Capitalismo de perritos: cómo la popularidad del bulldog francés pone en evidencia la brutalidad de la industria de las mascotas
Populares, modernos, monos y con evidentes problemas de salud, la proliferación antinatural de estos canes responde a las demandas estéticas de sus consumidores y, también, a una discutible ética
En junio de 2020, un avión de Ukrainian International Airlines aterrizó en Toronto. Desde fuera parecía un vuelo normal, pero en su interior se desarrollaba una escena dantesca: 500 cachorros de bulldog francés lloraban en sus jaulas. Muchos estaban deshidratados, débiles y jadeantes. 38 de ellos estaban muertos. La noticia, de la que se hicieron eco medios internacionales, puso el foco sobre el tráfico ilegal de esta raza, que se ha incremen...
En junio de 2020, un avión de Ukrainian International Airlines aterrizó en Toronto. Desde fuera parecía un vuelo normal, pero en su interior se desarrollaba una escena dantesca: 500 cachorros de bulldog francés lloraban en sus jaulas. Muchos estaban deshidratados, débiles y jadeantes. 38 de ellos estaban muertos. La noticia, de la que se hicieron eco medios internacionales, puso el foco sobre el tráfico ilegal de esta raza, que se ha incrementado para hacer frente al increíble aumento de la demanda. En la última década, las inscripciones de bulldog francés han aumentado más de un 1.000% en Estados Unidos, según la organización de razas de perros American Kennel Club (AKC). “¡Hay un nuevo top dog en la ciudad!”, proclamó la organización en una nota de prensa el pasado mes de marzo. Celebraba así que se había convertido en la raza más popular de EE UU, desbancando al labrador tras más de 30 años de reinado. Pero la popularidad, cuando hablamos de perros, tiene un precio.
Puede que, según los recientes cambios en el Código Civil español, los perros hayan dejado de tener el estatus jurídico de objetos (ahora son seres sintientes). Para el mercado, sin embargo, funcionan como tales, regidos por la ley de la oferta y la demanda. Pero no hay una fábrica de perritos donde se pueda intensificar su producción. Si los clientes quieren más cachorros de una determinada raza, la forma más rápida es multiplicar los cruces o tirar de contrabando. Además de Ucrania, países como Letonia, Lituania, Polonia, Hungría, Serbia, Rumania y Bulgaria sirven de criaderos internacionales sin muchos escrúpulos, según un informe sobre el contrabando de cachorros de la ONG Dogs Trust.
Esto tiene como consecuencia una cría indiscriminada y endogámica. De acuerdo con una investigación del Imperial College de Londres, el patrimonio genético de los 10.000 carlinos registrados en el Reino Unido es tan limitado que se reduce al equivalente de unos 50 ejemplares. Los perros de raza son como reyes europeos del Antiguo Régimen: se han emparejado tanto entre ellos que empiezan a desarrollar taras genéticas. Van empeorando un poco más a cada generación. Esto es algo que han entendido en Países Bajos, donde se ha prohibido la expedición de pedigrís para bulldogs franceses y carlinos.
Brandi Hunter Munden, vicepresidenta de Relaciones Públicas y Comunicación de la AKC rechaza de plano la idea. “Esto es inexacto”, explica en un intercambio de correos electrónicos con ICON. ”A los criadores responsables no les preocupa satisfacer la demanda en función de la popularidad. Se centran en preservar la raza y criar perros sanos”. La AKC aboga por dar prioridad a la salud y el bienestar de los perros, asegura. Por su parte, Henry Mance, periodista del Financial Times y autor del libro How to Love Animals (Cómo amar a los animales, inédito en España) tiene la visión diametralmente opuesta. “No concierne a unos pocos perros enfermos, sino a la salud general de estas razas”, señala a ICON en conversación telefónica. “Para mí es una vergüenza que los sigamos promoviendo como perritos monos y a la moda, y que la industria no haya tomado una posición ética al respecto”, explica. “Los bulldogs franceses y los carlinos son el ejemplo más claro de que hay algo equivocado en esta industria”.
Hunter Munden describe al bulldog francés como un perro juguetón e irresistible. Asegura que “ha crecido en popularidad debido a su versatilidad” y en la web de la organización destaca como ventaja que no requieren mucho ejercicio al aire libre. No explica que eso se debe a los graves problemas de respiración que tienen estos perros de hocico chato. Tantos que es difícil sacarlos a dar un paseo sin que se agoten cuando el termómetro supera los 30 grados. Tantos que, más que respirar, se diría que jadean entre estertores. Tantos que la mayoría de aerolíneas (no es el caso de Ukrainian International Airlines) han prohibido a estos perros volar después de varias muertes.
A medida que el bulldog francés escalaba puestos en la lista de perritos más demandados, descendía peldaños en otro ranking: el de la esperanza de vida. Según un estudio del Royal Veterinary College de Hatfield, Reino Unido, realizado sobre 30.000 perros, se trata de la raza con menor longevidad entre las 18 analizadas, con 4,5 años de promedio. Le sigue el bulldog inglés, con 7,4 años. Estas cifras (que pueden estar ligeramente distorsionadas por la sobrerrepresentación de cachorros en estas razas) contrastan con los casi 13 años que vive de media un Jack Russell. “Los bulldogs franceses tienen la cara plana y son muy monos”, decía Dan O’Neill, director del estudio, a la revista New Scientist. “Pero el precio es que viven menos tiempo y sufren para parpadear y respirar toda su vida”.
