“El punto álgido de mi vida no fue una película”: Kevin Costner, un galán clásico en busca de su última oportunidad
La gran estrella de los ochenta y noventa tocó fondo con ‘Waterworld’ y lleva casi 30 años buscando resarcirse de aquel fracaso que lo destronó. Su nuevo intento se llama ‘Horizon’
En Reencuentro (1983) iba a codearse con Glenn Close y Kevin Kline y acabó siendo un cadáver que tan sólo aparece unos segundos en pantalla. Apenas seis años después, Kevin Costner (Lynwood, California, 69 años) era la estrella más grande ...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
En Reencuentro (1983) iba a codearse con Glenn Close y Kevin Kline y acabó siendo un cadáver que tan sólo aparece unos segundos en pantalla. Apenas seis años después, Kevin Costner (Lynwood, California, 69 años) era la estrella más grande de Hollywood y su nombre hacía viable cualquier proyecto. El guardaespaldas, Un mundo perfecto, JFK y Bailando con lobos se sucedieron en su era imperial. Pero se terminó cuando el público no quiso verle bebiendo orina y luciendo agallas en la megalómana Waterworld (1995). Aquel fracaso monumental y le bajó de un trono que no ha vuelto a reconquistar.
Pasó de los Oscars a los Razzie y parecía condenado al “cine de padres” y a papeles secundarios que apelan a la nostalgia de los espectadores hasta que la televisiva Yellowstone, una suerte de Los Bridgerton para señores de mediana edad, revitalizó su carrera. A punto de cumplir los setenta se ha vuelto a poner tras las cámaras para rodar Horizon, una nueva epopeya del oeste, para cuya realización se ha visto obligado a hipotecar su rancho. “Cuando empecé a hacer cine no me pagaban nada, después me pagaban mucho y ahora tengo que pagar yo”, bromeó en Cannes, donde la crítica la recibió con tibieza. Pese a eso, es la primera de las cuatro partes de las que constará el proyecto.
Kevin Costner lleva el legendario oeste en la sangre. Desciende de inmigrantes europeos que se asentaron en las Grandes Llanuras, pero él se crió en California, dando tumbos por los distintos lugares a los que le llevaba el trabajo de su padre, operario de una empresa eléctrica. Fue mejor deportista que estudiante, brilló en baloncesto y béisbol y más que los libros le gustaba escribir poesía, cantar en el coro e ir al cine. Estuvo a punto de matricularse en la escuela de negocios, pero cuando llegó el momento de tomar la decisión tuvo “una charla” consigo mismo.
“Me pregunté sobre lo que quería hacer y si sólo quería complacer a otras personas. Y fue en ese momento cuando me dije a mí mismo: ‘Me interesa contar historias”, reveló a Rolling Stone. Acabó de convencerle un encuentro casual en un avión con el actor Richard Burton. Costner le contó que siempre había deseado dedicarse a la interpretación y la respuesta del protagonista de Cleopatra no le dejó lugar a dudas: “Para ser felices debemos luchar por nuestros sueños”.
Lo hizo. Preparó las maletas y se mudó a Hollywood. Antes de conseguir su primer trabajo como actor fue guía turístico, pescador y conductor de camiones. Durante uno de esos trabajos temporales se cruzó con un grupo de electricistas con los que colaboró durante días, para agradecerle el esfuerzo le ofrecieron una raya de cocaína, tal como reveló hace unos días al podcast de Dax Shepard. “Puestos a cobrar una recompensa por mi empeño, pensé que mejor el dinero que el producto, así que les dije” ¿Cuánto cuesta esto?’, y me dijeron que unos 20 dólares. Les dije: “estoy tratando de comprarme una casa así que me vendrían bien esos 20″. No se lo tomaron demasiado bien. Costner no tenía alma de rebelde, había sido criado en un ambiente conservador y como tal se le ha percibido siempre en Hollywood, aunque haya apoyado a Obama y al demócrata Pete Buttilieg, el primer candidato abiertamente gay a la nominación para unas elecciones presidenciales estadounidenses.
Sus comienzos en Hollywood le enseñaron pronto los sinsabores de la profesión. En Reencuentro consiguió un papel esencial en la trama que aparecía en flashbacks, hasta que en la sala de montaje el realizador se dio cuenta de que aquel personaje no funcionaba si aparecía físicamente en pantalla, recortaron toda su interpretación y tan sólo vimos las cicatrices de sus muñecas.
