Jajajajaja. Oye, y tú ¿cómo estás?
Durante la pandemia los grupos de WhatsApp se llenan de impersonales mensajes cómicos que pueden sepultar la comunicación auténtica
En su libro Te elige, Miranda July envidiaba a quien había perpetrado el grueso de su carrera artística antes de la explosión de Internet. “Yo conseguí escribir sólo un guion antes de que Internet llegara”, se lamentaba. Cualquiera que esboce una sonrisa amarga al leer esta confesión lo hará probablemente porque sabe que Internet, aparte de regalarle El Todo, también le ha robado algo.
Ahora, durante esta pandemia, parece absurdo lanzar piedras contra el poder comunicador de ...
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En su libro Te elige, Miranda July envidiaba a quien había perpetrado el grueso de su carrera artística antes de la explosión de Internet. “Yo conseguí escribir sólo un guion antes de que Internet llegara”, se lamentaba. Cualquiera que esboce una sonrisa amarga al leer esta confesión lo hará probablemente porque sabe que Internet, aparte de regalarle El Todo, también le ha robado algo.
Ahora, durante esta pandemia, parece absurdo lanzar piedras contra el poder comunicador de las redes —oh, alabadas sean, aquellas que nos han permitido el teletrabajo, el ocio, la cháchara, el poder estar relativamente fuera aunque estemos indefectiblemente dentro—, pero quizás el abrazo haya sido tan prieto que no nos estemos percatando de la fuerza que se lleva consigo. En estos extraños días, el poder facilitador de la comunicación de Internet es tal que en grupos de WhatsApp familiares y de amigos lejanos —esos batiburrillos whatsappiles personales e impersonales al mismo tiempo— el uso de gracietas preelaboradas por otros, vídeos cómicos, imágenes transmisoras de emociones y mensajes es torrencial, excesivo, casi —y ahí, creo, radica el susto— exclusivo.
Parece como si todo aquello que antes llamábamos viral y que ahora preferimos llamar memes hubiera sepultado la verdadera comunicación. Tías, primos, abuelos, amigos de la infancia, colegas de oficina comunican su desesperación, sus problemas con las mascarillas, sus pocas ganas de hacer ejercicio, su descreimiento hacia los políticos y todo el infinito abanico de emociones que surgen en la cuarentena a través de imágenes y vídeos elaborados por otros. No verás una tortilla hecha por tu tía, sino un vídeo ingeniosísimo de la creación de una tarta-emoji con mascarilla de nata que hizo una persona que no sabes quién es y que no conocerás jamás. Tuvo su gracia al principio del encierro, cuando la imaginación de la población se ponía a funcionar y nacían ramilletes de chistes en cada rincón de la red de redes. Pero resulta descorazonador, tras varias semanas de clausura y distancia, tener que indagar en el verdadero sentir de tu tía Conchi escarbando en un meme motivador confuso lleno de rosas y corazones salido del inframundo de Internet, o en el último vídeo —“importantísimo, no podéis dejar de verlo”— de un tipo con bata blanca explicando “unas cuantas verdades sobre el coronavirus”. Llegados a un punto, nuestras defensas emocionales flojean, y quizás preferiríamos recibir un plano fijo de nuestra prima envolviendo unas croquetas y contando cómo le ha ido el día que un meme descacharrante más de cierta presidenta de la Comunidad de Madrid soltando algún nuevo disparate.
¿Se están difuminando el individuo y su experiencia personal frente al meme ajeno?
