La trágica vida de Michael Cimino: ego desbocado, el fracaso más sonado de Hollywood y ¿transexualidad en secreto?
Una nueva y explosiva biografía sugiere que el director de ‘El cazador’ vivió una vida muy alejada a la públicamente conocida y que, tras recluirse por el batacazo de ‘La puerta del cielo’, asumió una identidad femenina
Si ya de por sí Hollywood tiende a contarse en términos legendarios, la vida y obra de Michael Cimino (Nueva York 1939-Los Ángeles, 2016) se han narrado directamente a brochazos gordos. Coronado con dos Oscar en 1978 por El cazador, desterrado de Hollywood tras el histórico fracaso de La puerta el cielo en 1981 y enclaustrado en su casa durante sus últimos 20 años de vida, su historia incluye más misterios, conjeturas y rumores que hechos fehacientes. Ahora un libro añade otro misterio ...
Si ya de por sí Hollywood tiende a contarse en términos legendarios, la vida y obra de Michael Cimino (Nueva York 1939-Los Ángeles, 2016) se han narrado directamente a brochazos gordos. Coronado con dos Oscar en 1978 por El cazador, desterrado de Hollywood tras el histórico fracaso de La puerta el cielo en 1981 y enclaustrado en su casa durante sus últimos 20 años de vida, su historia incluye más misterios, conjeturas y rumores que hechos fehacientes. Ahora un libro añade otro misterio en torno a su figura al contar que Michael Cimino, durante la última etapa de su vida, transicionó hacia el género femenino.
El director construyó el relato de su propia infancia, que describía como “sacada de una obra de [el deprimente dramaturgo] Eugene O’Neill”: se sentía ignorado en su casa familiar de Long Island, pasaba las tardes encerrado en el sótano y sus hermanos, altos y fuertes como su padre, le hacían sentir escuchimizado. Por eso se apuntó a lucha libre en el instituto. “No quiero hablar sobre mi familia, es demasiado doloroso. Todo al respecto duele”, explicaba. Según él, su madre jamás apreció su éxito. En cuanto completó el instituto, se mudó a Manhattan, cambió la pronunciación de su apellido y rompió todo contacto con sus amigos de la infancia. Lo único que se llevó a su nueva vida fue la advertencia que aparecía junto a su foto en el anuario del instituto: “Más te vale no luchar contra este tipo”.
“Se inventó a sí mismo: era casi un personaje de ficción”, anuncia Charles Elton en el recién publicado Cimino (Abrams Book). El futuro director iba contando que había combatido en Vietnam, pero un corresponsal de The New York Times en aquella contienda publicó un reportaje detallando que Cimino se alistó en el Ejército tres años antes del primer viaje de las tropas estadounidenses al Vietcong. Por lo visto, solo pasó cinco meses como militar y nunca llegó a portar la boina verde.
Otra de sus mentiras más emblemáticas era su edad: aseguraba haber nacido en 1952 cuando en realidad era de 1939. Esto le hacía parecer un niño prodigio cuando en 1978 escribió, rodó y ganó dos Oscar (película y director) por El cazador, supuestamente a los 26 años, la misma edad que tenía Orson Welles cuando hizo Ciudadano Kane. Aquel drama psicológico sobre la guerra de Vietnam protagonizado por Robert de Niro, Meryl Streep y Christopher Walken excedió su presupuesto (de seis a 12 millones de euros) por la obsesiva minuciosidad con los detalles de Cimino. Al empezar el montaje, el director tardó 12 semanas solo en ver todo lo que había rodado. Pero luego llovieron las alabanzas, los espectadores salían de los cines abrazándose y llorando y recaudó 50 millones, así que Hollywood perdonó a Michael Cimino toda su arrogancia y todas sus manías. “Dile al estudio lo que quiere escuchar”, recomendaba el director, “y luego haz lo que quieras”.
Tras ganar el Oscar, Cimino inició el rodaje de un drama épico sobre los conflictos fronterizos en la América de finales del siglo XIX. Una cláusula en su contrato estipulaba que el título de la película sería La puerta del cielo de Michael Cimino y que su nombre debía ir en letras tan grandes como las del título en toda la cartelería publicitaria. A los seis días de empezar el rodaje, ya llevaba cinco de retraso.
