En la muerte

Qué más da que un Consistorio municipal se niegue a nombrarte hija predilecta de tu ciudad, cuando ya lo eres

Sesión plenaria del Ayuntamiento de Madrid, el pasado 30 de noviembre.Cézaro De Luca (Europa Press)

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Gérard de Villiers murió el 31 de octubre de 2013. Fue militar, periodista, autor de 200 popularísimas novelas (que devoraban los servicios de espionaje de todo el mundo, porque colaboraba con el espionaje francés y disponía de información privilegiada) y, en sus propias palabras, “hombre declaradamente de derechas”. A su funeral acudió lo más rancio de Francia: la inefable Marine Le Pen, el expresidente Valéry Giscard d’Estaing, el juez antiterrorista Jean-Louis Bruguière.

Yo no habría asistido a su e...

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Gérard de Villiers murió el 31 de octubre de 2013. Fue militar, periodista, autor de 200 popularísimas novelas (que devoraban los servicios de espionaje de todo el mundo, porque colaboraba con el espionaje francés y disponía de información privilegiada) y, en sus propias palabras, “hombre declaradamente de derechas”. A su funeral acudió lo más rancio de Francia: la inefable Marine Le Pen, el expresidente Valéry Giscard d’Estaing, el juez antiterrorista Jean-Louis Bruguière.

Yo no habría asistido a su entierro ni aunque me pillara al lado en una tarde aburrida. Aquello fue, por decirlo de alguna forma, una parada de los monstruos.

He visitado varias veces, sin embargo, su tumba en el cementerio de Passy. Y, al igual que otros, he dejado sobre el mármol un ejemplar de sus novelas. Como nunca publicó nada con tapa dura ni remotamente elegante (sus portadas consistían en una mujer semidesnuda con un arma), la lluvia convierte en pulpa los pequeños tomos y en la tumba de ese hombre hay un perenne montoncito de materia blanda y gris, como un cerebro que recuerda. Le leíamos muchos de sus enemigos políticos. Así son las cosas.

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Cuando dejé mi ejemplar sobre la tumba de De Villiers no rendí honores a un tipo racista, machista y ultraconservador, sino a un tipo que me hizo pasar buenos ratos y amplió mi visión del mundo.

Quizá sea el único, pero me satisface que ninguna autoridad madrileña asistiera al entierro de Almudena Grandes y que ninguna autoridad madrileña se sumara a los homenajes. La abstención institucional permitió que el adiós a Grandes fuera realmente hermoso. Las ausencias enaltecieron a la difunta. No tuvimos que soportar a políticos falsamente compungidos en busca de cámaras.

Recordaremos, en cambio, a su marido, Luis García Montero, besando un ejemplar de Completamente viernes, su poemario sobre el amor a Almudena, antes de depositarlo en la fosa. Recordaremos a centenares de lectores con un libro de Almudena en la mano. Recordaremos esa jornada como lo que fue: algo sincero y humano.

Qué más da que un Consistorio municipal se niegue a nombrarte hija predilecta de tu ciudad, cuando ya lo eres.

Dicho esto, el Partido Popular de Madrid (de quien Almudena Grandes fue enemiga a tiempo completo) debería hacérselo mirar. Porque a la tumba de la escritora, en el cementerio civil de la ciudad, acudiremos algunos que no votamos nunca a la derecha y otros que votan siempre, o algunas veces, a la derecha. Porque las huellas sentimentales son ajenas a la ideología y porque en las novelas de Almudena Grandes podían reconocerse los de un bando y los del otro.

Hay momentos en que las reglas energúmenas de las redes sociales, que actualmente rigen la actividad política, han de quedar en suspenso. El sectarismo, cansino en la vida, resulta estúpido en la muerte. La obligación de las autoridades populares madrileñas consistía, tras el fallecimiento de Almudena Grandes, en ensalzarla como si no hubiera un mañana, en concederle de inmediato todos los honores y en estropear con su presencia (a nadie le importa que yo lo hubiera lamentado) ese emotivo entierro.

Por resumir y en malas palabras: señoras y señores de la Comunidad y del Ayuntamiento de Madrid, han quedado ustedes como el culo.

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