Nuestro pasado paleontológico nos permite ver el futuro
Meteoritos, erupciones, glaciaciones… La Tierra es el resultado directo de lo ocurrido en ella. ‘Ideas’ adelanta un extracto del último libro del investigador Thomas Halliday
En 1978, por primera vez en la historia del mundo, una humana, Silvia Morella de Palma, dio a luz en la Antártida. Desde entonces, han nacido al menos diez niños en el continente, la mayoría en el mismo asentamiento que el primero, un pequeño pueblo llamado Esperanza, uno de los dos únicos asentamientos civiles permanentes en el fin del mundo. En el momento del nacimiento de Emilio Marcos Palma, se c...
En 1978, por primera vez en la historia del mundo, una humana, Silvia Morella de Palma, dio a luz en la Antártida. Desde entonces, han nacido al menos diez niños en el continente, la mayoría en el mismo asentamiento que el primero, un pequeño pueblo llamado Esperanza, uno de los dos únicos asentamientos civiles permanentes en el fin del mundo. En el momento del nacimiento de Emilio Marcos Palma, se completó la lenta migración de humanos a todas las grandes masas terrestres de la Tierra. Esperanza es una comunidad argentina de unas cien personas, un conjunto de casas rojas a la sombra de las oscuras montañas nevadas de la península antártica occidental. Es una estación de investigación activa, poblada casi en su totalidad por familias de geólogos, ecólogos, climatólogos y oceanógrafos que forman parte de la vanguardia científica dedicada a la recopilación de datos para hacer predicciones sobre el futuro de la vida en nuestro planeta.
Indudablemente, este es ahora un planeta humano. No siempre ha sido así, y tal vez no lo será siempre, pero, por ahora, nuestra especie ejerce una influencia diferente a la de casi cualquier otra fuerza biológica. El mundo tal y como hoy lo vemos no es sino un resultado directo —no una conclusión ni un desenlace, sino un resultado— de lo que ha ocurrido antes. Gran parte de la vida del pasado ha transcurrido en un estado de existencia estable, solo lentamente cambiante, pero hubo momentos en los que todo cambió de un modo drástico. Impactos inevitables de objetos llegados del espacio, erupciones a escala continental, una glaciación global…, transiciones omnipresentes que obligaron a las estructuras de la vida a remodelarse. Si cualquiera de esos acontecimientos hubiera ocurrido de otra manera, o no hubiera ocurrido, el futuro podría haber sido muy diferente. Conociendo el pasado, paleobiólogos, ecólogos y climatólogos pueden hacer frente a la incertidumbre sobre el futuro a corto y largo plazo de nuestro planeta con solo volver la vista atrás para predecir otros posibles escenarios.
A diferencia de otras ocasiones en las que una sola especie, o un grupo de especies, alteró fundamentalmente la biosfera —la oxigenación de los océanos, la formación de los pantanos de carbón—, la nuestra se encuentra en una posición inusual de control sobre las posibles consecuencias. Sabemos que el cambio se está produciendo, sabemos que somos responsables de él, sabemos lo que ocurrirá si este continúa, sabemos que podemos detenerlo y sabemos cómo. La cuestión es si lo vamos a intentar.
Observar el pasado paleontológico de la Tierra es ver un abanico de posibles consecuencias, una verdadera perspectiva a largo plazo. Por un lado, la vida ha sobrevivido a la “Tierra bola de nieve”, a cielos envenenados, a impactos meteóricos y a erupciones volcánicas a escala continental, y el mundo reciente es tan diverso y espectacular como siempre lo ha sido. La vida se recupera, y a la extinción le sigue la diversificación. Esto es, en cierto modo, un consuelo, pero no es el fin de la historia. La recuperación conlleva un cambio radical y, a menudo, la aparición de mundos sorprendentemente diferentes, pero también requiere decenas de miles de años, como mínimo. Este proceso no puede reemplazar lo que se ha perdido.
