Los cuervos
Los políticos saben que sus miserias acabarán saliendo a la luz. ¿Tanto les cuesta mantenerlas manos quietas?
En Queridos niños, la reciente sátira de David Trueba sobre el inframundo donde fermentan la política y el periodismo, el protagonista trabaja como asesor electoral de un partido al que llama Los Cuervos. Se trata de un partido conservador y esencialmente corrupto (no crean que sus rivales salen mucho mejor parados en la novela), y el lector tiende a ident...
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En Queridos niños, la reciente sátira de David Trueba sobre el inframundo donde fermentan la política y el periodismo, el protagonista trabaja como asesor electoral de un partido al que llama Los Cuervos. Se trata de un partido conservador y esencialmente corrupto (no crean que sus rivales salen mucho mejor parados en la novela), y el lector tiende a identificar a esos córvidos con las gaviotas del PP. Aunque aquí conviene precisar que el autor del logo popular, Fernando Martínez Vidal, afirma que no dibujó gaviotas, sino charranes. Se distinguen un poco en el tamaño y bastante en las costumbres: las gaviotas son carroñeras y los charranes no lo son. Por alguna razón, el PP decidió establecer solemnemente en sus estatutos que se trata de gaviotas.
No sé si Trueba optó por hablar de cuervos por su color negro y por los mitos que los relacionan con los malos presagios y con la muerte. Si las gaviotas son carroñeras, los cuervos son necrófagos. Hay ahí una cierta conexión. Pero los cuervos poseen una característica muy rara en el mundo animal: pueden, como los humanos, pensar en lo que piensa el prójimo y predecir su comportamiento. A eso se le llama “teoría de la mente” (véase Bullshit: contra la charlatanería, de Bergstrom y West, y los experimentos que citan ambos científicos sobre la inteligencia de los cuervos).
El cuervo no sólo es capaz de utilizar herramientas, sino que guarda determinados materiales porque sospecha que pueden servirle para algo en el futuro. Es además un trilero formidable. Si sospecha que algún otro animal lo observa cuando esconde comida, simula ocultarla en un sitio para en realidad dejarla en otro. Resulta muy difícil pillar las trampas de un cuervo. Otra cosa: el cuervo reconoce y recuerda los rostros humanos y guarda rencor a quien le juega una mala pasada. Y puede pasar esa información a otros individuos de su especie. Resulta evidente que el cuervo es un perfecto animal de partido.
A un cuervo difícilmente le pillarían con las manos en el pastel. A los políticos, en cambio, suele ocurrirles. Pongamos como ejemplo, porque es el más reciente, a Xavier García Albiol, alcalde popular de Badalona y expresidente del PP catalán. El hombre estuvo en una sociedad radicada en un paraíso fiscal, Belice, y realizó la tramitación societaria a través de un despacho andorrano. El simple enunciado de la cosa ya da idea de trapacería. García Albiol ocultó el hecho en sus declaraciones públicas de bienes. Ahora, descubierto por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (del que forma parte este diario), su defensa consiste en que el posible fraude no tuvo nada que ver con el PP. Tranquilos. Si hubo delincuencia, fue personal, no política. Qué alivio.
Ni yo ni los cuervos somos tan ingenuos como para suponer que los políticos hacen más trampas que los odontólogos, los conductores de autobús o los afinadores de pianos (profesiones todas ellas muy honorables, aclaro). Pero los políticos son personajes públicos. Saben mejor que nadie que sus miserias acabarán saliendo a la luz, porque parte de su oficio consiste en revelar disimuladamente las miserias de sus rivales. ¿Tanto les cuesta mantener las manos quietas?
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