Huir de la muerte impide vivir
La vida es peligrosa, está llena de microbios y atentados. Si no aceptamos la fatalidad, renunciamos a todos los placeres
La pandemia de 2020 habrá tenido un único mérito: demostrar a la humanidad que el miedo a la muerte impide vivir. Para protegernos de toda contaminación del coronavirus hemos parado el mundo. El miedo a la enfermedad ha destruido todas nuestras libertades, nuestra vida social y cultural, ha puesto en un paréntesis nuestra economía y (quizá) ha matado nuestra...
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La pandemia de 2020 habrá tenido un único mérito: demostrar a la humanidad que el miedo a la muerte impide vivir. Para protegernos de toda contaminación del coronavirus hemos parado el mundo. El miedo a la enfermedad ha destruido todas nuestras libertades, nuestra vida social y cultural, ha puesto en un paréntesis nuestra economía y (quizá) ha matado nuestra civilización, o al menos ha transformado por un largo tiempo nuestra forma de vivir. Contrariamente a lo que podríamos pensar, este fenómeno no tiene nada de nuevo. En 1673, Molière trató el asunto en su última obra de teatro, El enfermo imaginario. Murió en escena interpretando el papel de Argan, el hombre que quería ser curado todo el día. En la obra un personaje decía esta frase, hace ya cuatro siglos: “Es nuestra inquietud, nuestra impaciencia, la que lo estropea todo; y casi todos los hombres mueren por sus remedios, no por sus enfermedades”.
La situación actual, en la que una surfista es inmediatamente denunciada en la playa de San Sebastián y conducida esposada a la comisaría por polis con trajes antiatómicos, me recuerda a otra obra maestra de la literatura: Un hombre enfundado, de Chéjov. En este relato de 1898, el ruso imagina a un profesor llamado Belikov que vive enclaustrado en una pequeña ciudad: no sale nunca de su casa sin su paraguas y su abrigo. Protege su paraguas en una funda, su reloj también y él mismo parece embutido en una armadura. Quiere vivir “constantemente al abrigo”. “La realidad le irritaba, le asustaba, le tenía en un estado de alarma perpetuo”. Belikov se enamora de una ucraniana alegre que monta en bicicleta. Critica este comportamiento peligroso, se pelea con su hermano, cae por la escalera y muere. Chéjov concluye así su relato: “En el ataúd, la expresión de su faz era suave, casi alegre: diríase que le complacía verse, al cabo, metido en un estuche del que ya no saldría nunca. ¡Había alcanzado su ideal!”.
Vivimos hoy en el mundo de Belikov. A fuerza de pedir a nuestros gobiernos protección contra cualquier amenaza, renunciamos a nuestra existencia. Belikov solo está tranquilo en su ataúd: su miedo a vivir es en realidad un deseo inconsciente de muerte. En mi novela Una vida sin fin, de 2018, contaba mi vuelta al mundo en busca de la inmortalidad. Acababa con mi defunción. Este era el mensaje: huir de la muerte es huir de la vida. La vida es arriesgada, peligrosa, está llena de microbios, de atentados, de accidentes de autobús. Si no aceptamos la fatalidad, renunciamos a todos los placeres. La belikovización es una deshumanización.
El 5 de mayo de 2020, rajé contra lo “sanitariamente correcto” en la televisión francesa: me llamaron irresponsable, intoxicador loco, hedonista superficial, asesino en potencia y aún peor: bebedor de mojitos. Es una acusación muy grave y, además, falsa: solo bebo margaritas. Desde el inicio de 2020, toda la humanidad imita a Belikov. Vivimos en un planeta en un estuche, un mundo bajo el preservativo. Llevamos mascarilla por la calle. Ya no nos besamos, no nos estrechamos la mano, permanecemos alejados los unos de los otros. Denunciamos al vecino cuando invita a sus amigos a su casa. Esto ya es irrespirable. Es hora de parar. La libertad es más importante que la longevidad. Necesitamos la muerte para vivir.
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