El director prohibió la presencia de periodistas en el plató e incluso ejecutivos de United Artists, un secretismo que solo avivó los rumores. Se decía que Cimino había ordenado destruir y reconstruir el decorado entero de una calle para que el arcén tuviese cuatro centímetros más, que la partida del presupuesto para cocaína rondaba los 50.000 euros y que había quemado un decorado solo para ver qué aspecto tendría. Los 69 días de rodaje previstos se convirtieron en más de 200. Al terminar, el actor John Hurt se compró una finca y le puso de nombre La casa de las horas extras.
El entonces vicepresidente de United Artists, Steven Bach, aclaró que si Cimino resultaba un hombre despiadado “lo era más por imprudencia que por convicción”. Tuvo que decirlo, por otro lado, porque las historias de crueldad ególatra relacionadas con el cineasta empezaban a ser eclipsadas por un rodaje lleno de percances. Su ayudante empezó a salir con uno de los operarios: Cimino lo despidió inmediatamente. También despidió a su abogado por estar ilocalizable un domingo y caerían dos de sus mejores amigos desde hacía décadas. “No vuelvas a negarte a hacer lo que te ordeno”, le gritó a uno de ellos. En su neurosis, sospechaba que eran espías del estudio.
Cimino instaló rejas en las ventanas de la sala de montaje y cambiaba la cerradura periódicamente. Presumía de haber editado él la película y de ser también responsable de su banda sonora y de su fotografía, funciones que aseguraba haber ejercido ya en El cazador. Y según se acercaba el estreno, se negó a recortar un solo minuto de los 229 que había acumulado. Pero el cineasta mantenía la calma: “Todos me odian hasta que empiezan a recibir Oscar”, repetía.
La puerta del cielo es una de las películas más comentadas de la historia que menos gente ha visto. Vincent Canby la definió en The New York Times como “un desastre incompetente”, el crítico Roger Ebert la llamó “la película más fea que he visto en mi vida” y en el club de polo de Beverly Hills un grupo de productores leyó las críticas en voz alta aplaudiendo cada insulto. La recaudación final fue de tres millones de dólares, menos de una décima parte de lo que había costado. Se convirtió en un símbolo de la prepotencia y la megalomanía de los autores del Hollywood de los setenta, tan geniales como volátiles y, por tanto, contraproducentes para la economía. “La puerta del cielo nos devaluó a todos”, lamentaría Martin Scorsese. “Supe que moría algo que nunca íbamos a recuperar”. En septiembre de aquel mismo 1981, el periodista Michael Dempsey decretó en la revista American Film el inicio del “Hollywood pos-Cimino”.
Durante los ochenta, Michael Cimino era el hombre del saco para los estudios. Ninguno quiso apostar por el cine de autor: el poder volvió a los productores. Dos años después, United Artists, firmante de fenómenos como Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), Rocky (1976) o El último tango en París (1972), se declaró en bancarrota. El castigo a Cimino debía ser ejemplarizante para que ningún director con ínfulas volviese a subirse a la chepa de un ejecutivo. No bastaba con humillarlo. Había que desterrarlo.
Cimino rodaría cuatro películas más, pero sin la libertad que había disfrutado hasta entonces. “Era como contratar a Picasso y atarle las manos en la espalda”, compara en el libro su aliada más incondicional, la productora Joann Carelli. Las puertas de la casa de Michael Cimino en Alto Cedro Drive, a la vez un refugio y una prisión, apenas volvieron a abrirse. Su aislamiento adquirió una textura mítica similar a la de J. D. Salinger. Dejó de responder las escasas llamadas que recibía y hasta despidió a su secretaria cuando esta se quedó embarazada.
Cimino se pasaba los días escribiendo. Escribía guiones, los adaptaba a novelas y los apilaba en torres de papel que, tras varios terremotos, acabaron esparcidas por el suelo de su despacho. Decidió cerrarlo con llave y no volver a abrirlo nunca. Se dice que los 50 manuscritos siguen allí tirados. En 2004 le preguntaron a Steven Bach, vicepresidente de United Artists, si le guardaba rencor a Cimino y este respondió: “Sería como desearle mal a un cadáver”.
Escribió sus memorias. Arrancaban así: “Soy un mito. Apenas sonrío ya. La piscina está vacía. Lleva así 15 años”. Cimino creó un alter ego que pasaba las noches bebiendo, automedicándose y “tonteando con la anorexia”. Llegó a pasar dos días sin comer y, según cuenta su amiga Cynthia Lee Duck, solo se alimentaba de fruta, lechuga y frutos secos. “He tocado fondo”, lamentaba el protagonista de sus memorias. “Creo que estoy muerto y alguien ha ocupado mi lugar. No reconozco a esta persona”.
