Malas noticias
Resulta penoso contemplar la hipocresía, la frivolidad o la mala voluntad de tantos dirigentes políticos
El otro día, un colega me dijo que los periodistas podíamos sentirnos orgullosos de sacar adelante nuestro trabajo en las actuales circunstancias. Hasta cierto punto, estoy de acuerdo con él. Si antes descontamos a toda esa gente que tiene mucho más mérito que los periodistas, y muchas más razones para sentir orgullo por su tareas.
El personal sanitario, para empezar. Esos hombres a los que ha tocado batallar en primera línea. Sé que entre ellos hay quien se escaquea. Pero en su gran mayoría hacen más de lo que pueden, como comprueba cualquiera que necesita con urgencia de sus servicios...
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El otro día, un colega me dijo que los periodistas podíamos sentirnos orgullosos de sacar adelante nuestro trabajo en las actuales circunstancias. Hasta cierto punto, estoy de acuerdo con él. Si antes descontamos a toda esa gente que tiene mucho más mérito que los periodistas, y muchas más razones para sentir orgullo por su tareas.
El personal sanitario, para empezar. Esos hombres a los que ha tocado batallar en primera línea. Sé que entre ellos hay quien se escaquea. Pero en su gran mayoría hacen más de lo que pueden, como comprueba cualquiera que necesita con urgencia de sus servicios. A mí me tocó hace unas semanas en Buenos Aires: médicos (en mi caso, dos doctoras venezolanas), enfermeras y enfermeros, celadores, limpiadoras y limpiadores, envueltos en escafandras, hacían jornadas agotadoras y aún les quedaban fuerzas para dar ánimos.
Cada trabajador tiene sus problemas. Donde se regresa a una cuarentena más o menos estricta, muchos pierden sus ingresos. En lugares donde se intenta mantener una apariencia de normalidad, como en mi paradero actual, Florida, miles y miles de empleados cumplen sus turnos en ambientes cerrados y se exponen al contagio. El cliente entra, compra o consume y se va. Ellos se quedan hasta diez horas. Son quienes, pese a las precauciones, más números tienen en la lotería siniestra.
Esa minoría que sigue percibiendo su salario y puede trabajar desde casa tal vez no se hace una idea de lo difíciles que están las cosas. Esa otra minoría que se queja porque se prohíbe salir de copas o porque se aburre no merece comentario.
Dicho esto, es cierto que el periodismo está sobrellevando con relativa dignidad numerosas complicaciones. Aunque vaya a quedar en su expediente una nueva mancha, la de no haber sido capaz de mostrar de forma explícita y continua los horrores más profundos de la pandemia (los gobiernos han venido empeñándose con singular denuedo en evitar que el público vea de cerca la muerte y el dolor que ocurren bajos sus mandatos), hay que reconocer al periodismo algunos detalles honrosos en esta era oscura. Ir donde pasan las cosas para contarlas, eso que siempre fue básico y, al margen del coste económico, más o menos sencillo, se convierte en ocasiones en una carrera de obstáculos.
Parte de las múltiples tareas necesarias para ofrecer al público un medio de información aparentemente “normal” pueden realizarse a distancia, pero la ausencia de la redacción física (pese a que en los últimos años hayan ido degradándose sus funciones como lugar de discusión o, si prefieren la fórmula pretenciosa, como intelecto colectivo) supone una merma.
A mí, en cualquier caso, lo que me resulta más penoso en el trabajo cotidiano es lo primero: situarme al otro lado, el del lector, el oyente o el telespectador, e informarme. Constatar la impotencia general ante una enfermedad hasta ahora desconocida.
Asistir a la gran devastación general o conocer circunstancias humanas especialmente dolorosas. Soportar la estupidez del terrorismo. Contemplar la hipocresía, la frivolidad o la mala voluntad de tantos dirigentes políticos. Malas, malas noticias. Ganas de vomitar.
Informarse se ha convertido en algo muy poco agradable. Todos mis respetos a quienes, por la razón que sea, siguen haciéndolo.