Asesinos de 10 años: por qué la mística del niño malvado lleva décadas triunfando en el cine
En la serie ‘El bebé' un recién nacido siembra el caos y la muerte a su alrededor. Es la última muestra de una tendencia cinematográfica que lleva 80 años fascinando al espectador: el infante que mata
En el primer episodio de El bebé, (HBO) de apenas 30 minutos, mueren cuatro personas, las mismas que morían durante los 129 minutos de la película de 1956 The bad seed, traducida en España como La mala semilla. Son el primer y (por ahora) último ejemplo de un subgénero que se ha mantenido constante y exitoso a lo largo de ocho décadas dentro de las tendencias del terror: niños malvados, sociópatas, asesinos. Y llegarán más: la productora Blumhouse estrenará este 2022 u...
En el primer episodio de El bebé, (HBO) de apenas 30 minutos, mueren cuatro personas, las mismas que morían durante los 129 minutos de la película de 1956 The bad seed, traducida en España como La mala semilla. Son el primer y (por ahora) último ejemplo de un subgénero que se ha mantenido constante y exitoso a lo largo de ocho décadas dentro de las tendencias del terror: niños malvados, sociópatas, asesinos. Y llegarán más: la productora Blumhouse estrenará este 2022 una nueva versión de Ojos de fuego (que protagonizó Drew Barrymore en 1984) y en mayo llega una segunda parte televisiva de La mala semilla. Las casas encantadas, las posesiones demoníacas o los vampiros tienen sus épocas, vienen y van azuzadas por los gustos masivos y el momento social, pero hay en todas las décadas exitosos ejemplos de películas que aterrorizan con una posibilidad casi más peturbadora que ver a un niño siendo asesinado: ver a un niño cometiendo un asesinato.
El asesino menor está presente en las películas y franquicias más populares del cine de terror, sea de forma explícita o subrepticia. Un Norman Bates púber mataba a su madre y a su padrastro en Psicosis (1960). Un Michael Myers de nueve años mataba a su hermana y al novio de esta al principio de La noche de Halloween (1978). Una niña poseída y un niño que es el anticristo convirtieron El exorcista (1973) y La profecía (1976) en fenómenos sociales en los años setenta. Más recientemente, La huérfana (2009) recaudó 80 millones de dólares en taquilla con la historia de una salvaje asesina de 12 años. En la serie de ocho episodios El bebé, esta vez en clave cómica, un recién nacido que cae a una mujer (Michelle de Swarte) literalmente del cielo siembra la tragedia y el caos allá por donde pasa. La protagonista, cínica, independiente, militante antiniños y harta de que sus amigas la abandonen cuando se convierten en madres, se las ve con la peor venganza cósmica posible: su propio bebé. Y, además, asesino.
El bebé está escrita y dirigida por dos mujeres, Lucy Gaymer y Sian Robins-Grace. Es una de las pocas veces en que la voces femeninas son las que refejan ese miedo atávico que tan bien ha reflejado el cine de terror en ejemplos como los nombrados: el miedo a no ser buena madre, a no querer a un hijo o a que ese hijo no te quiera (The Babadook, escrita y dirigida por Jennifer Kent en 2014, es otro ejemplo). En El bebé subyace la pregunta de qué es una madre: ¿se convierte una mujer en madre solo por haber dado a luz? ¿Son culpa de una madre (la figura masculina no existe en The Baby, del mismo modo que nunca se veía al padre en El exorcista) las malas acciones de su descendencia?
Uno de los elementos más interesantes del recientemente publicado La ciudad de los vivos, el ensayo periodístico de Nicola Lagioia sobre el asesinato (real) en 2016 de un chico de barrio por parte de dos niños bien de Roma, es el comportamiento de las familias de víctima y verdugos. Mientras los padres tomaron las riendas, fueron a las televisiones y se convirtieron en militantes de sus respectivas causas (la justicia o el perdón), las madres desaparecieron, apenas se supo de ellas, vivieron un dolor que se adivina más íntimo, espinoso y a todas luces mudo.
La periodista especializada en cine de terror Desirée de Fez y autora del ensayo Reinas del grito (Blackie Books) explicó en 2020 a S Moda: “Hay una especie de idealización absurda de la maternidad por parte del cine y creo que el cine de terror la ha desactivado de una forma muy interesante. [...] Todos los miedos asociados a la maternidad y al hacerte mayor están muy bien contados en ese cine, a veces de forma consciente y otras no. Escribiendo el libro [Reinas del grito] me he dado cuenta de que era en el cine de terror donde me sentía más identificada en todo lo que tenía que ver con la maternidad. Y no porque sea terrorífica, que lo puede ser en muchas formas, sino porque habla de la fragilidad en un momento tan complicado. En otros géneros parece que ser madre es fácil y no lo es, y eso el terror lo sabe”.