¿Estamos dejando que otros tomen los mandos de nuestra narrativa vital? ¿Hasta qué punto sustituye el meme a la narración de la propia experiencia? ¿Se están difuminando el individuo y su experiencia personal frente al meme ajeno? La vivencia de cada uno se esfuma, se transmuta en un producto que ya ofrece la información debidamente plasmada. ¿Dónde queda entonces nuestra vivencia, el relato de la misma? Virginia Lázaro, investigadora y crítica de arte contemporáneo que centra sus trabajos en torno a la iconoclastia, opina que la comunicación digital impone un frenesí, un flujo frenético de intercambio de información masivo y constante, que responde a ese deseo de estar conectados recibiendo y emitiendo estímulos. “Los memes encapsulan rápidamente un estado de ánimo, una idea. Son, por un lado, un devenir de la capitalización de la comunicación en la esfera digital (recompartir es mucho más rápido que narrar), pero también, en tanto que humor, yo diría que son una forma de enfrentar esta tristeza que precisamente nos provoca la necesidad de conexión”, explica. También sostiene que ante el encierro, el estado de alarma, el miedo y la incertidumbre es mucho más sencillo comunicarse a través de estas formas del instante, que sólo piden una respuesta rápida, más que a través de una comunicación comprometida y que implica pensamiento y compromiso emocional. La razón principal está clara: las respuestas a esta comunicación más comprometida nunca llegan tan rápido como ese jajaja inmediato que provoca el meme. Mirado así, el meme tiene una función fática, una búsqueda de toma de contacto inmediata, un “Can you hear me, Major Tom?” lanzado al espacio infinito.
En ese sentido, ¿estoy atacando a la compartición compulsiva de memes por una especie de conservadurismo absurdo, de la misma forma que en los sesenta una sociedad anquilosada en la tradición tildó de vagas a las amas de casa que abrazaron la innovación del café ya molido, como si el trabajo ya hecho desvirtuara las labores primigenias del molido de café, el cuidado minucioso de los procesos? ¿Son quizás los memes un producto facilitador de la vida, un electrodoméstico que lava, centrifuga y nos entrega las emociones dobladas, planchadas, listas para ser enviadas, sin que nosotros tengamos, de alguna forma, que tejer el jersey emocional, que cortar la lana, cardarla, hilarla, teñirla?
Laura Tabarés, investigadora cultural, artista visual y memera, recalca que la circulación de los memes y los virales va más allá del “for the lulz” (por las risas) inicial, ya que tienen un componente afectivo importantísimo. “A menudo reaccionamos a estos memes y virales a través de dos palabras que tienen mucho que decirnos: related y relatable. Un meme related nos habla de un contenido que muestra una realidad con la que estamos de acuerdo. Un meme es relatable cuando nos identificamos afectivamente con él, cuando conecta de forma profunda con nuestra experiencia o estado emocional”. Esto, según Tabarés, explicaría esta tendencia exacerbada a relacionarnos con memes durante el confinamiento: ambos tipos de memes organizan la confusión, explicando lo que sucede, identificando y nombrando cómo nos sentimos y manteniéndonos en contacto (de la misma forma que lo hacían las cañas, la fiesta, el café o cualquier otro símbolo social) en una época de trauma global difícil de procesar.
Esos reenvíos son también botes salvavidas secos y calentitos para nuestras emociones temblorosas
Así las cosas, quizás podamos mirar con otros ojos la riada de memes del grupo de WhatsApp familiar o de quintos de 1984: no son una avalancha de emociones prestadas por desconocidos y tomadas por conocidos para hacer la gracia y ocultarse tras ellos, haciendo tintinear nuestro móvil a meme por minuto. Es decir, son eso, pero al mismo tiempo mucho más: botes salvavidas secos y calentitos para nuestras emociones temblorosas por la inestabilidad de la situación, flotadores que nos lanzamos unos a otros para sentir que el fondo no es tan oscuro e incierto. Pero en medio de esta marejada, y a pesar de los memes-flotadores, se me ocurre únicamente una sugerencia, un pequeño consejo que quizás podríamos llevar a cabo para abrir una pequeña grieta en la amenazadora despersonalización general:
Cuando alguien nos reboce en memes, cuando en un grupo de WhatsApp no se pueda casi ni salir a la superficie a respirar de tantos flotadores lanzados a lo loco, esperemos unos segundos tras el jajajaja y después digamos: “OYE, Y TÚ ¿CÓMO ESTÁS?