Kasdan se sintió tan mal por ello que le prometió un papel en su siguiente película, el western Silverado (1985). Y Costner supo aprovecharlo. Eric Pleskow, director ejecutivo de Orion Pictures se quedó subyugado por su talento. Cuando Don Johnson renunció al papel de Eliott Ness por la exigencia que suponía simultanearlo con el rodaje de Corrupción en Miami, Brian de Palma preguntó al director de Reencuentro qué tal era trabajar con aquel muchacho guapo y espigado. “Quiero que mis películas destaquen en algo. Los actores han sido modelos a seguir para mí. Me han enseñado a vivir. No es que Henry Fonda fuera tan bueno como los hombres que interpretó, pero en sus grandes películas sus personajes se enfrentaban a dilemas. Creo en el romanticismo. Creo que las películas me han hecho una mejor persona” declaró a Vanity Fair. Ni siquiera un Robert de Niro que había engordado 30 kilos para interpretar a Capone ni Sean Connery, que acabó ganando el Oscar, pudieron opacarlo.
Orion le ofreció cualquiera de sus películas en desarrollo y él eligió un thriller resultón, No hay salida (1987), junto a Gene Hackman y Sean Young. Le siguieron dos películas de béisbol que compiten por ser la definitiva: Los búfalos de Durham (1988) y Campo de sueños (1989). En la primera pudo lucir sus habilidades como jugador y llegó a batear dos jonrones ante la cámara. La película, dirigida por Rob Shelton, le enfrentó a un emergente Tim Robbins y a una consolidada Sarandon y le regaló un monólogo inolvidable. Recaudó mucho más de lo invertido y Sports Illustrated la clasificó como la mejor película deportiva de todos los tiempos. Tras aquel éxito inesperado el director Phill Alden Robinson, que le había elegido como el candidato perfecto para interpretar al Ray Kinsella de Campo de sueños, lo descartó porque “nadie en su sano juicio haría dos películas sobre béisbol seguidas”. Le ofreció el papel a Robin Williams, pero la providencia quiso que el guion acabase llegando a Costner que lo consideró “el Qué bello es vivir de nuestra generación”. Cuando Williams desapareció del proyecto, Costner se hizo con el papel del tipo que construye un campo de béisbol en un maizal porque unas voces le piden que lo haga: “Si lo construyes, vendrá”. Se convirtió en un clásico estadounidense, cuya vigencia queda patente en el hilarante resumen que hizo de ella John Mulaney en la pasada edición de los Oscars.
Renunció a los papeles que finalmente interpretaron William Dafoe y Tom Berenger en Arde Mississippi (1988) y El sendero de la traición (1988), dos de las películas más brillantes de los ochenta. Dijo sí a Revenge (Venganza) (1990), el excesivo melodrama de Tony Scott, una telenovela comprimida en 120 minutos que The Washington Post consideró “poco más que Dinastía con escopetas”. Era y es mucho más, pero el mundo aún no está preparado para reivindicarla. “Un proyecto a la medida de su vanidad”, dijeron de ella sin imaginar que su vanidad estaba a punto de codearse en tamaño con el Everest. Para demostrar que era algo más que el hombre por el que suspiraba medio mundo, un galán decente (pero no tanto como para no implicarse en apasionadas escenas de sexo), se puso tras las cámaras por primera vez y dirigió, coprodujo y protagonizó Bailando con lobos, una reivindicación del western fronterizo, epítome del cine de y para los Oscar que envolvía en abrumadores paisajes una tibia condena del exterminio sioux y un suave ecologismo, El público se rindió ante aquella narración clásica y el aplauso de la crítica fue casi unánime. Casi. Pauline Kael dijo que era “una epopeya hecha por un megalómano soso”.
Costner tampoco despertaba las simpatías de Madonna. En el profético reality-documental En la cama con Madonna (1991) se la ve haciendo el gesto de vomitar después de que Costner la saludase en el camerino y calificase su actuación de “bonita”. Un gesto que no pasó desapercibido para el actor. “Pues sí, me dio vergüenza aquello y me sentí de alguna forma herido. Fui a los camerinos porque me lo pidieron y dije la mejor palabra que se me ocurrió”, reveló años después a Los Angeles Times. Una década después, en un concierto al que Costner acudió con sus hijas, Madonna le pidió perdón en público. “Un 98% de esa audiencia no sabía de lo que estaba hablando”, confesó, “pero eso supuso mucho para mi”.
