Hijo, ¿me puede gustar Chaikovski?
Las distintas facetas de Javier Pradera como intelectual son conocidas, no así su vena melómana. Máximo Pradera recuerda la banda sonora que marcó a su padre
El 20 de noviembre se cumplen 10 años del fallecimiento de Javier Pradera. Mucho y bien se ha escrito ya sobre sus méritos como periodista y editor, y sobre todo acerca de su solidez como intelectual de izquierdas, que le confiere el mismo peso en la España del tardofranquismo y la Transición (y creo que en esto no me ciega el cariño de hijo) que en la Francia del general De Gaulle pudo haber tenido el gran André Malraux....
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El 20 de noviembre se cumplen 10 años del fallecimiento de Javier Pradera. Mucho y bien se ha escrito ya sobre sus méritos como periodista y editor, y sobre todo acerca de su solidez como intelectual de izquierdas, que le confiere el mismo peso en la España del tardofranquismo y la Transición (y creo que en esto no me ciega el cariño de hijo) que en la Francia del general De Gaulle pudo haber tenido el gran André Malraux.
Como todas estas facetas de Javier Pradera ya han sido puestas de relieve por numerosos articulistas y pensadores, en este décimo aniversario de su muerte me propongo hablar de un aspecto de mi padre absolutamente desconocido para el gran público, que es su vena melómana. Todos tenemos, como ocurre en el séptimo arte, una especie de banda sonora personal, una playlist de melodías y canciones tan ligadas a nuestra biografía y nuestras emociones que nos definen tanto o más como el Tema de Lara a Doctor Zhivago o Americanos a Bienvenido Mr. Marshall. Mi padre no podía ser una excepción.
Pradera tenía lo que coloquialmente se conoce como una oreja enfrente de la otra, pero a diferencia de su cuñado Rafael Sánchez Ferlosio, del que sí se puede decir que ignoraba olímpicamente la música —si es que no la aborrecía cordialmente—, él la apreciaba a lo Frank Sinatra, esto es, a su manera.
Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla donde madura el limonero, sino de un piso en el distrito de Retiro, en Madrid, en el que mis padres tarareaban con frecuencia canciones de todo tipo y pelaje. Mi madre, Gabriela Sánchez Ferlosio, lo hacía de manera más que aceptable y casi siempre en italiano, acompañándose ella misma a la guitarra, como una Joan Baez trasteverina, y mi padre lo hacía en castellano y a cappella, parodiando muchas veces a esos relamidos cantantes que, a través de la radio de la dictadura, aportaban consuelo y diversión a los españoles en el siniestro y raquítico país que les había dejado Franco.
Quizá la parodia más conseguida de mi padre fuese la de Lucho Gatica interpretando la canción El reloj. Pradera tenía sentimientos encontrados respecto a este bolero, pues si bien es cierto que apreciaba —como las aprecio yo— tanto la letra como la melodía y que seguramente lo había bailado en su juventud, se daba perfecta cuenta de la afectación con la que lo interpretaba este aclamado cantante chileno, apodado El rey del bolero, y nos hacía reír en casa con su parodia. Cuando lo cantaba, Pradera exageraba de manera muy cómica las epéntesis y los glissandi de Gatica. La epéntesis es esa tendencia de los cantantes más sensibleros a añadir de su cosecha sílabas de más en algunas palabras clave. El glissando consiste en pasar de una nota a otra, deslizándose sobre los sonidos intermedios. “Reloj no mareques las horas”, podía llegar a cantar Pradera, seguido de un “haz esta noche perepetua”. Al llegar a la parte más dramática, cuando Gatica quiere parar el tiempo para estar más rato junto a su amada, el cantante hace un glissando descendente muy cursi entre las sílabas mi y no, en el que Pradera se regodeaba: “camiiiiiiiiiiiiino”. E incluso añadía algún sollozo.
