“Ibiza se nos está yendo de las manos”: cómo la isla se convirtió en el patio de recreo de los megarricos
Capri, St. Tropez y, ahora, Ibiza. El irresistible bum del lujo y el dinero en la isla balear la han convertido en el tercer destino más caro del Mediterráneo y mientras mantiene a los que viven del turismo amenaza con desplazar a casi todos lo demás
Nacho Lezcano vivía en el centro budista de Madrid, sentía un desapego hacia lo material casi alérgico, llevaba una vida austera. De repente, se vio catapultado al epicentro del lujo y la ostentación de Europa. Y se puso a cantar. Le habían contratado en Lío, una mezcla de restaurante, discoteca y cabaret encajado en el puerto de Ibiza, con vistas a la bahía y el Dalt Vila, un sitio donde el champán se descorcha con alegría, fanfarria y bengalas. Su consumo medio por mesa se sitúa entre los 500 y 600...
Nacho Lezcano vivía en el centro budista de Madrid, sentía un desapego hacia lo material casi alérgico, llevaba una vida austera. De repente, se vio catapultado al epicentro del lujo y la ostentación de Europa. Y se puso a cantar. Le habían contratado en Lío, una mezcla de restaurante, discoteca y cabaret encajado en el puerto de Ibiza, con vistas a la bahía y el Dalt Vila, un sitio donde el champán se descorcha con alegría, fanfarria y bengalas. Su consumo medio por mesa se sitúa entre los 500 y 600 euros y la cosa se puede ir de madre: si se escoge bien (o mal), una botella puede alcanzar el precio de un piso medio en una capital de provincia. En 2019, un cliente adquirió un Armand de Brignac Brut Gold de 30 litros por 130.000 euros. Por sus mesas es normal ver a famosos como Ronaldo, Messi, Anne Hathaway, Justin Bieber… La lista es tan larga como la de espera. Uno de los restaurantes más caros de Ibiza es también uno de los más solicitados.
“Fue un contraste grande. Nunca en mi vida había presenciado tal nivel de despilfarro, era flipante”, describe ahora Lezcano. Este cantante argentino de 36 años recuerda especialmente una noche. Su director les había avisado de que después del número musical habría una pequeña sorpresa, los directivos de un grupo de moda español querían regalar algo al presidente de la compañía. Las luces se atenuaron, empezó a sonar Nessun Dorma, y por las aguas del puerto se iluminó un gran yate. “Dio una vuelta por la bahía y atracó detrás del escenario”, recuerda Lezcano. “Ese era el regalo. Un yate. Yo, que venía de vivir 11 años en Madrid, una vida bastante sencilla. Aquello me dejó en shock”.
De Ibiza se dice que tiene muchas caras. Una es hedonista y fiestera, tan ruidosa que a veces silencia al resto: según un informe realizado para la Universitat de les Illes Balears en 2019, el negocio de las discotecas representa el 35% del producto interior bruto de la isla y ocupa al mismo porcentaje de sus trabajadores. Pero hay otras. Una es la relajada, salvaje y recluida que se encuentra al norte, donde una red capilar de polvorientos caminos llevan a calas poco masificadas, a pequeños pueblos de casas encaladas. Luego está la Ibiza hippie y alternativa, la que empezó a tomar forma en los años setenta, cuando niños malos de familias buenas recalaron en la isla. Los lugareños los llamaban los peluts.
Esa Ibiza ha llegado hasta nuestros días reciclada en una pléyade boho-chic y es fácil identificarla en retiros espirituales y clases de yoga por toda la isla. Hay aún una Ibiza más. Una costumbrista y real, que no nace de la idea edulcorada que se traen de fuera los turistas; una que se preocupa por llegar a final de mes en la ciudad con la vivienda más cara de España; que continúa ahí cuando las otras entran en hibernación hasta la próxima temporada. Y es esta la que, cuando cada año se echa el cierre turístico, se empieza a preguntar hacia dónde va la isla.
Estas diferentes versiones del mismo lugar son las piezas de un puzle difícil de encajar. Sus vidas se desarrollan de forma paralela, muchas veces sin tocarse, coincidiendo quizá en la cola del Mercadona o en el saturado hospital de Can Misses, al sureste. Pero todas se ven atravesadas de la misma forma por el impacto de dinero, en enormes cantidades. Ibiza ha apostado por el lujo extremo, una apuesta consciente y estratégica. Una que amenaza con fagocitar todo lo demás.
