaginaria en el móvil apagado, me dedicaba una buena cantidad de reproches: qué estás haciendo; qué manera de perder el tiempo; bravo, chaval, cada vez te desconcentras mejor… Pero desde que cayó en mis manos y leí de un tirón el ensayo de la profesora italiana Alessandra Aloisi El poder de la distracción...
Hasta hace cosa de un mes, cada vez que me distraía y reparaba en ello me castigaba a mí mismo. Consciente de mi talento para huir, a las primeras de cambio, de la página en la que estaba trabajando incitado por cualquier cosa, un ruido de la calle, un recuerdo del futuro, una llamada imaginaria en el móvil apagado, me dedicaba una buena cantidad de reproches: qué estás haciendo; qué manera de perder el tiempo; bravo, chaval, cada vez te desconcentras mejor… Pero desde que cayó en mis manos y leí de un tirón el ensayo de la profesora italiana Alessandra Aloisi El poder de la distracción, estoy mucho más tranquilo y me distraigo sin culpa. Tampoco es que celebre cada uno de mis devaneos, pero de alguna manera he empezado a ver el lado positivo de ellos y ya no estoy de acuerdo con el matemático y filósofo del siglo XVII Blaise Pascal, que durante años me había caído estupendamente y creía que tenía razón al afirmar que todas las desgracias del ser humano vienen por su incapacidad de quedarse tranquilo en su habitación. Pascal llamaba a la distracción divertissement, pero no como el divertimento que conocemos, sino en su sentido etimológico, pues viene de divertere (mirar hacia otro lado, seguir otra dirección). Pascal no puede soportar que nos distraigamos. Según él, hay que pensar bien, pensar seriamente; o sea, reflexionar sobre la idea de Dios sin salir de casa y alcanzar un estado de serenidad y bienestar. Se atreve así a desmentir a Montaigne, para quien divertissement sí tiene que ver con el entretenimiento y es algo ético, que no afecta a valores trascendentales sobre lo bueno y lo malo. Montaigne, como siempre, nos libera, nos absuelve de ser criaturas frágiles y contradictorias, naturalmente llevadas a la dispersión y necesitadas de ella.
Así que a partir de ahora, si me distraigo, lo asumo. Primero existo y luego pienso. Y pienso como Voltaire (otro anti-Pascal presente en el ensayo de Aloisi), que ni por asomo concebía sentarse a pensar seriamente en una habitación; al contrario, era partidario de salir, de equivocarse, de vivir: “El hombre está hecho para la acción como el fuego tiende hacia arriba y la piedra hacia abajo”. La distracción tiende puentes con la realidad que nos mira. Es algo natural, no es posible un día sin distraernos, como no es posible recuperar la adolescencia o que la primavera venga después del verano. No despistarse es tan extraño como dar con alguien que esté de acuerdo contigo en todo.
La lectura de Aloisi me ha hecho mirar atrás y caer en la cuenta de que siempre me he distraído con facilidad. Cuando estudiaba, a pesar de disfrutar de lecturas y aprendizajes, algunas tardes abandonaba de súbito el pupitre y me entregaba a la distracción caminando sin rumbo fijo. Como no tenía que estar en casa a una hora determinada, y mis obligaciones eran conmigo mismo, en el paseo obtenía las respuestas a preguntas que no me había hecho yo. ¿Que qué echo de menos de la juventud? Tiempo para la deriva. Salía a caminar porque sí, porque el misterio daba cobijo a la curiosidad y la calle era mi campo. Ahora, gracias a la distracción, conservo a dos o tres amigos a los que llamo por impulso a diario. Hoy, cuando el trato cotidiano se ha perdido, el teléfono móvil es el punto de reunión, el bar donde quedábamos antes. Quien no se ha sentido alguna vez un impostor probablemente lo sea, decía Horacio. Si miramos a ella con perspectiva, la distracción, a fin de cuentas, ha ocupado el pensamiento occidental desde San Agustín —”Es más fácil mover un brazo que orientar el curso de nuestros pensamientos”— hasta Heidegger, que en Ser y tiempo no se cansó de repetir que el ser humano está sometido a lo que se dice, se habla, se murmura… hasta caer sometido a la “publicidad”.
Tras dos horas de placentera concentración, en mi tercera distracción de esta mañana he dejado de corregir este artículo para escuchar una vez más la Milonga del solitario de mi admirado Atahualpa Yupanqui, el indio de la Pampa que para salir a caminar solo precisaba estar sentado y con la guitarra: “Me gusta de vez en cuando perderme en un bordoneo, porque bordoneando veo que ni yo mismo me mando. Las cuerdas van ordenando los rumbos del pensamiento, y en el trotecito lento de una milonga campera va saliendo, campo afuera, lo mejor del sentimiento”. Yupanqui no necesitaba caminar para sentirse flâneur, le bastaba la melodía, como a mí me basta escucharle, volver a algún poema sin justificación, comprobar la claridad del cielo o llamar a un amigo. Por cierto, una vez le preguntaron a Atahualpa qué era un amigo y respondió: un amigo es uno mismo con otra piel.
Leer a Aloisi me ha devuelto también a una de mis lecturas fundacionales: Manual del distraído, libro de Alejandro Rossi que cayó por casualidad en mi mesa el primer día que entré a trabajar en la revista Lateral (ahora sé que de modo premonitorio), cuando estaba convencido de que debía de pensar mucho, pensar fuerte, pensar seriamente. “Pensar”, dice Rossi, “será un vértigo, pero es también la vía maestra para valorar hechos simples y grandiosos. La distracción es el seguimiento voluntario de los temas que no importan. La distracción expresa el humanismo de quien no se propone caminos rectos y sistemáticos...”, y pienso yo en los márgenes, en los pensamientos laterales, como los saltos del caballo en el ajedrez, que diría Canetti.
Estoy, pues, feliz de conocer la duda y el ensueño. En la distracción hallo estímulos mentales que compensan la pérdida de tiempo. El vagabundeo de mi intelecto (no me atrevo a decir inteligencia, usted me entiende) me resulta a la vez insólito y cotidiano. Octavio Paz escribió en el prólogo al libro de Rossi: “El distraído no es un indiferente, al contrario, se siente atraído por las 10.000 cosas que según los chinos componen este universo. El distraído se pasea por el mundo. No es que no le interese la novela que está escribiendo, es que le interesa todo”.
Volviendo a El poder de la distracción, coincido con Aloisi en la devoción por el filósofo francés Gilles Deleuze, que fue más lejos en la defensa de la distracción y en su importancia incluso en la educación y en el desarrollo de los niños. Para Deleuze, no solo es necesaria la distracción mental, también la física, la necesidad de distraer el cuerpo. Por eso opina que el gran drama de los niños de hoy es el paso a primaria, cuando a los seis años, de pronto y sin venir a cuento, después de haber estado tres años jugando a ser felices sin conocer aún el sentido del calendario y los horarios, se les obliga a aprender a estar presos en un pupitre durante horas todos los días de la semana. No tendrán, pues, más remedio que abstraerse mentalmente y como puedan de los barrotes de la pizarra, porque la distracción, como la imaginación, precisa que le den rienda suelta.
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