Adrien Brody: “La fama no es lo que la gente se piensa. A mí me ha llenado del cariño de perfectos desconocidos”
Pintor, escritor, ocasional piloto de carreras y ganador más joven de la historia del Oscar a Mejor Actor, el neoyorquino comparte con ICON sus ideas sobre el arte, Hollywood, el paso del tiempo y su nueva película con Wes Anderson, ‘The French Dispatch’
Amarrado a una taza de café en la que de vez en cuando entierra su homérica nariz mientras charla con ICON desde la casa en Los Ángeles donde ha amanecido este miércoles, Adrien Brody (Nueva York, 48 años) está haciendo algo habitual en él: hablar de Wes Anderson. Brody, el intérprete más joven en ganar el ...
Amarrado a una taza de café en la que de vez en cuando entierra su homérica nariz mientras charla con ICON desde la casa en Los Ángeles donde ha amanecido este miércoles, Adrien Brody (Nueva York, 48 años) está haciendo algo habitual en él: hablar de Wes Anderson. Brody, el intérprete más joven en ganar el Oscar al Mejor Actor (en 2002, con 29 años, por El pianista, de Roman Polanski), ha trabajado con el cineasta texano más que con nadie en su carrera. Esto era cierto cuando acumulaban tres títulos juntos, entre ellos la nominada al Oscar El Gran Hotel Budapest (2014). Este otoño estrenarán la cuarta, The French Dispatch, recién desvelada en Cannes, y ya están preparando la quinta, aún sin título, y que se rodará en Chinchón nada menos. “Es algo notable, tener un amigo que te inspira tanto. Saca lo mejor de todo el mundo”, enuncia, pausando antes de las palabras importantes y mirando al interlocutor después de pronunciarlas como para comprobar su efecto.
Que Brody encaje tan bien en el mundo hiperestilizado de Anderson parece hasta inevitable. En sus películas todo se rige por un cerrado principio estético y Brody también parece vivir conectado a algún poder superior e invisible. Actúa, sí, pero de una forma tan intensa que, más que vocación, denota una abnegación monacal por su arte. Da igual que esté haciendo de judío en la Polonia del Holocausto en El pianista; de sensible dramaturgo en King Kong (2005), el gigante blockbuster dirigido por Peter Jackson; de mafioso en la mejor temporada de la aclamada Peaky Blinders (2017, BBC y Netflix), o sumándose, este otoño, al mejor reparto de la televisión en la nueva temporada de Succession (HBO).
Y si actuando ya trabaja la contradicción, con ese aura de intérprete de culto que sin embargo brilla en proyectos tan multitudinarios, fuera de ella su vida está todavía más llena de facetas. Pinta (y expone), escribe (y se lo guarda), pilota coches (participó con su Porsche 911 en la polémica carrera de bólidos por la vía publica Gumball 3000), y contesta entrevistas donde cada respuesta parece un pequeño relato. Algo en su mirada parece traslucir el espíritu del adolescente rebelde que fue, a quien su madre metió en la interpetación para para alejarlo de las malas compañías con las que se juntaba en Queens.
Es la mirada que se verá en The French Dispatch, donde comparte cartel con Timotheé Chalamet, Frances McDormand, Tilda Swinton, Owen Wilson o Elizabeth Moss, y donde interpreta a un pretencioso galerista. “No tenía la obligación de parecerme a nadie que exista en la realidad, solo es una amalgama de personas a las que conozco”, admite. “Me ayudó conocer el mundo artístico”.
