“¡Me has reventado por dentro!” Montoya, las tentaciones y por qué siempre caemos para castigarnos después
‘Realities’ como ‘La isla de las tentaciones’, series que exploran el autosabotaje como ‘Cardo’ o incluso lo último de Bad Bunny hablan en realidad de una problemática que tiene siglos de antigüedad: la perversa intersección entre deseo y culpa
Hace dos lunes nació una estrella. José Carlos Montoya, uno de los concursantes de la actual edición de La isla de las tentaciones, único programa que da alegrías a una Telecinco comatosa, protagonizó una secuencia que se ha convertido en meme internacional. Mientras ve a la que fue su pareja teniendo sexo con uno de los tentadores, Montoya se derrumba y grita: “¡Me has reventado por dentro!”. Luego, el concursante sale corriendo —la secuencia de la carrera por la playa intercala hábilmente escenas de sexo— para intentar llegar hasta los amantes.
La isla de las tentaciones es un programa que exhibe las miserias del amor romántico, un programa en el que todas las parejas que participan comparten la misma mirada sobre sus respectivas relaciones (siempre heterosexuales y monógamas) y sobre los celos, que son percibidos y elaborados de manera homogénea (todos los concursantes, en cada edición, reaccionan de formas parecidas: magia de casting, de montaje o de guion). Pero, más allá de lo que el programa muestra sobre la fragilidad de ciertos vínculos, cabe preguntarse qué necesidad tenía Montoya, presunto enamorado, de participar en un reto tan extravagante, de arriesgarse a que sucediera, precisamente, lo que sucedió.
En 2020, el filósofo Eudald Espluga publicó un artículo en El Salto Diario defendiendo que el programa no es un reality sobre el amor romántico, sino sobre realización personal: “Se dedica a explotar la ideología terapéutica sobre relaciones tóxicas y dependientes, bajo el prisma de la autosuperación y la racionalidad instrumental. En este sentido, se puede decir que es un hijo legítimo del capitalismo emocional”. La cosa ha ido a más y, en la edición actual, Sandra Barneda usa decenas de expresiones muy parecidas a las que llenan los manuales de superación y autoayuda, esos libros que últimamente contienen trazas de estoicismo: “Os lo dije desde el principio: esto no iba a ser fácil”, o “esta experiencia no tendría sentido sin mirar de frente a la tentación” son algunos de los mensajes que la presentadora lanza a los concursantes, que contestan con distintas variaciones de la afirmación “me estoy poniendo a prueba”.
En otro momento del episodio, Montoya dice entre lágrimas: “Todo esto es inhumano”. Sin embargo, sea en forma de estrambótico reto individual dentro de un programa que sigue las narrativas del capitalismo emocional, o con cualquier otro formato, no hay nada más humano que inventarse pruebas innecesarias, que construir deseos y, a la vez, poner en marcha el complejo dispositivo que censura y castiga esos mismos deseos. De las más estrictas normas religiosas a los más exigentes desafíos deportivos, continuamente estamos sometiéndonos a exámenes más o menos arbitrarios que nos colocan al límite de nuestras fuerzas. Desde la manzana de Eva (que obviamente aparece en las cortinillas del programa) llevamos milenios escindidos entre el deseo y la culpa, preguntándonos por qué deseamos lo que nos hace daño (o viceversa) y por qué que levantamos estructuras sociales (y realities) para condenarlo.
Deseo, culpa y autosabotaje
Aunque el deseo y la culpa sean el motor oculto de casi todas las ficciones, parece que, durante los últimos años, se habla sobre ellos más explícitamente. Podría tratarse de una obsesión generacional: la serie Cardo, escrita y dirigida por Claudia Costafreda; Elige tu propia aventura, el último disco de Carolina Durante, o las novelas Matar el nervio, de Anna Pazos, y Animales pequeños, de Mercedes Duque, tienen en común que son obras creadas por autores nacidos en los noventa y que, además, exploran unos ciclos de deseo y culpa que dejan a los personajes extenuados, al borde de la autodestrucción. Por una vez, incluso Bad Bunny en el tema Debí tirar más fotos se muestra melancólico y arrepentido.
“Lo siento, pero he decidido / Joderme la vida, que es más divertido”, canta Diego Ibáñez, de Carolina Durante, en uno de los temas de su disco, y parece que por su boca también habla María, la protagonista de Cardo (en la que Ibáñez, por cierto, participa como actor). “El riesgo que asume María es un riesgo que está asociado a tapar, a escapar, es decir, no es un riesgo tan consciente: hay algo de no afrontar ciertas frustraciones, de no ser honesto con uno mismo, que te aboca a los riesgos de una manera impulsiva”, explica Costafreda. “El deseo tiene que ver con el riesgo, tanto en las cosas a las que nos empuja la sociedad, como ser ambicioso en el trabajo, como cuando nos ponemos en situaciones de consumo de alcohol, drogas… Esto último para mí es una anestesia para no asumir otro riesgo mayor: el de ser honesto con uno mismo, el de mirar a tus propios fantasmas”.
El deseo de llevar cada situación al límite (desde una relación romántica hasta una noche de fiesta) es el que empuja a asumir ciertos riesgos (como el de la destrucción de la pareja en la que desemboca cualquier temporada en La isla de las tentaciones), pero, ¿y si esos deseos son imposiciones sociales? “Existen deseos impuestos que nunca se satisfacen porque están creados por el mercado o la sociedad y son, desde el principio, imposibles de satisfacer”, responde Mercedes Duque que, además de novelista, es antropóloga.
