“La ciudad que conocíamos está en vías de extinción”: ¿hay que vivir en Madrid o en Barcelona para “triunfar”?
La gran urbe ha funcionado desde hace décadas como parte de la personalidad de un artista o meta para sueños personales y laborales, pero con las capitales en proceso de descomposición cabe preguntarse: ¿no se puede triunfar desde otro sitio?
Eddie (interpretado por un jovencísimo Johnny Depp) esperó a acabar el instituto y cogió un autobús hasta Hollywood. Allí conoció a una chica, alquilaron el modesto apartamento que podían pagar y después de varios tatuajes y de aprender unos cuantos acordes, comenzó a hacerse un hueco en la industria del rock. Cuando casi todo parecía ganado, Eddie se corrompió y llegó el desastre. Esta es la historia que narra Into the great wide open, un tema de Tom Petty, pero es también la trama de Rojo y Negro, de Stendhal, salvo porque Eddie, en la novela decimonónica, se llama Julien Sorel y, en vez de en Hollywood, se abre paso en la alta sociedad parisina. Esta es, en definitiva, una de las historias más contadas en canciones, películas y novelas, desde Galdós (La fontana de Oro) hasta Cowboy de medianoche, y uno de los grandes mitos de la modernidad: cualquiera, para terminar de desplegar sus capacidades, debe viajar hasta una gran metrópoli, donde las posibilidades (también las de acabar mal) son infinitas.
Si el relato nos suena, además de por su omnipresencia en la cultura, es porque el éxodo rural desde el campo hasta las ciudades ha sido el fenómeno migratorio dominante en todo el mundo durante los últimos dos siglos, con periodos de especial intensidad, como el registrado en España entre 1950 y 1975. Y no ha terminado. Algunos expertos afirman que nos encontramos ante un tercer gran éxodo rural, mientras que otros alertan de que la tendencia también está vaciando las ciudades medias (incluso cuando son la capital de su provincia). En tiempos de teletrabajo, cuando parecía que todo se iba a poder hacer desde el “cuarto propio conectado” (una expresión de Remedios Zafra que se refiere a los despachos de quienes realizan la mayor parte de sus tareas online), los datos no mienten, y los cinturones metropolitanos de Madrid y Barcelona (además de las dos o tres grandes áreas metropolitanas del Mediterráneo) siguen ganando población mientras la España interior se vacía. Y eso que las cosas tampoco van muy bien dentro de las grandes urbes, cuyos distritos más céntricos también pierden población.
Richard Sennet, en Construir y habitar (Anagrama, 2022), defiende que las ciudades contemporáneas están empobreciendo la experiencia de sus habitantes de tres maneras: un crecimiento excesivamente rápido, un menosprecio a los diferentes que se convierte en desigualdad y un uso contraproducente de la tecnología. Y Jorge Dioni en El malestar en las ciudades (Arpa, 2023) va más allá, sosteniendo que el modelo neoliberal que ha convertido “las ciudades en materia prima haciendo que compitan entre sí por la captación de flujos de capital” está amenazando la propia comunidad urbana, cuya reproducción, es decir, su permanencia en el tiempo, depende de un frágil equilibrio económico, político, social y cultural entre el interior y el exterior.
La privatización de los espacios, la degradación de los servicios públicos, el colapso medioambiental y la crisis de vivienda hacen que las ciudades contemporáneas se alejen cada vez más del ideal de “ciudad abierta”, porosa, llena de improvisación y comprometida que los expertos consideran más funcional. Quizá por eso, últimamente el cine español también recoge las historias de quienes regresan al mundo rural habiendo cambiado la “maleta cargada de ilusiones” con la que sus padres o sus abuelos llegaron a la capital por una “maleta cargada de traumas”.