La película inventa una revista inspirada en The New Yorker en los sesenta. Su madre, la premiada fotógrafa Sylvia Plachy, trabajaba en en otra cabecera neoyorquina de la época, The Village Voice. ¿No ha podido explotar esa casualidad? Ese aspecto de la película no le afecta mucho a mi personaje. Pero ir a las oficinas de The Village Voice en los años setenta a visitar a mi madre, cuando tenía cuatro o cinco años, fue una experiencia educativa única. Muchas ideas que me han acompañado toda la vida se formaron allí, en esas oficinas. Mi madre tenía un compañero al que le encantaba la magia y me hacía trucos, como el de coger una moneda, pedirme que le diese un bocado y luego parecía que la moneda estaba mordida. Esas cosas me fascinaban. Ese amor por la magia seguramente fuera un primer paso hacia entender lo que es la interpretación, el subidón de captar la atención del público, de atraerlo, de crear un personaje. [Se le va mirada, como sobrevenido por un recuerdo]. Luego a mi madre le encargaron que fotografiara la Academia Americana de Arte Dramático y, de no ser por eso, hoy no sería actor. Ella vio en aquellos jóvenes algo que le recordó a mí. Fue muy fortuito pero definitivo. Quién sabe dónde estaría si no.
¿Pintando, quizá? Además de la madre artista, su padre, el historiador Elliot Brody, es bastante conocido por su pintura. También usted ahora se mueve en el mundo del arte. Quizá estuviera pintando, sí, y muriéndome de hambre. Es verdad que la pintura me toca bastante de cerca desde una edad muy temprana. Pero no me admitieron en el departamento de arte con mis bocetos del instituto y sí en el de interpretación, lo cual me metió en un camino que me llevó a actuar profesionalmente desde muy joven.
¿En qué momento alguien tan de Nueva York como usted decide que se va a Hollywood? Tenía un amigo con el que había actuado en un anuncio a los 16 años, más o menos. Le vendí mi Mustang, bueno, una imitación que tenía... luego tuvimos un lío y tuve que devolverle el dinero. Pero nos hicimos amigos. Se mudó a Los Ángeles y me dijo, ‘Tienes que venirte, aquí está todo’. Tenía 19 años, estaba actuando y estudiando arte dramático en la universidad y sentía que otra clase no iba a aportarme ya mucho más. Así que me di un semestre y fui para allá, a dormir en un futón en el suelo de mi amigo. Me quedé una temporada, alquilé un piso barato, compré una moto y estuve de prueba en prueba. Nueva York es puro contacto con la humanidad. En Los Ángeles tienes que tener amigos. Y eso lleva tiempo. Yo los tengo ahora, pero cuando era joven, siendo tan introvertido, fue una experiencia muy solitaria.
¿Ser actor le ha cambiado la personalidad o viceversa? Soy una persona muy apasionada. Es lo que me hace buen intérprete: soy reactivo pero también conecto de una forma muy clara con el lado emocional de las cosas. Soy muy, muy sensible. Y siempre me doy cuenta del subtexto emocional de cada situación, me hago cargo de lo que la gente pueda sentir. En parte es algo innato en mí, lo heredé de mi madre, otra persona extremadamente sensible. Haber entregado mi vida a ser actor, a ponerme siempre en la piel de los demás, ha definido mi forma de entender el mundo y mi lugar en él. Soy consciente del potencial para la tragedia que hay en cada esquina. ¡Y no solo la tragedia! La complejidad, que es el hilo conductor de nuestras vidas. No estoy en las nubes, alejado del enorme sufrimiento que existe en este planeta. Me siento muy conectado, muy parte de la humanidad, y me apetece expresarlo en mi trabajo.
Deben rifárselo en las cenas de Nochebuena. ¡Tengo sentido del humor! Al actuar, hago lo que me deja el guion, pero pintando soy más gamberro. Reflejo la complejidad de EE UU, donde la vida es hermosa y violenta a la vez. Hice una serie de obras sobre la comida rápida y lo fácil que es de conseguir pese a su escaso valor nutricional. Como chaval en Queens, me crié con pizzas, hamburguesas y patatas fritas, porque era lo práctico y barato. Me parece violencia que ejercemos sobre nosotros mismos. Pero lo hice con humor.