Según un estudio realizado por Fotocasa, el metro cuadrado en Baleares ha alcanzado su máximo histórico, tanto en alquiler como en venta. Este se vende a 3.184 euros (en España, la media está en 1.988) y se alquila por casi 14 (11,3 en la media nacional). Según un estudio realizado por El Diario de Ibiza, la isla es el tercer destino más caro del Mediterráneo, por detrás solo de Saint-Tropez y Capri. El informe sitúa el precio medio en un fin de semana de junio en los 400 euros por noche. Esto limita enormemente las opciones para los trabajadores que vayan allí a hacer temporada. Decenas de ellos se ven abocados a acampar en los bosques, donde se asientan hasta que son desalojados por la policía. Es una situación que se repite todos los años, pero cada vez es más grave y más común.
En 2017, una de las playas más concurridas para ver el atardecer, Benirrás, se quedó sin sus míticos tambores. Los improvisados músicos que tocaban durante la puesta de sol se dieron cuenta de que los restaurantes cercanos hacían caja con el espectáculo y exigieron su parte. Iniciaron una huelga de hippies para que los hosteleros les pagaran un sueldo semanal. No trascendió a la prensa ningún acuerdo, pero a las dos semanas los tambores volvieron a sonar mientras fluían los mojitos (12 euros la copa) y la sangría de champán (a 110 euros la jarra). El ritmo no para en Ibiza.
Este año se ha notado la ausencia de turistas rusos. La han suplido, eso sí, holandeses (han aumentado sus alojamientos un 20%) y belgas (un 10%). Algunos, para aprovechar el teletrabajo, prolongan sus estancias. Las salas “han conseguido igualar las recaudaciones del año previo a la pandemia”, según anunciaba José Luis Benítez, representante de la agrupación de las principales discotecas de la isla. Pero este es solo un indicativo parcial. Hace tiempo que aquí el lujo cambió la pista de baile por el gimnasio.
The Daily Mail definía recientemente Ibiza como “un Notting Hill sobre el mar”, narrando con ironía su mutación de paraíso de clubbers a imán para el tipo de ricos bohemios y healthy del barrio londinense: “Se dice que hay más instructores de yoga por milla cuadrada en Ibiza que en cualquier otro lugar de vacaciones del mundo”, se puede leer en el artículo.
No siempre se duerme bien en este Xanadú del bienestar. cuando hablamos con Carlos Martorell, por ejemplo, no ha pegado ojo. Le despertó un Lamborghini rugiendo bajo su casa a altas horas de la madrugada. Más que el desvelo, le molesta el absurdo. “Entiendo que te vengas aquí con un 4x4, pero ¿con un Lamborghini? ¿En serio?”, pregunta al teléfono más para sí mismo que para su interlocutor. La autopista que une Ibiza y San Antonio tiene un pequeño tramo, de unos 3.000 metros, donde se pueden alcanzar los 120 kilómetros por hora, el único lugar en que se permite tal velocidad. El resto son carreteras secundarias y caminos polvorientos. “Hay mucho nuevo rico, mucho multimillonario hortera”, lamenta este relaciones públicas clásico del lugar, afincado aquí desde los sesenta, cuando era amigo de Andy Warhol. “Me alegro de que a esta isla, que era muy pobre, le vaya bien. Pero los precios se nos están yendo de las manos. Este año es una locura la cantidad de aviones privados, de restaurantes carísimos…”, sentencia.
Martorell es bastante crítico con este tipo de lujo, especialmente para alguien que es embajador de Ibiza Luxury Destination, título que concede la asociación de empresarios ibicencos para fomentar este tipo de visitante. Esta dicotomía la comparten muchos habitantes: saben que el turismo, especialmente el de los más pudientes, ha sacado a Ibiza de la pobreza pero no por ello ignoran sus excesos. Ser el patio de recreo del 1% tiene consecuencias para el 99 restante. No todas son positivas.
Si existiera un sismógrafo del lujo, probablemente situaría el epicentro de este rentable terremoto en una zona VIP. Estas se han convertido en el auténtico motor económico de las discotecas y aportan un continuo y frenético bombeo de efectivo a las cajas. El precio por acceder a estos lugares varía según la discoteca o la sesión. “Se pueden dejar entre 5.000 y 50.000 euros por mesa, dependiendo de lo atractiva que sea la fiesta”, suma Sheila Martínez, quien en los últimos años ha trabajado como jefa de sala VIP en un conocido club de la isla. “Hay precios desorbitados. Muchas veces los clientes están un par de horas y dejan las botellas enteras”, señala.
Martínez conoce los efectos colaterales de este tipo de turismo. “Todo el mundo quiere ganar dinero en los pocos meses que dura la temporada y en muchas ocasiones llega a ser ridículo”, reconoce. Aun así, hace una lectura positiva. La vida en Ibiza es cara, pero divertida, y a veces regala pequeñas sorpresas. Martínez lleva aquí diez años, desde que se mudó desde su Barcelona natal, y sigue hablando de Ibiza con la reverencia con la que uno habla de un amor recién estrenado.
