Carlos III, icono de moda (pero ¿de qué siglo?)
Tesoro nacional para la industria de la sastrería británica y referente de estilo, el monarca encara su reinado como un reflejo de sus trajes, y no al revés
A Carlos III se le discute todo menos su privilegiado sentido de la moda, valga la redundancia. Menos caprichoso que su tío abuelo, el duque de Windsor, y menos imponente que su padre, el duque de Edimburgo (dos metros de estatura y pétrea elegancia militar), el monarca y su armario lleno de trajes cien veces remendados gozan, no obstante, del respeto de los admiradores del vestir clásico. La prensa tory lo tiene claro: “Tenemos al jefe de Estado mejor vestido del mundo”, ...
A Carlos III se le discute todo menos su privilegiado sentido de la moda, valga la redundancia. Menos caprichoso que su tío abuelo, el duque de Windsor, y menos imponente que su padre, el duque de Edimburgo (dos metros de estatura y pétrea elegancia militar), el monarca y su armario lleno de trajes cien veces remendados gozan, no obstante, del respeto de los admiradores del vestir clásico. La prensa tory lo tiene claro: “Tenemos al jefe de Estado mejor vestido del mundo”, se admiraba The Spectator días después de la aparición de Carlos III en el Parlamento —vestido con chaqué con banda negra— tras la muerte de su madre en septiembre. No sé si tanto, pero, después de haber sido príncipe de Gales durante siete décadas (papel castrado donde los haya) y teniendo en cuenta sus regias meteduras de pata, es en el armario donde Carlos se expresa más y mejor.
Fiel a su preocupación por la sostenibilidad, es famoso por cultivar “la moda más lenta del mundo”: poca ropa, hecha a medida en Savile Row, que se pone una y otra vez. Para la boda de su hijo Enrique con Meghan Markle, en 2018, recicló un chaqué gris de 1984 parecido al que llevó a la boda de Felipe y Letizia. El culto al remiendo llega a los zapatos (Masatomo, un zapatero de Tokio, lleva años aplicando el parche Charles) y también a su coronación. Para el evento del sábado, el nuevo monarca se ha hecho reparar el guante ceremonial y tres túnicas que llevó su abuelo, el rey Jorge VI. Una de ellas, la llamada Supertúnica, está completamente cubierta de oro, pero no esperen un festival de opulencia aristocrática entre el público de la ceremonia.
Carlos ha prohibido a sus invitados las galas que anteriormente dictaba el protocolo: nada que ver con la fastuosa coronación de su madre en 1952, la primera televisada, y tras cuyo desfile de personalidades del nuevo y el viejo orden, Cecil Beaton escribió en su diario: “Claramente, la vieja aristocracia sigue mandando” (esto, después de reírse de haber pillado a uno o dos sacando la petaca). A su idea de una monarquía reducida le ha seguido un mandato de sencillez en el dress code: vestidos de día para las mujeres y traje, chaqué o uniforme para los hombres. Pero no está permitido el manto de armiño. Algunos la han llamado “coronación casual Friday”.
Un hombre pegado a un traje (gris)
Al vestir, Carlos es conservador sin ser totalmente reaccionario; contenido, pero no aburrido, y resulta inconfundiblemente inglés sin llegar al ridículo. Una mezcla entre el coronel Pickering y el profesor Higgins, pero con ingredientes propios. Siempre lleva el nudo de la corbata pequeño, y dicha corbata, aunque se preste a un poco de diversión, nunca va a juego con el pañuelo del bolsillo del traje, frecuentemente gris, cruzado, con solapa ancha y hombro suave pero armado. Su repertorio de proveedores es un quién es quién de la ortodoxia elegante: camisas de Turnbull & Asser; trajes de Anderson & Sheppard o Gieves & Hawkes; zapatos de Crockett & Jones y uniformes y frac de Benson & Clegg, casa especializada en sastrería naval.
Carlos III es famoso por su envidiable parque de chaqués grises, pero es el traje de este color el perfecto ejemplo de la idea —admirablemente anquilosada— sobre la corrección indumentaria que sobrevive en Savile Row. Ya en los años cincuenta, cuando José Luis de Vilallonga pidió un traje de franela gris de botonadura simple en Henry Poole, otro sastre mítico, se encontró con una negativa:
—En Poole todas las chaquetas de franela rayada las hacemos cruzadas.
—Pero es que yo la quiero abierta.
—Aquí las hacemos cruzadas.
La posición de Carlos III como súbito árbitro de elegancia —Derek Guy, la autoridad sobre el asunto en Twitter, le dedica posts con frecuencia— se considera hoy como un buen augurio para la industria de Savile Row. Pero lleva años fraguándose. En parte, viene del atípico sex appeal que, durante su juventud, Carlos aportó a los clásicos, y que ha sido redescubierto por nuevas generaciones no necesariamente monárquicas. Incontables imágenes del entonces príncipe (sin camiseta, vestido de polo a bordo de su Aston Martin, con un Barbour e incluso con camisa, jersey de pico y kilt) han aflorado en artículos de revista, muros de Pinterest y entradas de blogs dedicados a la elegancia masculina. Hoy, septuagenario, y aunque representa un paternalismo antediluviano, el nuevo monarca funciona como modelo de lo que la sastrería de su país es capaz de hacer por algunos hombres: principalmente, proporcionarles un uniforme que envejezca con ellos a pesar de las tendencias y sin hacerles parecer ejecutivos anónimos o el hombre del tiempo. Algo que, permítanme una maldad, sí se podría decir de sus hijos.
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