La comunidad de Esperanza ha adoptado como lema la frase “Permanencia, un acto de sacrificio”. Como hemos visto, en la historia de la Tierra no existe la verdadera permanencia. Las casas de Esperanza están construidas sobre rocas que demuestran lo temporal que puede ser la vida: registran los mares poco profundos del Triásico Temprano y el entorno marino cuando se produjo la Gran Mortandad de finales del Pérmico; y están llenas de rastros fósiles, madrigueras en forma de “u” abandonadas hace mucho tiempo en las lutitas y los hogares reocupados de gusanos y crustáceos construidos en la arena. El fondo marino de la formación de bahía Esperanza, una serie de rocas formadas por dispersiones suboceánicas de limo, era pobre en oxígeno. La razón de este hecho, y de la existencia de patrones similares detectados en todo el mundo, se ha sospechado durante décadas, pero solo recientemente se ha demostrado. En 2018 se concluyó que la falta de oxígeno en el océano del periodo Permotriásico tuvo, sin duda, su causa en un calentamiento global catastrófico a una escala entonces sin precedentes. La actividad volcánica en Siberia emitió suficientes gases de efecto invernadero como para que las temperaturas globales se elevaran de forma brutal, y desencadenó una liberación masiva del oxígeno de los océanos, lo cual mató a los peces y a otras formas activas de vida marina en todo el mundo. Las bacterias prosperaron en su ausencia, liberando, como subproducto de su propia respiración, nubes de sulfuro de hidrógeno, que contaminaron la atmósfera y envenenaron los ecosistemas terrestres y marinos. Las poblaciones descendieron, y pocas sobrevivieron. El final del Pérmico fue la época en que la vida —o, al menos, la vida pluricelular— estuvo a punto de fenecer. Es un ejemplo para todos nosotros de las peores perturbaciones a las que puede enfrentarse un entorno en el que la mera supervivencia depende de asociaciones ventajosas preexistentes y de una dosis de suerte.
Si comparamos nuestro mundo con el de finales del Pérmico, encontraremos algunas similitudes preocupantes. La pérdida de oxígeno en los océanos no ha quedado limitada al pasado. Es algo que está sucediendo hoy; entre 1998 y 2013, su concentración en la corriente de California, la principal corriente oceánica que se dirige hacia el sur en la costa occidental de América del Norte, disminuyó un 40%. Y globalmente, desde la década de 1950, las zonas de aguas profundas con bajo nivel de oxígeno se han multiplicado por ocho, hasta alcanzar los treinta y dos millones de kilómetros cuadrados en 2018 —el doble de la superficie de Rusia—; esto es, la pérdida de más de una gigatonelada de oxígeno oceánico cada año durante el último medio siglo. Esto se debe, en parte, a que las proliferaciones de algas son desencadenadas con más regularidad por las escorrentías de nitrógeno procedentes de la agricultura, pero también a que el mar se está calentando, igual que a finales del Pérmico. Los mares más cálidos causan un triple problema a las especies aerobias. El primero es químico: el oxígeno no se disuelve con tanta facilidad en el agua caliente, por lo que, para empezar, hay menos cantidad. Luego está el físico: el agua caliente es menos densa que la fría, y por eso sube a la superficie, pero el calor proviene del sol, por lo que esta se calienta más rápidamente, separando la capa cálida de las frías profundidades; estas rara vez se mezclan, por lo que el oxígeno disuelto no pasa al fondo del océano. Y, por último, tenemos el problema biológico: el calor hace que los animales de sangre fría metabolicen con mayor rapidez, para lo cual requieren más oxígeno, por lo que el que se haya disuelto se consume a más velocidad. Para los animales activos, esta triple amenaza supone un desastre. Esto no es una mala noticia para todos: los organismos que viven en el fondo, como los cangrejos y los gusanos, suelen sobrevivir con concentraciones de oxígeno más bajas, pero hay otro gas presente que crea un problema diferente. El ritmo al que aumentaba del dióxido de carbono a finales del Pérmico era considerable, y se complementaba con el metano, un gas de efecto invernadero aún más potente. En la actualidad, estamos superando con creces esas tasas de emisión de CO2, lo cual está acidificando los océanos.
Cuando el dióxido de carbono se disuelve en el mar —hoy a un ritmo de más de veinte millones de toneladas cada día— produce ácido carbónico. Este ralentiza la capacidad de los corales para producir sus esqueletos de carbonato, y ha provocado un descenso del 30% en la tasa de formación de nuevos corales. Antes del fin del siglo XXI, los arrecifes se disolverán a un ritmo mayor que el de su crecimiento.
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