Odiar al niño
¿Por qué nos fascinan los niños malvados en el cine? “El niño, a ciertas edades, se mueve en un territorio amoral, donde tiene la misma validez el bien que el mal”, explica Raubén Lardín, crítico experto en terror, guionista y colaborador del Festival de Sitges, con el que publicó la antología El día del niño (Valdemar) en 2003. “Si has tratado con un niño de tres o cuatro años verás como te putea por placer, sin asumir responsabilidad. Es impune. La idea de que se quede instalado ahí es muy inquietante, también lo es la idea de que el adulto puede odiar a ese niño cabrón. Sabemos que no podemos hacer nada, que solo nos queda esperar a que ese niño deje de ser una alimaña y se convierta en esa otra cosa domesticada que somos los adultos. La clave está en la idea de inocencia. Hemos confundido inocencia con bondad y candor, pero la inocencia es otra cosa. La inocencia es la amoralidad, el no entender que torturar animales no es de recibo. El niño solo está experimentando, pero en ese experimento es capaz de una crueldad infinita”.
“El cine de terror permite explorar ciertos tabús de la sociedad y presentarlos a modo de ficción”, sostiene Javier Parra, autor del ensayo Scream Queer (editorial Dos Bigotes), que establece un lazo entre la sensibilidad LGTBQI y las historias clásicas de terror. “Convertir a seres supuestamente angelicales (que debemos proteger como sociedad) en monstruos es uno de esos atractivos que han servido para que, de manera sistemática, sea un tema que se recupera de forma cíclica”. Precisamente la mirada de la sexualidad se cierne también sobre muchos niños malvados que, básicamente, no siguen el camino que sus padres hubiesen deseado y rompen una calma heteronormativa que existía en sus hogares. La mala semilla, la madre de todas las películas de niños asesinos, fue escrita por William March, un hombre gay que no solo plasmó en esa niña asesina el carácter solitario del menor que no encaja y que debe mostrar muchas caras para ocultar sus secretos, sino que dibujó en ella esa fascinación que la juventud LGTBQI desarrolla por las grandes villanas, precisamente por ser seres que mutan según las circunstancias. En el ensayo The Revolting Child in Horror Cinema. Youth Rebellion and Queer Spectatorship (El niño repulsivo en el cine de terror. Rebelión juvenil y espectáculo queer, 2015), Andrew Scahill cuenta una anécdota que ilustra bien esa fascinación: Scahill vio la película de terror La huérfana en un cine de un barrio gay lleno de expectadores gais y lesbianas y asistió a algo que no había visto en otras proyecciones de terror con un público mayoritariamente heterosexual: cuando la gran villana es derrotada al final de la película por su madre adoptiva, todos los espectadores lamentaron, de forma verbal y notoria, que la asesina muriese.
Para Parra, sin embargo, muchos ejemplos de asociación entre infancia queer y sociopatía son “problemáticos” y pide una mirada más analítica a la hora de unir puntos entre personajes y representación. “Cuando el cine de terror ha tratado una perspectiva queer en relación a niños o niñas malvadas ha sido a través de una representación negativa que hoy podríamos percibir como homófoba y tránsfoba. Un caso clave es el de Campamento sangriento, en el que un niño es criado como una niña y la disforia que eso le crea acaba convirtiéndole en un psicópata en su edad adolescente”.
Matar al niño
El cine con niños demoníacos es, en todo caso, la excusa para poder mostrar en pantalla el crimen que más puede horrorizar a un espectador: un adulto matando a un niño. En Doctor Sueño (2019), segunda parte de El Resplandor (1980) y adaptación de la novela del mismo nombre de Stephen King, hay una brutal escena de tortura y asesinato infantil que originó artículos de opinión e incluso se ganó la oposición del propio King, que pidió (sin éxito) que se eliminase. Chicho Ibáñez Serrador pareció adelantarse a esta idea en una de las películas más particulares del cine español: ¿Quién puede matar a un niño? (1976). En ella, unos adultos llegan a una isla desierta donde solo quedan niños que, de forma telepática, han desarrollado un odio enorme hacia los adultos que los lleva a asesinarlos. El motivo no se explica en la historia, pero los títulos de crédito iniciales muestran imágenes de niños hambrientos, torturados o muertos en guerras y hambrunas, dando a entender que se trata, simplemente, de una venganza cósmica contra los adultos. Cuando llega el final de la película, el espectador no solo tiene la respuesta a la pregunta que plantea el título, sino que jalea al protagonista para que lo haga.
