Maradona y yo: una historia (fallida) de estrellato futbolístico

Tuve que jugar años al rugby y practicar el boxeo para recuperar la autoestima por no estar a la altura en la cancha

Rubén ‘Ratón’ Ayala cambió el San Lorenzo por el Atlético de Madrid, porque en Madrid no se te riza el pelo.

La reciente muerte de Maradona, aparte de recordarme la edición de 2002 del Sónar de la que el Pelusa fue imagen publicitaria (hay que ver cómo nos pusimos aquel año a tu salud, Diego Armando), me ha hecho evocar mi carrera futbolística, sin ánimo de comparar. Soy un futbolista tardío, de hecho casi crepuscular, pues el balompié y yo nos dimos la espalda en mi juventud, sobre todo él a mí. Yo era de los que en el patio, cuando los capita...

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La reciente muerte de Maradona, aparte de recordarme la edición de 2002 del Sónar de la que el Pelusa fue imagen publicitaria (hay que ver cómo nos pusimos aquel año a tu salud, Diego Armando), me ha hecho evocar mi carrera futbolística, sin ánimo de comparar. Soy un futbolista tardío, de hecho casi crepuscular, pues el balompié y yo nos dimos la espalda en mi juventud, sobre todo él a mí. Yo era de los que en el patio, cuando los capitanes elegían a los miembros de su equipo quedaba relegado hasta el final con los patosos y los frikis. No sé por qué: no era patoso ni friki, oigan, pero es cierto que no jugaba bien. Y eso me ha marcado, y valga la palabra.

En realidad, detestaba el fútbol (y el futbolín), creo que por una sobredosis de Subbuteo, al que me obligaba a jugar, con muy malas puskas (jajaja), mi hermano mayor, que además era un crack con el balón de verdad y llegó a militar en el juvenil del Espanyol aparte de componer, con Ramon Malet y Nando Garcia, el tridente de oro del PVB (Puigcerdá-Viladrau-Barcelona), el equipo más pijo de la galaxia, y ligar a espuertas. Mi gran momento fue la victoria de la Alemania Federal de Beckenbauer, Overath, Uwe Seeler y Torpedo Müller (aún me sé los nombres) contra la Inglaterra de Banks, Bobby Moore, Bobby Charlton y mi hermano en el Mundial de México de 1970. Carlos me hacía ir a la fuerza con los alemanes, como cuando jugábamos con los soldados de plástico a la Segunda Guerra Mundial y yo era invariablemente los nazis. Su revancha por la insolente derrota fue terrible: doble ración de Subbuteo y llevar las camisetas del PVB y los dorsales a los partidos como utillero.

Tuve que jugar muchos años al rugby y practicar el boxeo para recuperar la autoestima perdida por no estar a la altura en el fútbol. Y así, cuando empecé a jugar de verdad mi estilo resultó ser bastante tosco; eso sí: voluntarioso y muy físico. Ni el más fino estilista sobrevivía a mis feroces entradas, siempre con los pies por delante. Era una mezcla de Johan Neeskens y Kempes (por el pelo), con un mucho de Ratón Ayala.

Mi florecimiento balompédico tuvo lugar en el seno del equipo de fútbol sala de EL PAÍS y he de decir que contribuí decisivamente a que nunca pasáramos de la mitad de la tabla, sobre todo hacia arriba. Eso sí, teníamos, hay que destacarlo aquí, una equipación sensacional (no sé a qué espónsor habíamos engañado), de Nike, con pantalón blanco y camiseta roja. Todo de un tejido DRI -FIT de primera, nada que ver con aquellos pantaloncillos cortitos y estrechos de los setentas tipo Milonguita Heredia -que eso sí era marcar y no el pichichi-. Parecíamos el Manchester, hasta que empezábamos a jugar.

Durante varias temporadas lo di todo (sería más correcto repartí de todo), haciéndome un nombre, generalmente malsonante, en la liga de medios y fiel al aserto de que la pelota es redonda, el fútbol dura 90 minutos y todo lo demás es teoría. Jugaba con gran entrega hasta el punto de que mis propios compañeros como Robert Álvarez, Oriol Puigdemont o Claudi Pérez, gente seria que, a diferencia de mí, ha prosperado en el fútbol, la vida y el periodismo, me pedían con gestos templanza, además del balón. Y es que yo las raras veces que tenía el esférico, no sabía qué hacer con él, me aturullaba, intentaba un caño, la bicicleta, la rabona (!), lo que fuera, para invariablemente perderlo y entonces lanzarme a tumba abierta a recuperarlo como si no hubiera un mañana ni existiera la tarjeta roja. De lo extraña que es la naturaleza humana da fe no solo que alguna vez ¡marcara! -incluso en la portería adecuada- sino que sienta nostalgia de todo aquello, el equipo, la camaradería, las duchas, el Reflex… Decía Maradona que de volver a nacer querría ser de nuevo futbolista y ser Maradona; a mí me bastaría con que esta vez alguien me eligiera sin fruncir el ceño en el patio del colegio.

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