Es algo común a muchos entrevistados. Hablan de La Isla en mayúsculas, de forma casi antropomórfica. Como si Ibiza tuviera una personalidad propia; una mística, amable y especial. El relato que se hace de ella está romantizado, edulcorado por la mente de los ibicencos de adopción. “Cuando llegas, Ibiza te abraza o te expulsa”, repiten como un mantra. Sin embargo, esta frase parte de una premisa errónea. Muchos ibicencos no llegan a la isla, nacen en ella. Y no es Ibiza la que les echa, sino la especulación.
Es lo que le pasó a Alicia Hurtado, ibicenca de 36 años, que emigró a EE UU en 2021. El lujo, para ella, es acceder a servicios básicos y en Ibiza esto no siempre es fácil. “Mi madre está enferma y tiene que ir a Palma al médico, porque los oncólogos aquí ni sé cuántas veces han cambiado”, explica por teléfono. El Área de Salud de las Pitiusas necesitaría 69 médicos más, según denuncia la oposición, del PP. Y el problema es extensible a otras áreas de la administración. La formación política asegura que en 2002 trabajaban en Ibiza 5.324 empleados del Estado frente a los 4.000 actuales. Sindicatos como Jupol (policías) SIMEBAL (médicos) y CSIF (funcionarios en general) han secundado estas quejas y organizado distintas manifestaciones el pasado mes de septiembre.
Lo confirma Hurtado, maestra de profesión: “Muchas plazas se quedaban desiertas”. Cansada de un lugar rendido al turismo, ella regresa ahora a su isla natal solo en verano para verla cada vez más saturada, más cara. Más lujosa. “Desde fuera da la sensación de que la violan cada temporada, la revientan de coches, de gente y especulación”. Y esta sensación solo se pausó con la pandemia.
Juan Serra de estos menesteres sabe un rato. En la década larga pasada en la isla se ha especializado en la gestión de villas exclusivas. Muy exclusivas. Pueden llegar a costar 90.000 euros a la semana, y hay tortas para conseguirlas. “Las personas más ricas del mundo se pelean por venir aquí”, asegura. Modelos, cantantes, empresarios, actores… la agenda de contactos de Serra podría pasar por el índice de la revista ¡Hola! pero la discreción cotiza al alza en su mundo. Serra cuenta historias, pero no da nombres. Historias de botellas de champán de 600 euros que se usan para jugar a mojarse; comidas pantagruélicas que se echan a perder, con los mariscos recocidos al sol y las carnes llenas de moscas. Habla de policías municipales que buscan un extra haciendo de seguridad privada en fiestas. De yates de 60 millones fondeados cerca de la villa por si a su dueño decide salir a navegar y quiere ahorrarse el camino al puerto.
Serra narra estas escenas con frialdad administrativa. “Es lo que nos da de comer para pasar el resto del año. De otra forma no podríamos”, explica. El auge del verano permite a muchos sobrevivir a la tranquilidad del invierno. Todas las Baleares están viviendo un bum, pero mientras Mallorca tiene en el turismo urbano y el cicloturismo una baza para los meses fríos, en Ibiza y Formentera apenas hay donde agarrarse cuando cierra la última discoteca. El Observatorio Socioambiental de Menorca presentó este verano el informe 4 Islas que compara la situación de Fuerteventura, Lanzarote, Ibiza y Menorca. La conclusión fue clara: Ibiza es la que mayores desajustes estacionales sufre.
Irónicamente, estos desequilibrios son los que aportan cierto balance a Ibiza, un lugar de extremos en constante mutación. Puede que sus distintas caras estén atravesadas por un mal común, pero es este, al final, el que las mantiene a flote. Las críticas son legítimas pero no unánimes. Componen un coro de voces disonantes, pero todas repiten el mismo estribillo: la isla está cambiando. En el fondo lleva cambiando desde que se pusiera de moda, en los sesenta. La moda parece no haber pasado, pero sí va reinventándose, atrayendo en cada mutación a un nuevo tipo de público. Primero fueron los hippies, después los clubbers. En los últimos años, se han sumado los megarricos. Ninguno de los grupos precedentes ha sido totalmente sustituido, ninguno ha querido abandonar Ibiza. Más bien se han ido desperdigando por la isla, conviviendo de manera tangencial, creando pequeños archipiélagos sociales. Grupos que dan forma a las distintas caras y caretas de Ibiza, una isla que abraza y expulsa. A veces al mismo tiempo.
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