Si en Doctor Sleep resulta tan impactante la muerte de un niño es porque aquel niño... era bueno. Planteamientos más brutales han tenido lugar en otras películas, todas con variables inimaginables en cualquier otro género, simplemente porque el espectador sí entendía que el niño debía morir. En El pueblo de los malditos (versión de 1995) un cura intenta matar a un grupo de menores alienígenas. En La Profecía, Gregory Peck intenta apuñalar a su hijo en una iglesia. En La mala semilla, la protagonista intenta envenenar a su hija. Muy pocos, en este género, llegan a conseguirlo. Lardín tiene una teoría sobre por qué el niño no puede morir: “De manera literal, el niño es lo único que somos todos. Todo lo demás es un accidente. Ese niño que somos está contenido en sí mismo, en ese espacio de tiempo que es la niñez, esa es la idea del paraíso perdido. A partir de ahí es invulnerable: el niño no puede morir. Es imposible vencer a un niño. Los que somos mortales somos los adultos”.
La escena más impresionante en este sentido tiene lugar, tal vez, en ¡Está vivo! (1974), de Larry Cohen, prima lejana y trash de La semilla del diablo (1968). Hacia el final de la película un padre intenta matar con un rifle a su propio bebé, que ha nacido con una mutación genética debido a unos anticonceptivos defectuosos que lo han convertido en un sanguinario asesino (el de The Baby es también un sanguinario asesino, pero no hay mutaciones genéricas en él: es monísimo). Lo de matar a un bebé es tan de brocha gorda que el debate que suscita es obvio: años setenta, movimiento feminista y polémica del aborto en Estados Unidos. En la segunda parte de ¡Estoy vivo!, estrenada en 1978 y llamada Sigue vivo (nada en aquella saga era sutil, tampoco los títulos), el mensaje es aún más explícito: ese padre que en la primera parte quería freir a tiros a su hijo ha cambiado de opinión y defiende el derecho a la vida de otros bebés deformes y asesinos que están naciendo en todo el país. “¡Estoy protegiendo el derecho estas mujeres para tener a sus hijos!”, exclama, como los activistas que acosan aún hoy a las mujeres que intentan acceder a una clínica.
Matar a Macaulay
El buen hijo (1994) se llamaba originalmente The Good Son y era un guiño obvio a The Bad Seed, nombre original de La mala semilla. Con Macaulay Culkin de protagonista en pleno pico de su estrellato infantil, es tal vez la película sobre niño asesino más ambiciosa y célebre de Hollywood. Escrita por Ian McEwan y, para algunos críticos, arruinada por la presencia del adorable Culkin, al que muchos no se creyeron como psicópata, dejó tal vez una de las escenas más memorables de la carrera del joven actor: su propia madre le deja caer por un acantilado al final de la película al considerar que es mejor que su hijo de 12 años muera a enfrentarse al hecho de es un criminal. Una película con la estrella juvenil más famosa en la que su personaje muere a manos de su propia madre sería loco e impensable. Salvo si ese personaje es un asesino.
El padre es esa gran figura que parece olvidada por la memoria del cine de terror: él ejecuta, pero no siente. El reparto casi siempre ha sido firme e injusto: las mujeres sufrían ante la cámara, los hombres escribían y dirigían detrás de ella. Pero si atendemos a las películas con niño malvado de algunos maestros de lo macabro y a los momentos vitales en que las crearon se puede trazar un tratado sobre la paternidad y las formas violentas en las que un hombre puede enfrentarse a ella. Cuando David Cronenberg escribía la perturbadora Cromosoma 3 (1979), en la que una mujer crea un ejército de pequeñas ectoplasmas que ella misma crea en un estado de locura, estaba en pleno divorcio de su primera mujer y en una cruenta lucha por la custodia del niño.
Cuando Stephen King escribió El resplandor (donde el niño no es el villano, sino el héroe, pero su padre intenta matarlo igualmente), atravesaba sus propios problemas de alcoholismo y recelo de su propia familia. “Como padre joven con dos hijos, me horrorizaban mis sentimientos ocasionales de odio hacia mis hijos”, desveló King en unas declaraciones recogidas en el libro sobre su obra The Stephen King Companion. “¿Nunca vas a parar? ¿Nunca vas a irte a la cama? Hay momentos en los que me sentí muy enfadado con mis hijos y hasta sentí que podía llegar a hacerles daño”. Años después, en Cementerio de animales, King llegó a hacer que el protagonista matase a su hijo de 2 años, cuando este volvía de la tumba en forma de zombie. De aquella novela (también película en 1989) quedó para la posteridad una frase que también podría abrir mil debates: “A veces es preferible la muerte”
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