“¡Pero si es un ángel!”: vida y trágico final del ‘príncipe de actores’, al que la Nouvelle Vague ninguneó
El 4 de diciembre se cumple el centenario del nacimiento del francés Gérard Philipe, que trabajó con los grandes directores de los años cincuenta y cuyo fallecimiento, a los 36, tuvo categoría de tragedia nacional
“La muerte del Cid”, anunciaba la revista Paris Match del 5 de diciembre de 1959. En efecto, unos días antes habían enterrado en el cementerio del pueblo de Ramatuelle, en la Provenza francesa, a un hombre de 36 años vestido de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Quien iba dentro del traje era –o más bien había sido– Gérard Philippe (Cannes, 1922-París, 1959), héroe no de los campos de batalla sino de la escena y el celuloide, uno de los mejores y más conocidos actores de Francia, donde lo consideraban su príncipe. La muerte le había llegado de improviso, por un cáncer fulminante q...
“La muerte del Cid”, anunciaba la revista Paris Match del 5 de diciembre de 1959. En efecto, unos días antes habían enterrado en el cementerio del pueblo de Ramatuelle, en la Provenza francesa, a un hombre de 36 años vestido de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Quien iba dentro del traje era –o más bien había sido– Gérard Philippe (Cannes, 1922-París, 1959), héroe no de los campos de batalla sino de la escena y el celuloide, uno de los mejores y más conocidos actores de Francia, donde lo consideraban su príncipe. La muerte le había llegado de improviso, por un cáncer fulminante que su familia y sus médicos le habían ocultado. Él pensaba que solo estaba cansado tras su último rodaje, en México, con Luis Buñuel y María Félix. El resultado: una tragedia nacional. Pero estos días en Francia no se conmemora el día de su muerte, sino el de su nacimiento, del que este domingo se cumplen cien años exactos.
Si el 18 de noviembre de 1922 murió en París Marcel Proust —otro de los centenarios que el país vecino celebra este año—, un par de semanas más tarde nacería en Cannes Gérard Albert Philip, hijo de Marcel Philip, abogado y empresario hostelero que se había trasladado a la Costa Azul para ponerse al frente de uno de sus hoteles, el Parc Palace, en Grasse. En lo político, Marcel era un seguidor entusiasta de la ultraderecha: durante la ocupación nazi operó como activo colaboracionista, y llegó a albergar al Estado Mayor alemán en el hotel al final de la guerra. Por ello sería después condenado a muerte, así que en 1945 huyó a Barcelona, donde se instaló para iniciar una nueva vida gracias a la mayor receptividad del régimen franquista ante casos como el suyo. Irónicamente, Gérard quiso significarse después por su compromiso con los derechos de los trabajadores. Izquierdista declarado, lideró el sindicato francés de actores, por lo que obtuvo importantes mejoras de sus condiciones laborales. Posiblemente era una manera de poner distancia. Ane-Marie Philipe, la hija de Gérard, ha declarado que a cambio su padre siempre estuvo en busca de una figura paterna, que encontró en los directores que guiaron su carrera.
En realidad él iba para abogado, como su padre precisamente, pero con la complicidad de su madre, Minou, decidió cambiar la carrera jurídica por la interpretativa y, gracias a un encuentro con el cineasta Marc Allégret (la primera de esas figuras paternas de sustitución), comenzó sus estudio de arte dramático, primero en Cannes y después ya en París, donde fue alumno del prestigioso Conservatorio Nacional Superior. Allégret quería hacerlo debutar en el cine con una versión de la novela breve de Colette Le Blé en herbe, pero el proyecto fue prohibido por el régimen colaboracionista de Vichy, y se centró en el teatro. Lo habían elegido para ser un jardinero en Sodoma y Gomorra, pieza teatral de tema bíblico de Jean Giraudoux, cuando le presentaron a la estrella de la función, Edwige Feuillère, que exclamó: “¿Un jardinero? ¡Pero si es un ángel!”. Así que ese fue el papel que obtuvo, y la obra fue un éxito que lo llevó a protagonizar el Calígula de Albert Camus, su consagración definitiva.
Gérard Philipe atesoraba dos grandes activos: la voz y el físico. El primero de ellos –una gama fonética no especialmente profunda al estilo del actor clásico, pero bellísima, capaz de ejecutar todo tipo de inflexiones de forma natural– resultaba perfecto para la escena, pero el segundo –era extraordinariamente guapo y a la vez muy expresivo, gracias sobre todo al magnetismo de sus grandes ojos– lo conducía sin remedio al cine. Fue a partir de El diablo en el cuerpo (1947), de Claude Autant-Lara, adaptación algo descafeinada de la escandalosa novela de Raymond Radiguet, cuando se convirtió en una estrella de la pantalla. Y con la película de espadachines Fanfan la Tulipe (1952), al lado de Gina Lollobrigida, la estrella se hizo internacional.