Uno de los aspectos más perversos de La isla de las tentaciones (que funciona como una sociedad en miniatura) es que, después de haber alimentado el deseo de los concursantes hacia los tentadores, castiga —con el juicio del espectador y la mirada de la pareja— a quien lo realiza. No obstante, el programa no tendría interés si los concursantes no cayesen en las tentaciones y ellos mismos están convencidos de que su objetivo es el de acercarse y exponerse a los encantos, melenas y músculos de los tentadores y tentadoras tanto como sea posible, pero sin llegar a rozarlos. Otro ejemplo cotidiano de esa misma lógica condenada al fracaso es el autoengaño que permite a alguien asegurar que determinada noche no saldrá de bares cuando, a su alrededor, todo el mundo sabe que terminará volviendo a casa al amanecer. Así que, desde el sofá, es fácil opinar que los concursantes saben desde el principio lo que va a pasar y que, si realmente no quisieran que ocurriera, sencillamente no se habrían presentado al programa o, una vez dentro, no se dedicarían a “ponerse a prueba” una y otra vez.
Sin embargo, cuando Georges Bataille, uno de los filósofos franceses que más han profundizado en el deseo erótico, escribió en 1957 que “la transgresión no es la negación de lo prohibido, sino que lo supera y lo completa”, estaba pensando en procesos inconscientes. Quizá, cuando las parejas de La isla de las tentaciones establecen pactos y normas intuyen que esas leyes solo cobrarán verdadero sentido cuando sean quebrantadas (porque, si no, no habrían viajado hasta allí), pero, muy posiblemente, no sean conscientes de ello.
Lo que merece la pena y lo que no
Los deseos impuestos y nunca satisfechos generan ansiedad, y la ansiedad se retroalimenta y da lugar a esos bucles de autosabotaje de los que es tan difícil escapar: “Yo me he autosaboteado mucho, pero siempre lo he maquillado con la idea de vivir intensamente”, confirma Costafreda. “Lo que estoy aprendiendo es que es algo intergeneracional, dinámicas que se repiten porque estamos metidos todos en una especie de turbina. Adictos, por ejemplo, hay en todas las edades, eso es significativo. Cuando hicimos Cardo, muchos medios la calificaron de serie generacional, y lo es en el sentido de las costumbres que tienen los personajes: cómo hablan, dónde viven… pero también vinieron muchas personas de otras generaciones que decían haberse sentido muy identificadas: hay conductas que son comunes a todos”, señala la creadora.
Como sabemos que todo deseo (tanto los más naturales o espontáneos como los más dirigidos) termina teniendo consecuencias sociales, siempre acaba siendo sometido al filtro de la razón: “Cuando racionalizamos el deseo, empezamos a hacer otro tipo de cálculos y a plantearnos si merece la pena o no. Ahí es donde está el truco, en ese merece la pena. Quién nos dice qué es lo que merece la pena o qué debemos perder o arriesgar por algo que deseamos. Esas normas que se nos imponen son las que miden hasta dónde puede llegar nuestro deseo o hasta dónde nuestro deseo es real o ha sido impuesto”, continúa Duque.
En su ensayo Elogio del riesgo (Paradiso, 2021), la filósofa Anne Dufourmantelle escribe que el riesgo puede ser revolucionario. Frente a los partidarios del riesgo como herramienta empresarial o como actitud egoísta que puede lograr ventajas sobre los demás (ese capitalismo emocional ya mencionado que anima a “explorar tus límites”), la pensadora francesa defiende el riesgo que aparece como consecuencia de “esa cosa evanescente que llaman deseo” y que también puede ser deseo de justicia o de escapar de las normas sociales. Eso sí, tal y como advierte Duforumantelle, todo deseo cumplido, toda “vida singular”, tiene un precio: la culpa.
“La culpa atraviesa el deseo”, confirma Duque. “Y no lo hace de manera natural o innata. La culpa no está considerada un sentimiento primario, como lo son el enfado, la alegría o la tristeza. La culpa es algo que nos han enseñado y que también está directamente relacionado con nuestra cultura. Pienso en ese rezo que se aprende con siete años: por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. ¿Pero qué culpa va a tener una niña de siete años? Seguimos relacionando la culpa con el pecado. No es paradójico que la misma sociedad que construye los deseos a la vez los castiga; sino que es un sistema de control”.
Duque está convencida de que no existe ninguna contradicción en el hecho de que los mismos poderes que construyen determinados deseos sean además los encargados de castigar a quienes los cumplen, y La isla de las Tentaciones vuelve a ser un buen ejemplo: los concursantes son empujados (a nadie se le escapa para qué sirve tanta fiesta) al lugar (la infidelidad) en el que después se les reprochará estar durante las hogueras o en tertulias y comentarios en redes. En cualquier caso, se trata de una discusión infinita, uno de esos dilemas fundamentales que dieron lugar a buena parte de la mitología clásica y de la literatura universal y que siempre encuentran un canal en el que actualizarse. En esta ocasión, ha sido Montoya quien corre y grita porque su amada se ha dejado llevar por el deseo sexual, pero, mucho antes, él ya se dejó seducir por el deseo de vivir una aventura en Telecinco.