La pandemia nos enseñó que los lugares no son tan importantes (pero siguen siendo muy importantes)

Al celebrar la implantación del teletrabajo o la educación ‘online’ no hay que olvidar cómo los espacios físicos comunes y públicos nos igualan

Un colegio de Mairena del Aljarafe (Sevilla), este 10 de septiembre.CRISTINA QUICLER/AFP/Getty Images

Una de las paradojas del mundo actual es que no dejamos de movernos cuando supuestamente ya no hace falta ir a ningún sitio. No es necesario desplazarse para comprar, aprender o trabajar, pero nadie lo diría a juzgar por nuestra agitada movilidad. Llevábamos tiempo diciendo que ya no había sitios sino flujos, celebrando la aniquilación del espacio, el final de la territorialidad y la “bagatelización del lugar” (Niklas Luhman), pero cuando una pandemia nos obliga a televivir, la experien...

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Una de las paradojas del mundo actual es que no dejamos de movernos cuando supuestamente ya no hace falta ir a ningún sitio. No es necesario desplazarse para comprar, aprender o trabajar, pero nadie lo diría a juzgar por nuestra agitada movilidad. Llevábamos tiempo diciendo que ya no había sitios sino flujos, celebrando la aniquilación del espacio, el final de la territorialidad y la “bagatelización del lugar” (Niklas Luhman), pero cuando una pandemia nos obliga a televivir, la experiencia padecida nos hace añorar el desplazamiento, ya sea para trabajar, para aprender o para cualquier otra cosa.

La pandemia nos ha obligado a realizar una doble experiencia, aparentemente contradictoria: que los lugares no son tan importantes (por eso el confinamiento ha permitido realizar digitalmente una buena parte de la actividad económica del trabajo y la educación) y que los lugares siguen siendo muy importantes (y de ahí la urgencia de reabrir los espacios de trabajo y los centros educativos). Haber tenido que hacer tan brutal experimento nos ha permitido descubrir qué había de necesario y qué de superfluo en muchos de nuestros desplazamientos, en la presencia física. A partir de ahora se abre una discusión —en nuestras prioridades personales y también en la organización de la vida social— acerca de qué es suprimible y qué no.

No tengo una respuesta a la cuestión sobre hasta qué punto se extenderá el trabajo o la educación no presencial, pero sí tengo un criterio. El problema no es trabajar o aprender en un lugar, en otro o en ninguno, sino qué tipo de relación con el lugar es apropiado para qué. Avanzaremos en la digitalización, sin duda, pero convendría que lo hiciéramos sin beatería. El lugar, la presencia, el contacto físico son una realidad persistente de nuestra condición humana, aunque en cada época de la historia —y en función de las infraestructuras tecnológicas— se lleven a cabo de distintas maneras. Lo importante, ya hablemos de trabajo o de educación, es identificar con criterios de racionalidad y justicia cuándo el lugar importa.

Con la digitalización nos va a pasar algo similar a lo que ocurrió con la globalización; creímos que lo global suprimía lo local y tardamos un tiempo en entender que únicamente se modificaban las relaciones entre ambas realidades. La enseñanza a distancia y el teletrabajo no hacen innecesarias sus dimensiones presenciales, sino que permiten combinarlas de acuerdo con las nuevas posibilidades, teniendo en cuenta el quién, el qué y el cómo en cada caso. Del mismo modo que se han deslocalizado ciertas funciones y territorializado otras, habrá dimensiones y sectores de la vida laboral cuya digitalización será beneficiosa para todos, otros en los que esto no será posible o conveniente y algunos sobre los que tendremos intensos debates —porque hay intereses de por medio que harán especialmente conflictiva esa delimitación, juzgada de distinta manera desde la perspectiva de las empresas, de los trabajadores en general o de las mujeres en particular, por ejemplo—.

La idea de irrelevancia de los lugares era propia de la sociedad de la información, pero la sociedad del conocimiento tiene una relación más intensa con el espacio y la presencia. Las condiciones de la instrucción no son las mismas que las del aprendizaje. La información es ubicuitaria; la mayoría de las experiencias educativas requieren, por el contrario, un lugar concreto. Hay que distinguir la información, que es universalmente accesible, de las experiencias que exigen una interacción personal. No daremos una respuesta adecuada a esta cuestión mientras no distingamos entre los diversos tipos de trabajo y educación o entre sus diversas dimensiones. Una cosa es la accesibilidad universal de la información y otra la distribución real del conocimiento, llena de brechas y periferias, del mismo modo que el teletrabajo libera o castiga según los casos.

Los precipitados celebradores de la atopia digital tienden a olvidar que mientras los lugares comunes y públicos nos igualan, los lugares propios nos hacen más desiguales, en virtud del tipo de domicilio, las condiciones de trabajo, las posibilidades de una educación a distancia o el hecho de que uno (una, más bien) tenga personas a su cargo. Si Virginia Woolf viviera ahora no cifraría en una “habitación propia” la emancipación de las mujeres, sino en los espacios comunes y anónimos en los que poder ocuparse de una sola cosa en lugar del multitasking habitual que el confinamiento incrementó.

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