Con todo, el mito es demasiado fuerte y la gran ciudad (en el caso español, Barcelona y Madrid, con Valencia a cierta distancia), con su corazón “de cemento y neón”, sigue protagonizando los sueños de miles de jóvenes que también construyen su identidad alrededor de su experiencia en ella. ¿Tiene sentido en una época en que las metrópolis se enfrentan a varias crisis simultáneas? ¿Sigue siendo necesario para un cantante, ingeniero, periodista o diseñador mudarse a Madrid o Barcelona para hacer carrera? ¿Es la ciudad en la que se vive algo de lo que estar orgulloso, como esos influencers que incluyen en su biografía de Instagram “based in BCN / London / NYC”? ¿O un simple accidente provocado por la intersección entre lo posible y lo deseado?
A la ciudad para ser artista
En sus memorias tituladas La vida cotidiana del dibujante underground, el sevillano Nazario describe con precisión todos los altillos, estudios, rellanos, pensiones, cuartuchos y pisos en los que vivió desde que llegó a Barcelona en 1972. Su descripción de los espacios está acompañada de la descripción de sus habitantes, también infinitamente variados, y en esa promiscuidad de amigos y rincones el dibujante encontró su universo creativo. La evolución está clara: el primer capítulo se titula El adiós a Sevilla, el segundo, Artista por fin, y el último, en el que se instala, más de diez años después, en su piso de la Plaza Real, Una casa para toda la vida.
Trayectorias como la suya cada vez serán más raras. Al menos eso creen autores como Elvira Navarro, que ha desarrollado la cuestión de la ciudad en varias de sus novelas. “La ciudad, tal y como la conocíamos, está en vías de extinción”, declara Navarro con pesimismo. “Ya no funciona como dispositivo que favorece la movilidad, y la segregación está encerrando a la gente en guetos de ricos y guetos de pobres. El gueto empobrece todo, también la cultura y la innovación, porque las ideas que circulan en un mismo grupo social son las mismas, no hay apertura, no hay mezcla de perspectivas ni amplitud de miras. Para la amplitud de miras necesitamos separarnos de lo que somos y ver desde la perspectiva de los otros”.
El precio de la vivienda es otro de los factores fundamentales que explican las dinámicas de atracción y expulsión del centro de las grandes ciudades. “En el mundo hoy inexistente del s. XIX, la ciudad encarnaba el descubrimiento”, continúa Navarro. “Con La trabajadora yo cuento un proceso que empieza a ser el contrario: la ciudad ya no te forma, no te promete nada, sino que te expulsa. Mi protagonista ha de mudarse del centro a un barrio del sur de Madrid, desde el que mira el centro, que siempre es aquello que define a la ciudad, como algo inalcanzable. Este proceso de expulsión se ha acelerado por el negocio con la vivienda y lo que la globalización ha traído: la conversión de los centros urbanos en puros lugares de ocio, llenos de franquicias, pisos turísticos y una oferta basura (la comida y los servicios son pura mierda) a precio de oro. El coste vital es altísimo y absurdo”.
El cineasta Chema García Ibarra, director de Espíritu Sagrado, siempre ha vivido en Elche, su ciudad natal, y nunca ha querido pagar ese coste vital y económico: “A mí me irritaba mucho, cuando pensaba en dedicarme al cine, escuchar tanto que hay que irse a Madrid sí o sí. Casi reaccioné contra eso”. García Ibarra considera que “el precio de las casas está directamente relacionado con tu capacidad creativa. Pienso mucho en algo que decía Jim Jarmusch: él hace películas porque a finales de los setenta, en Nueva York, se podía vivir en una casa teniendo un trabajo a media jornada. Un trabajo a media jornada le dejaba la mitad del día para hacer lo que quisiera, en su caso, pensar en sus películas. Al final, necesitas mucho tiempo para poder realizar tu obra y si lo dedicas a trabajar en otra cosa, no vas a sacarla adelante. Así que, si no eres una persona que está metida en un flujo familiar de renta, necesitas ahorrar dinero de alguna forma”. Para él, quedarse en Elche fue ideal: “Ni Madrid ni Barcelona son sitios asequibles, mientras que mi ciudad, Elche, es una ciudad mediana y bastante asequible en algunos barrios. Reducir gastos es necesario para gestionar las fluctuaciones económicas que conlleva una profesión artística que a veces va bien y muchas veces va mal”.
