Apoyar a Assange, luchar por una prensa libre

Diez años después de la filtración de 250.000 cables diplomáticos de EE UU impulsada por el fundador de WikiLeaks, el exdirector de ‘The Guardian’ Alan Rusbridger critica la indiferencia ante su detención

Manifestación en apoyo de Julian Assange, en Londres, el 21 de octubre de 2019.DANIEL LEAL-OLIVAS/AFP/GETTY IMAGES

Fue un día de mucho drama y casi de comedia bufa. Docenas de periodistas en cinco países se disponían a publicar la mayor filtración de documentos secretos de la historia. Era una operación meticulosa y precisa… hasta que todo empezó a salir mal.

Ocurrió el 28 de noviembre de 2010, hace [el próximo sábado] 10 años. La idea era que los periódicos colaboradores —The Guardian, El País, Der Spiegel, The New York Times y Le Monde— publicaran simultáneamente los cable...

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Fue un día de mucho drama y casi de comedia bufa. Docenas de periodistas en cinco países se disponían a publicar la mayor filtración de documentos secretos de la historia. Era una operación meticulosa y precisa… hasta que todo empezó a salir mal.

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Ocurrió el 28 de noviembre de 2010, hace [el próximo sábado] 10 años. La idea era que los periódicos colaboradores —The Guardian, El País, Der Spiegel, The New York Times y Le Monde— publicaran simultáneamente los cables diplomáticos proporcionados por WikiLeaks a las 21.30.

Nunca había habido algo parecido a esta filtración: millones de documentos clasificados de las profundidades de la Administración de Estados Unidos. Habían hecho falta meses de trabajo paciente para llegar a aquel momento en el que los periodistas podían compartir con el mundo las decenas de historias elaboradas por sus equipos.

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Y entonces, en el colmo de la ironía, la operación fue objeto de su propia filtración. Unos cuantos ejemplares de Der Spiegel se pusieron en venta por equivocación a primera hora de la mañana en una tranquila estación de tren cerca de Basilea. Un periodista local empezó a tuitear, eufórico, las sensacionales historias que estaba leyendo y de pronto hubo que adelantar la publicación: cinco directores hicieron historia un poco antes de lo previsto.

Diez años después, hemos visto varios casos de colaboraciones y filtraciones similares en todo el mundo. El antiguo empleado de la NSA Edward Snowden facilitó, como es sabido, una filtración aún mayor de secretos de Estados Unidos en 2013. La era digital hace que sea mucho más difícil mantener la información a buen recaudo y, desde entonces, hemos podido saber sobre amplios expedientes de datos embarazosos y reveladores relacionados con evasiones de impuestos y malas prácticas financieras.

En teoría, los periodistas deben creer en la transparencia, y creo que la mayoría de mis colegas de todo el mundo aplaudieron el ejemplo colectivo que sentamos hace 10 años, un ejemplo pionero de la capacidad de distintos medios para colaborar en el manejo de un inmenso volumen de datos. Los periodistas están entrenados para competir, pero en el siglo XXI estamos aprendiendo a compartir.

Sin embargo, los últimos 10 años también han tenido un lado negativo. Quizá era inevitable que se produjera una reacción y así fue. Varios países han propuesto leyes más duras que harían casi imposible la labor informativa, en particular sobre cuestiones relacionadas con la seguridad nacional.

Hasta ahora, Australia es el país que ha ido más lejos, pero en el Reino Unido hay propuestas para aumentar las condenas de prisión para periodistas no solo por escribir sobre secretos de Estado, sino simplemente por recibir y poseer material que el Estado considere secreto.

Mientras tanto, los dos personajes que tuvieron la máxima responsabilidad de la filtración de los cables diplomáticos ya han sufrido la suerte que tal vez aguarda a muchos directores y periodistas en el futuro. La fuente de los documentos, Chelsea Manning, fue condenada a prisión y ha sufrido acoso constante. Y Julian Assange, fundador de WikiLeaks, espera hoy en la cárcel a que se celebre la vista para decidir si es extraditado a Estados Unidos, con la perspectiva de cumplir una larga condena en una prisión de máxima seguridad.

Assange era una figura compleja ya cuando trabajamos con él hace 10 años. No es ningún secreto que hubo tensiones entre los cinco directores y este personaje esquivo, a partes iguales informante, filtrador, editor, pirata informático, periodista, activista, empresario y anarquista de la información.

Enfrentamientos y desconfianza

Hubo peleas, enfrentamientos y largos periodos de desconfianza mutua y silencio. Me es difícil defender algunos de sus comportamientos desde 2016, pero me parece más fácil que a otros periodistas, por lo visto, pensar que es malo para la causa de la libertad de expresión que ahora nos encojamos de hombros ante su destino.

No cabe duda de que, con sus múltiples identidades, es fácil renegar de Assange: “En realidad no es de los nuestros”, se justifica la indiferencia. Los periodistas se sienten asediados e inseguros en todo el mundo. No les gusta demasiado la revolución digital que parece haber degradado económicamente su profesión. No les gustan los blogueros, los aficionados ni los bocazas de las redes sociales. Parece cada vez más importante definir la labor de los periodistas profesionales, no hacer causa común con cualquier guerrero de ordenador.

Pero hacemos mal en ser indiferentes a la suerte de Assange. Muchas cosas de las que le acusan — animar a una fuente a que le diera más materiales o ayudarle a ocultar su identidad— las harían casi todos los buenos periodistas.

Además, tenemos el incómodo precedente de que Estados Unidos persiga judicialmente a un ciudadano australiano en un tribunal británico por revelar asuntos que considera confidenciales. ¿Qué pasaría si un periodista español residente en Londres tuviera problemas por escribir sobre un programa nuclear secreto en Pakistán o Israel, por ejemplo? Que Assange sea o no “uno de los nuestros” es indudablemente menos importante que el terreno resbaladizo que podría abrir su caso para quienes se consideran “verdaderos” periodistas.

Por eso, si bien hay que recordar y celebrar la colaboración que permitió la publicación, hace 10 años, de un material muy importante, el proyecto sirve también como recordatorio punzante de que la libertad de expresión es una batalla que nunca hay que dar por ganada.

El privilegio de ser periodista —y, me atrevo a decir, lector de estas revelaciones— va de la mano de la responsabilidad de continuar la lucha centenaria por una prensa libre. Y Julian Assange, al margen de lo que nos parezca personalmente, es hoy parte central de esa lucha.

Alan Rusbridger fue director de ‘The Guardian’ durante 20 años. Hoy preside el Reuters Institute for the Study of Journalism de Oxford y recientemente ha sido escogido para formar parte del Consejo Supervisor de Facebook.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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