El problema no se limita a un grupo de perros concretos, sino a la mera idea de que estos puedan clasificarse en razas tasadas. El estudio llegaba a la conclusión de que “cuanto más se había modificado a un perro para adaptarse a los gustos humanos, menor era su esperanza de vida en general”. Además del caso de los bulldogs, denunciaba que los cocker spaniel tienen cerebros demasiado grandes para sus cráneos y que los bóxer son cada vez más propensos a sufrir epilepsia. En el caso de los pastores alemanes, la raza más popular en España, se ha denunciado que sufren de displasia de cadera y codo. Que un perro se ponga de moda supone una condena genética para la raza y una lotería para los criaderos. El sistema es tan perverso que filósofos como Gary Francione son contrarios a la mera existencia de animales de compañía, al entender que el sistema capitalista los ha convertido en bienes de propiedad con los que se puede especular.
La invención del perro moderno
Comprar un bulldog francés cuesta en España entre 700 y 1.300 euros, según la web micachorro.net. Es caro, así que es un sinónimo de estatus. Es el perro de los famosos, el más mencionado de Instagram. Con un peso de unos nueve kilos y un tamaño perfecto para el equipaje de mano, los frenchies son pequeñitos y manejables. Salen en anuncios y películas. Puede que estos motivos parezcan frívolos, pero no distan mucho de los que pusieron de moda los dálmatas (las películas de Disney) o los border collies (la serie Lassie). Para saber qué perro está de moda no hace falta acudir a los criaderos, basta con echar un vistazo a la televisión.
“Vemos estos anuncios con perros de raza y queremos uno igual, pero no pensamos en lo que eso implicará para el perro en sí ni en toda la infraestructura de cría que hay detrás”, señala el periodista Henry Mance. “Es un tema de ignorancia”. Según este experto, se ha ido estableciendo la idea perversa de que tenemos derecho a escoger un perro con una estética que nos guste, “como si fuera un bolso de mano o un vestido”.
Esta idea lleva más de un siglo asentándose. Aunque algunas variantes de perros tienen sus orígenes en épocas anteriores, la clasificación de los mismos en razas y su descripción detallada tuvo lugar alrededor de 1860 en la Inglaterra victoriana. “Fue entonces cuando se fijaron los estándares”, explica Mance. “La idea era que tuvieran un aspecto determinado. No se priorizó su salud o su comportamiento, solo su estética. Fue una forma de eugenesia”.
Antes los perros se criaban por su finalidad. Había perros de caza, de pastoreo o de compañía. Perros grandes, medianos y pequeños. Se hablaba de tipos o variantes, no de razas, su descripción era más vaga y su aspecto podía cambiar enormemente de un ejemplar a otro. Según escriben los autores de The Invention of the Modern Dog: Breed and Blood in Victorian Britain (La invención del perro moderno: raza y sangre en la Gran Bretaña victoriana), todo cambió con el inicio de las exposiciones caninas a mediados del siglo XIX. Se crearon entonces clubes como el de la organización AKC “para promover el deporte de los perros de pura raza y la cría con fines funcionales”, justifica su vicepresidenta Hunter Munden. También para clasificar y describir las 200 razas de perros que reconocen. “Cada raza tiene un estándar escrito, un conjunto de características sobre cómo se supone que debe ser y actuar el perro, desde su forma de andar hasta sus dientes e incluso su temperamento”, afirma. A partir de esas descripciones, los libros genealógicos se cerraron y los perros que no se ajustaban a la definición exacta de la AKC quedaron fuera. Los perros de raza actuales son descendientes de los que se plegaban entonces a estos estándares.
Fue entonces cuando empezaron los problemas de consanguineidad. Y el negocio. El desarrollo de las razas puras facilitó la venta de mascotas: un perro mestizo no valía gran cosa, pero uno de raza podía venderse por mucho dinero. Se acababa de inventar un negocio de la nada. Capitalismo de perritos. Al principio, los perros de raza eran un capricho, una extravagancia de ricos. Pero, como explica Mark Derr en su libro A Dog’s History of America (Una historia del perro en América), a lo largo del siglo XX se engrasó la maquinaria. “Se mejoró la producción en masa de todo —coches, ropa, carne— y los perros de pura raza se convirtieron en otro artículo de consumo disponible para una pujante clase media”. Y así hasta la actualidad.
Henry Mance cuenta que, para documentarse en su investigación, viajó hasta la Corgi Con de Los Ángeles, una convención de perros de raza corgi con más de 1.000 asistentes. Mance lo describe como un lugar inquietante en el que “las personas van vestidas de perros y los perros de personas”. Este evento sirve para explicar cómo, en la sociedad actual, las mascotas han conquistado el espacio público; algo, en principio, positivo. Los perros ya no se pasan horas encerrados en casa, ahora pueden entrar en restaurantes, tiendas o trenes. Pero su inclusión en la esfera pública tiene efectos colaterales, reflexionaba. Puede hacer que nos preocupemos excesivamente por el aspecto del can y por lo que este dice de nosotros. “Creo que el perro se convertido en una forma de expresar nuestra identidad, especialmente en lugares como Estados Unidos”, señala. “Podemos mostrarla a través de la moda, de nuestras ideas políticas, de nuestro equipo de fútbol… Y, cada vez más, a través de las mascotas”. Pero la identidad, además de por la estética, se conforma también por la ética. En ese caso, quizá sea el momento de preguntarse qué dice de nosotros el haber pagado miles de euros por comprar un perro con evidentes problemas de salud y una corta esperanza de vida, solo porque lo vimos en un anuncio y nos pareció mono.
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