Amo a Indy, pero no estoy segura de querer que vuelva
A veces es mejor que los ídolos que adoramos y nos definen se queden en ese lugar cómodo, bello y fácil en el que siempre vivieron: el pasado
Es difícil explicar lo que provocó hace ahora 40 años Indiana Jones en busca del arca perdida, la película de Steven Spielberg que inició una de las mejores sagas de aventuras de la historia del cine y convirtió a Harrison Ford en héroe eterno. Para una niña de 13 años con tendencia a fantasear el revolcón fue mayúsculo. De entrada, empecé a llamar Indy al armario de mi cuarto para así poder revivir con él las secuencias de la película. También me dejé de circunloquios en mi d...
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Es difícil explicar lo que provocó hace ahora 40 años Indiana Jones en busca del arca perdida, la película de Steven Spielberg que inició una de las mejores sagas de aventuras de la historia del cine y convirtió a Harrison Ford en héroe eterno. Para una niña de 13 años con tendencia a fantasear el revolcón fue mayúsculo. De entrada, empecé a llamar Indy al armario de mi cuarto para así poder revivir con él las secuencias de la película. También me dejé de circunloquios en mi diario de ese año, 1981. De la misma manera obsesivo-compulsiva que Jack Torrance, el protagonista de El resplandor, escribía sin descanso en la versión española de la película “No por mucho madrugar amanece más temprano”, yo me empleé a fondo con un infinito “Amo a Indy, amo a Indy, amo a Indy...”.
En mi cabeza, aquel mantra solo podía atraer al héroe a mis brazos, algo que de manera interpuesta acabó ocurriendo ocho años después, en Indiana Jones y la última cruzada, tercera entrega de la saga. La chica de aquel episodio –una nazi con mucha sensibilidad para las reliquias y los hombres guapos–, se llamaba Elsa, Dra. Elsa Schneider, y el famoso arqueólogo repetía embelesado “Elsa, Elsa...”, mientras la rubia de la pantalla le hacía ojitos en mi nombre.
Indiana Jones tenía todo lo que podía desear alguien que había crecido soñando con aventuras exóticas pero a quien le faltaba un héroe hecho a su medida, algo que nunca fue el flamante mujeriego James Bond. En realidad, George Lucas, Spielberg, Philip Kaufman y Kasdan, principales responsables de la escritura del personaje, perseguían un híbrido entre Bond y Humphrey Bogart. El Dr. Jones –un profesor con una doble vida, alérgico a los burócratas y a los nazis, capaz de enfrentarse a un ejército por devolver una pieza a un museo– era uno de esos tipos con principios, apasionados y dispuestos a dar la vida por lo que hacen, pero que en el fondo conviven con la derrota y por eso nunca pueden tomarse demasiado en serio a sí mismos.
Un héroe nada solemne, algo resuelto de forma nítida en el famoso gag del guerrero del sable. La secuencia implicaba un acrobático duelo entre Jones y un gigante con turbante. Harrison Ford, enfermo del estómago y desesperado por acabar, despachó el asunto con el improvisado tiro que sustituyó lo que los guionistas habían escrito.
Aunque me aburre el Trivial cinéfilo, creo que las heridas de un rodaje acaban impregnando el alma de una película y hay mil anécdotas alrededor de los accidentes y secretos que rodean a un héroe que nació para negar los efectos digitales, del cristal que separaba al actor en su cara a cara con una cobra real a las 50 tomas que costó que el mono tití alzara el brazo al escuchar “Heil Hitler”. Harrison Ford nunca fue el favorito para encarnar a Jones (era Tom Selleck), pero acabó siendo tan autor o más del personaje que Spielberg. En 2022, con 80 años, Ford volverá a encarnar al profesor en su vejez. Admito que no me atrae mucho la idea. Estoy preparada para las arrugas y para que el bastón sustituya al látigo, pero no para estériles viajes en el tiempo y mucho menos para un lifting digital. Por mucho que 40 años después aún ame a Indy.
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