Son 20 años en Hollywood. ¿El glamur deja huella? King Kong es, de lejos, la mayor película que he hecho. Ha habido películas independientes maravillosas, pero ninguna tuvo una promoción tan enorme, nadie te viene años después diciendo: “Te vi en El Profesor (2011) y me cambió la vida”. King Kong sí. Cerraron Times Square para preestrenarla. Ahí estaba yo en Nueva York, mi ciudad; el alcalde nos presentaba en el escenario. Veías mi cara en los vasos de cartón de McDonald’s. Sincronizaron múltiples cines para proyectar la película. No me he vuelto a ver en algo así. Había ejércitos de personas en la calle, a todo el mundo le gusta King Kong. Y había vendedores callejeros con pro- ductos no oficiales de la película, hechos por ellos mismos. Gorras, camisetas... Uno vendía unas gorras geniales e hizo el esfuerzo de atravesar la multitud y entregarme una de regalo. Qué gesto más generoso. ¡Y qué gorra más perfecta! Era de camuflaje y le habían cosido un parche de King Kong. Tenía un bolsillito en el interior. Me la puse y no me la quité durante años. Esa gorra dio la vuelta al mundo conmigo. Un día la perdí en un lago y pedí que el barco diera marcha atrás hasta encontrarla. Simplemente se me extravió... Pero aún me queda ese gesto, que no olvidaré jamás. El preestreno de King Kong.
¿La fama también le ha cambiado la forma de ver el mundo? La fama no es lo que la mayoría de la gente se piensa. A mí me ha llenado la vida del cariño de perfectos desconocidos. Mucha gente ha sido amable conmigo solo porque ha sentido una conexión al verme. Y no es falsa. Yo he expuesto algo de mí mismo y ellos han conectado con ello, ven el hombre que soy sin haberme conocido. Nos une una confianza, una conciencia de hasta dónde llega mi alma, que la mayoría de la gente no tiene con amigos, conocidos o con gente con la que trabaja durante años, porque la gente vive muy en guardia. El grado de exposición que ofrece un famoso solo lo obtienes en relaciones íntimas, cuando sientes que puedes compartir ciertas cosas, o no tienes opción de ocultarlas.
¿En qué se traduce eso para los que no somos famosos? Hace tiempo, en Nueva Zelanda, hice una caminata enorme. Acabé completamente perdido, a horas de distancia mi punto de partida. El paisaje era tan bonito que me dejé llevar. Aparecieron dos chicas, les pregunté dónde estaba y cómo volver a Wellington y me dijeron que quedaba a kilómetros de allí. Claramente, me reconocieron. Me llevaron a casa, fui sentado en el asiento trasero del coche y en ese viaje no se habló de cine, nadie le pidió el teléfono a nadie, no se hicieron selfis. Me dejaron en la puerta, me dijeron adiós y ya está. Eso no es lo que le ocurre a la mayoría de la gente que se va al otro lado del mundo, por desgracia. Deberíamos poder interactuar entre nosotros con ese nivel de confianza, tratarnos como vecinos.
Lleva 19 años siendo el actor más joven en ganar el Oscar. ¿Le frustra que sea ineludible hablar de ello todavía? No, es la cima de la carrera de todo actor. Cualquiera querría la oportunidad de dar con un trabajo tan profundo en varios niveles, y con tanto peso. El pianista está muy por encima de muchas obras cinematográficas, y no lo digo por lo que yo haya contribuido. Hace falta conocer lo suficiente el dolor y el sufrimiento en esta vida como para entenderlos, reformularlos en forma de arte y mostrar una época y una pérdida a esa escala que pueda entender una generación que no lo vivió. Da igual que yo gane diez premios más o ninguno. Nada va a cambiar lo importante, que es eso.
Sabe que su vida de actor, piloto, pintor, etc., muy común no es, ¿verdad? He visto muchas cosas y he vivido de todo, pero solo ahora lo veo todo con entusiasmo renovado. Cuando eres joven, tu vida entera gira alrededor de lo que quieres. Yo lo tenía muy claro y fui a por ello de forma muy emocional, casi inconsciente. Ahora no digo que sea más consciente, pero me veo eligiendo mejor a qué dedico mi energía. Y hacerlo le da más valor a lo elegido.
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