Hollywood no fue tan desdeñoso con él como Madonna y le dio siete Oscars, entre ellos mejor película y mejor director. “Ni siquiera sabía cómo comportarme después de ganar. Me echaron un poco la bronca porque no fui a ninguna de las fiestas posteriores. No sabía que había que ir”. Con la industria a sus pies podría haber hecho lo que quisiera y como quisiera. Y lo hizo: a su Robin de Locksley de Robin Hood, príncipe de los ladrones (1991) sólo le faltaba salir en vaqueros y mascar chicle, pero la taquilla, tal vez abducida por la empalagosa balada (Everything I do) I do it for you de Bryan Adams, pieza central de la banda sonora, respondió. También ante la extraordinaria JFK (1991), en la que volvía a interpretar a otro de esos héroes americanos que le son tan gratos, el fiscal Jim Garrison, encargado de la investigación del asesinato del presidente Kennedy. La cinta de Oliver Stone recaudó 200 millones de euros, una cifra que duplicaría un fenómeno difícil de prever: El guardaespaldas (1992). El mundo se encandiló de la pareja que formaban Costner y Whitney Houston, la cinta superó los 400 millones en taquilla y su banda sonora sigue siendo la más vendida de la historia del cine. Gracias a un puñado de secuencias delirantes (¿alguien más necesita comprobar si realmente una katana puede cortar un fular en el aire?) se convirtió ipso facto en un ejemplo perfecto de lo que se ha llamado “placeres culpables”, el tipo de cine que hace que la crítica pida las sales, pero resulta inmensamente satisfactorio para el público que no tiene prejuicios a la hora de suspender la credibilidad.
En la cúspide de su fama, Waterworld (1995) demostró que nadie es demasiado grande para caer en Hollywood. Durante el rodaje todo lo que pudo salir mal salió mal: algunas cosas por culpa de Costner, que entregó la dirección a su amigo Kevin Reynolds, poco experimentado en el manejo de presupuestos millonarios; otras fueron impredecibles, como los dos huracanes que destruyeron los decorados. El presupuesto se triplicó y los primeros visionados la machacaron. A pesar de la percepción generalizada no es el desastre ha quedado en la memoria colectiva, ni ha perdido dinero, ni la crítica se ensañó con ella como otros desastres megalomaníacos, véase Campo de batalla: La Tierra de John Travolta. Fue un proyecto muy personal que reflejaba una inquietud real de Costner, un ecologista convencido que en 1995 adquirió Ocean Therapy Solutions, una compañía que desarrolla centrifugadoras para separar el petróleo del agua.
“Cuando veo que hay un problema trato de solucionarlo con mi dinero”, declaró a EL PAÍS durante la presentación en España de Lo mejor para ella. Waterworld le costó dinero, reputación y su matrimonio con Cindy Silva, su novia de toda la vida con la que tuvo tres hijos. Tras 16 años de matrimonio tuvo que pagarle 80 millones de dólares. El proceso de divorcio hizo las delicias de los tabloides, al igual que el segundo. En 2023 y después de 18 años de matrimonio y otros tres hijos, se separó de Christine Baumgartner. La frase de ella exigiendo una cantidad de desmesurada de dinero para la manutención de su hijos “porque llevan el lujo en su ADN” protagonizó más titulares que casi todas la películas de Costner en el siglo XXI.
A pesar del desastre a cámara lenta que fue Waterworld, el actor no aprendió la lección y volvió a estrellarse con Mensajero del futuro (1997), otro ataque de ego hecho celuloide, pero entonces ya no había nadie mirando. No volvió a superar los tres dígitos en taquilla excepto como el Jonathan Kent, padre de Superman en Hombre de acero o en Figuras ocultas (2016), en la que tenía un papel secundario, pero como quien tuvo retuvo, el momento en el que destroza a golpes el cartel de “Lavabos para mujeres de color” es una de las secuencias más épicas de la película, de esas que habría firmado el mismísimo Henry Fonda.
Ha sido la televisión, primero gracias a Hatfields & McCoys (2012) y después con Yellowstone (2018) la que ha insuflado nueva vida a su carrera. Pero su implicación en el western de Taylor Sheridan no evitó que tuviese una salida traumática de la serie, aunque para deleite de sus muchos seguidores ha insinuado que podría reaparecer alguna de sus secuelas.
A punto de entrar en la setentena, el desdén con el que la crítica ha tratado la primera parte de la teratología Horizon: una saga americana, no parece que vaya a pasarle factura emocional. Al menos si nos creemos unas palabras que pronunció en el pasado: “El punto álgido de mi vida no fue una película, no fue Bailando con lobos, ni Los Búfalos de Durham, fue una charla que tuve conmigo mismo, en la que me dije: ‘Me importa una mierda lo que digan los demás, esto es lo que quiero hacer, y voy a quemar mis naves como Cortés, y voy a ir donde mi corazón quiera ir. Y nunca más voy a dejar de hacerlo en mi vida, ni voy a dejarme atrapar por las modas y lo que es popular”.
Puedes seguir ICON en Facebook, X, Instagram,o suscribirte aquí a la Newsletter.