En el libro de Elton, uno de los allegados más íntimos de Cimino, Pablo Ferro, recuerda oírle decir varias veces: “Ya no quiero ser Michael Cimino”. Lo logró con el aspecto físico. Aquel italoamericano bajito y rechoncho “con pinta de mecánico de taller”, como lo describieron en los setenta, se había transformado, mediante unas supuestas operaciones estéticas que él siempre negó, en algo totalmente distinto. “Parece Bette Davis al final de su vida”, escribió un periodista. “Es un cruce entre un vaquero y tu tía Bessie”, bromeaba otro.
Se decía que había solicitado el cambio de titularidad en el sindicato de directores a “Michelle Cimino”, que le habían visto vestido de mujer en un zoo de Londres o que durante un vuelo había entrado al lavabo con un atuendo masculino y había salido con un vestido, una peluca y los labios pintados. “Era un perfeccionista”, alerta Feeney en Cimino. “Solo lo habría hecho si pudiera tener el aspecto de Catherine Deneuve”. Elton entrevista a una de las pocas amistades que Cimino mantuvo durante aquellos últimos años de reclusión: “Cuando vino a verme se presentó como Nikki”, recuerda Valerie Driscoll.
Driscoll abrió un negocio para hombres que se quieren vestir de mujer tras trabajar como dependienta en una tienda de pelucas y darse cuenta de que su clientela masculina se sentiría más cómoda acudiendo a un espacio seguro y discreto. Según ella, Nikki le pidió que le ayudase a transformarse “en una mujer hermosa”.
Driscoll describe a una persona “dulce, suave y particularmente ingenua”, adjetivos que encajan con sus últimas apariciones en festivales como el de Cannes o en retrospectivas de filmotecas. “Su comportamiento se vio tan alterado como su aspecto físico”, observa Elton. “Antes, su personalidad pública era solemne e implacable, sin rastro de humor. Ahora, en Europa, exhibía un gran encanto e incluso una seductora excentricidad”.
A esta nueva alegría contribuyó la restauración en 2012 del montaje original de casi cuatro horas de La puerta del cielo, que se creía perdido hasta que apareció una copia en un almacén de Londres. La crítica la celebró como una de las grandes obras maestras del cine americano. Una película que, tal y como había admirado Bach ya en 1980, lograba capturar “la poesía de EE UU”. En un coloquio del festival de Locarno, Cimino bajó al patio de butacas y caminó entre el público repartiendo besos, abrazos y buenos deseos. Incluso se arrancó a cantar Can’t Take My Eyes Off You, como hacía De Niro en El cazador. Nada que ver con el Cimino feroz de las leyendas. Él mismo se mostraba sorprendido: “Me busqué en Google una vez y no conozco a la mayoría de las personas que he sido”.
Valerie Driscoll recuerda cómo Cimino fue dejando de cogerle el teléfono. “Según envejecía, mi varita mágica no funcionaba tan bien. Nuestras últimas sesiones no acabaron con una transformación tan emocionante como las anteriores. Ambas nos dimos cuenta de que los días del glamur se habían terminado”, lamenta. Su sobrino Christopher cuenta que, durante los últimos años de su vida, en los que siempre llevaba gafas de sol, Michael Cimino era “el vivo retrato de su madre”.
Cimino falleció entre el 28 y el 30 de junio de 2016. La prensa informó de que había muerto en paz rodeado de sus allegados y familiares, pero aquella fue la penúltima mentira en el mito de Cimino: murió solo. Y en el libro de Charles Elton, varios amigos admiten sospechar que se quitó la vida.
Elton ha conseguido localizar a Peter Cimino, hermano del director, quien asegura que no supieron nada de Michael desde mediados de los ochenta. Aclara que su madre, lejos de ser aquella mujer impasible ante el éxito de su hijo, “se pasó esas tres décadas coleccionando recortes y esperando que Mike apareciera por sorpresa”. Describe una infancia normal y sin contratiempos, muy distinta a los orígenes literarios que su hermano solía describir. “Esa infancia era demasiado común para hacer una buena historia”, indica Charles Elton. “Y a Michael Cimino, por encima de todo, le gustaban las buenas historias”.
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