Dos fueron también los sobrenombres que le adjudicaron y por los que aún se le conoce. El primero es “príncipe de actores”, quizá tanto por la elegancia con la que llevó su estatus estelar como por la calidad de los proyectos en los que se implicó. De la mano de su gran mentor, el director de escena Jean Vilar, se vinculó al Théâtre National Populaire, proyecto para acercar el teatro de calidad al gran público, junto a otros intérpretes como Jeanne Moreau o Philippe Noiret. Y también al festival teatral de Avignon, donde, entre otras piezas, interpretó unos memorables El príncipe de Homburg de Kleist y Le Cid de Corneille, su gran papel, que había rechazado la primera vez que Vilar se lo propuso por encontrarlo demasiado trágico, pero con el que acabó identificándose de tal modo que acabaría siendo amortajado con su traje de escena. Trabajó con las llamadas grandes damas de la época, desde Edwige Feuillère, Danielle Darrieux y Michèle Morgan hasta Jeanne Moreau, pero su mejor pareja laboral quizá fue la española María Casares, nacida, por cierto, unos días antes que él, por lo que su centenario se cumplió el pasado mes de noviembre. Ambos estaban memorables en La cartuja de Parma, de Christian-Jaque, como Fabrice del Dongo y la duquesa Sanseverina.
La otra definición que se le atribuye es la de primer actor moderno, y se ha señalado que fue un precedente de los intérpretes americanos llegados inmediatamente después, en especial James Dean. También se ha sugerido su cercanía a los estilos de Laurence Olivier o Marcello Mastroanni. En realidad puede considerarse una figura de transición que reunía lo mejor de dos mundos: la presencia y la técnica del actor clásico y la naturalidad y ocasional fragilidad de la generación del Actors Studio. Jeanne Moreau diría de él en una entrevista televisiva realizada por Anne-Marie Philipe: “Su magnetismo, su poder de encarnar personajes, escapa a las palabras y el razonamiento, era milagroso de contemplar. Había una gran diferencia entre los ensayos y el momento en el que aparecía ante el público o la cámara. Nunca hacía lo que se esperaba de él”. Fue también el actor romántico por excelencia, sobre todo gracias a las adaptaciones de novelas de Stendhal (La cartuja de Parma, Rojo y Negro) o a su composición del atormentado pintor Amedeo Modigliani (Los amantes de Montparnasse, de Jaques Becker, una de sus mejores películas). La obra maestra de su filmografía, La Ronda, de Max Ophüls, sin embargo, fue en su momento acogida con frialdad por la crítica. Se apreció menos su trabajo en que el de otros componentes del lujoso reparto coral, lo que hoy puede contemplarse como una injusticia flagrante.
Tampoco fue muy querido por la camada de directores de la nouvelle vague, que no contaron con él en sus películas, en beneficio de caras nuevas y de otras maneras como las de Jean-Paul Belmondo, Alain Delon, Michel Piccoli o Jean-Pierre Léaud. Lo que se explica porque Philipe estaba demasiado asociado a los directores contra los que precisamente la nouvelle vague había reaccionado, y a los que detestaba por su academicismo, como Allégret, Autant-Lara, Christian-Jaque o Duvivier. Esto podría haber cambiado cuando Luis Buñuel (cineasta en cambio muy respetado por Godard y Truffaut) se fijó en él, primero para ser el protagonista de El húsar sobre el tejado, según la novela de Jean Giono (otro proyecto frustrado, que no vio la luz hasta 1995, con Jean-Paul Rappeneau en la dirección y Olivier Martínez y Juliette Binoche en el reparto), y después para embarcarlo en Los ambiciosos (La fiebre sube a El Pao). Rodada en Acapulco, México, es en justicia una de las peores películas del director aragonés, pero su cóctel de cine político y melodrama irónico, además de la presencia de una desatada María Félix, no carecen de interés.
Pero al terminar aquel trabajo, en verano de 1959, volvió a Francia en un estado de agotamiento que él achacaba a las duras condiciones del rodaje. El 5 de noviembre fue ingresado en el hospital. Su mujer, la etnóloga y escritora Nicole Navaux -rebautizada como Anne Philipe tras divorciarse de su primer esposo diplomático y casarse con el actor- le ocultó el diagnóstico médico, que señalaba un cáncer de hígado incurable. Le hablaron de un simple absceso que debía operarse con urgencia. Murió solo veinte días más tarde, cuando le faltaban unos pocos para cumplir los 37 años. Y desde entonces es una leyenda en Francia.
Con ocasión de su centenario, Cannes, su ciudad natal, le ha dedicado un homenaje con distintos actos –desde proyecciones de películas hasta un concurso de elocuencia entre escolares de la región- realizados a lo largo de varios meses. Se ha estrenado también un documental de Patrick Jeudy llamado Gérard Philipe, le dernier hiver du Cid, inspirado en el libro del mismo título publicado por Jérôme Garcin, prestigioso periodista cultural y esposo de Anne-Marie Philipe, la hija de Gérard. Cuando presentó el libro en 2019, Garcin declaró: “Ya no hay actores de su calibre”. En realidad tampoco los había en sus tiempos, porque, como todos los intérpretes memorables, Gérard Philipe es un caso único e imposible de reproducir.
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