Entonces, ¿qué aportan las ciudades?
Aunque casos como el de García Ibarra no son excepcionales (en literatura, autores como Irene Vallejo, Sara Mesa, Fernández Mallo o Juan Tallón escriben con éxito desde lejos de Madrid o Barcelona), Sergio Andrés Cabello, autor de La España en la que nunca pasa nada (Akal, 2021) y profesor de sociología en la Universidad de la Rioja, recuerda que “las oportunidades se siguen concentrando en las grandes ciudades globales, en nuestro caso especialmente Madrid, y esto se ha incrementado. Además, las personas no son inocentes, es decir, son conscientes que el desarrollo de ciertas profesiones y carreras está vinculado a un espacio concreto. Otra cosa es que, durante décadas pasadas, hayan podido desarrollarse oportunidades laborales y profesionales en otras ciudades, pequeñas y medianas, vinculadas primero al desarrollo de un sector secundario, hoy muy disminuido, y luego al Estado de Bienestar y al Estado de las Autonomías, lo que permitió que muchas personas pudiesen permanecer en esos territorios. Con el cambio de modelo de las últimas dos décadas, esto no se da en muchos casos”.
Cabello cree que si algo ha cambiado durante los últimos años es que ahora la ciudadanía es más consciente de lo que le aporta estar en uno u otro lugar: “Todo el mundo hace sus cálculos y usa una balanza. Y al final, aunque hay mucha gente que se va, es más la que permanece. Hoy hay mucha información y se conocen las dificultades. Sabes que, por ejemplo, igual superas los 30 años y tienes que estar viviendo en un piso compartido si quieres vivir en el centro de Madrid”. ¿Y qué resulta tan atractivo de las grandes ciudades, además de las oportunidades laborales y la oferta cultural? “No cabe duda que son un elemento de distinción ya que, para determinados perfiles, es una parte más de la marca personal. Incluso los neorrurales o nómadas digitales presentan como una decisión haber elegido un lugar diferente y no es infrecuente que, para completar la distinción, también mencionen la gran ciudad en la que antes vivían. Todos queremos salir guapos en la foto y el éxito (aunque sea a costa de los ciudadanos) de nuestra ciudad es un subidón de autoestima que refuerza la identidad colectiva y la autoimagen”.
De todo ese “ultracosmopolitismo acelerado”, a García Ibarra le divierte “quienes escriben que viven entre dos ciudades: vivo entre Nueva York y Tokyo, vivo entre Singapur y Barcelona, vivo entre Melbourne y San Francisco. Yo voy a empezar a poner que vivo a caballo entre Elche y Santa Pola”. Y es que a veces nuestras proyecciones sobre la ciudad rozan el absurdo o recuperan, con forma de meme, el humor más rancio y esencialista (como esas comparaciones entre Madrid y Barcelona y el supuesto carácter de sus habitantes). García Ibarra defiende que no es necesario moverse tanto: “Para conocer a fondo un lugar, tienes que habitarlo, vivir allí el tiempo suficiente como para, por ejemplo, tener que ir a una tienda de suministros de fontanería o para ver cómo el hijo de tu vecino, que era un bebé, luego es un niño, luego un adolescente, e ir comprobando cómo cambia la música que sale de su habitación y que se cuela por tu ventana. Mirado con ojo de cineasta, eso que pasa en las tiendas de reparación de electrodomésticos, que no se vive si solo estás tres meses en un sitio, es lo que más ayuda a crear”.
Pero parece que “el modelo” consiste, precisamente, en que los ciudadanos se estén desplazando constantemente. Eso sí, entre metrópolis que más de cincuenta años después de que Henri Lefebvre describiera el “derecho a la ciudad” (“el derecho a la libertad, a la individualización en la socialización, al hábitat y al habitar; derecho a la obra, a la actividad participativa y derecho a la apropiación muy diferente del derecho a la propiedad”) cada vez se alejan más de estar en condiciones de garantizarlo.
Puedes seguir ICON en Facebook, X, Instagram,o suscribirte aquí a la Newsletter.