Jordi Gracia ha relatado, en la extensa biografía que publicó sobre Javier Pradera, las visitas periódicas de Carmen Polo a la calle de Serrano, 25, donde vivía mi padre de pequeño. Su anfitriona no era otra que María Ortega, apodada La Brava, viuda de don Víctor Pradera, que el franquismo siempre consideró un prócer de la patria. Al finalizar la visita, La Collares se despedía de mi padre y sus hermanos con lágrimas de cocodrilo en los ojos y, mientras les pellizcaba los mofletes, se compadecía de ellos con esta frase, que a Pradera se le quedó grabada para siempre: “¡Pobrecitos, los huerfanitos, pobrecitos!”. La Collares hurgaba sádicamente en la orfandad de los niños, cuyo padre había sido fusilado por milicianos republicanos, en agosto de 1936, contra la tapa del cementerio de Polloe en San Sebastián.
Pues bien, la playlist de Pradera también incluía temas ultralacrimógenos, como A la orilla de un palmar, que interpretaba con mucha retranca, riéndose (por no llorar) de la orfandad que tanto le había restregado en su niñez la mujer del dictador. “Soy huerfanitooooo. / No tengo padre ni madre / ni un amigooooo / que me venga a consolaaaaar”.
No todo el cancionero praderesco era paródico o autoirónico. A mi padre le encantaba cantar con nosotros muchas de las canciones recogidas en los discos que se trajo de Cuba, país que visitó en 1968, un año después de la muerte del Che. La que más le divertía, quizá por tener un ritmo irresistible de mambo, era Si Fidel es comunista. “Si las cosas de Fidel / son cosas de comunista, / que me pongan en la lista / que estoy de acuerdo con él”.
Otra canción que le emocionaba especialmente era Le chant des partisans, en la versión de Yves Montand, a quien conoció a través de Jorge Semprún. Fue el himno de la Resistencia Francesa durante la ocupación alemana, y por estar en 4/4 y a 116 bpm (pulsaciones por minuto) era muy apropiada para cantarla mientras caminaba a buen paso por el parque del Retiro. “Montez de la mine, descendez des collines, camarades. / Sortez de la paille les fusils, la mitraille, les grenade”. (“Subid de la mina, bajad de las colinas, camaradas. / Sacad los fusiles, la metralla, las granadas”).
Javier Pradera también era aficionado a la música clásica, y aunque no era muy proclive a escucharla en casa, siempre que podía se escapaba al Auditorio Nacional en compañía de Natalia, su segunda esposa. Si había un compositor que le gustaba especialmente, ese era Chaikovski. Su música —especialmente el Concierto de violín— lo conmovía hasta la lágrima, pero luego se sentía culpable por haberse abandonado a un exceso de sentimentalismo. Según me relató él mismo, en su juventud solía ir al Teatro Real con un grupo de melómanos muy proclives al postureo cultural. Estos solían recriminarle, con una mezcla de altivez y condescendencia, que se hubiese emocionado, por ejemplo, con la Sinfonía patética. Si el programa incluía otro compositor ruso más vanguardista y disonante, como Shostakóvich, Prokofiev o Stravinski, era a éste al que había que elogiar a la salida del concierto, no a Chaikovski, al que consideraban un músico facilón.
Como mi padre me respetaba bastante en cuestiones musicales —llegó a encargarme un artículo para la revista Claves sobre la relación entre la música y la literatura—, a menudo me preguntaba angustiado: “Hijo, ¿me puede gustar Chaikovski?”. Como si Chaikovski fuera El Koala y emocionarse con una música tan poco elitista fuera el colmo de la aberración intelectual. Además, Chaikovski era gay, de manera que la pregunta de mi padre encerraba, a nivel subtextual, una cuestión aún más peliaguda: “¿Me puede gustar Chaikovski sin que mis amigos me consideren una nenaza?”.
Aconsejo a todos aquellos que quieran recordar con afecto a Pradera en el décimo aniversario de su muerte que, además de leer (o releer) su obra maestra, el ensayo Corrupción y política: Los costes de la democracia, se pongan de fondo el mencionado Concierto de violín.
Allá donde esté, no habrá mejor manera de hacerle feliz.
Máximo Pradera es periodista, guionista y escritor. Su último libro es ‘El hombre que fue Sherlock Holmes’.
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