Así es el taller de cerámica ubicado en un castillo francés destruido en la Segunda Guerra Mundial
Saraï Delfendahl ha encontrado un escenario de cuento para sus piezas: el ala abandonada del ‘château’ dieciochesco que lleva más de un siglo en la familia de su marido
La escultora Saraï Delfendahl trabaja con arcilla, un material que requiere destreza y decisión. “La forma es importante en mis obras, pero la trabajo de manera muy ruda y la modelo muy rápido”, explica. “Hay gente que retrabaja mucho, que cubre la arcilla fresca con un plástico para que no se seque y poder seguir modelándola durante varios días. Pero yo no. Casi nunca modelo durante más de un día”. Desde ese punto de vista, no resulta extraño que su lugar de trabajo tenga igualmente un aspecto casi inacabado, como ...
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La escultora Saraï Delfendahl trabaja con arcilla, un material que requiere destreza y decisión. “La forma es importante en mis obras, pero la trabajo de manera muy ruda y la modelo muy rápido”, explica. “Hay gente que retrabaja mucho, que cubre la arcilla fresca con un plástico para que no se seque y poder seguir modelándola durante varios días. Pero yo no. Casi nunca modelo durante más de un día”. Desde ese punto de vista, no resulta extraño que su lugar de trabajo tenga igualmente un aspecto casi inacabado, como sorprendido in media res. Se encuentra en Dreux, a media hora de Chartres, una región francesa donde tuvieron sus residencias muchos allegados –y cortesanas– de la familia real. La casa donde trabaja Delfendahl pertenece a su marido, y lleva en la familia más de un siglo. “Todo el chateau fue completamente destruido por los alemanes durante la guerra”, apunta al teléfono. “Cuando el abuelo de mi marido regresó, tras la contienda, se encontró todo en este estado. Restauró una parte y dejó el resto tal y como estaba, abandonada, con agujeros en el techo, paredes desconchadas, las huellas del paso de los alemanes”.
Cuenta Delfendahl que, tras años viviendo y trabajando en París, llegó a estos interiores dieciochescos en busca de algo mucho más prosaico: espacio. “Una exposición mía se vendió bastante bien, pude comprarme mi propio horno y dejar de compartir el que alquilaba antes. Lo instalé aquí, en la parte abandonada del castillo, y puse mi taller en estas habitaciones. La escultura requiere mucho espacio y poco a poco empecé a ocupar las estancias abandonadas con mis obras”.
Las imágenes de estas páginas son el relato visual que el fotógrafo Roland Beaufre ha hecho de esta inusitada galería doméstica, un laberinto de espacios palaciegos arrasados donde las esculturas esmaltadas salidas del horno de Delfendahl se relacionan entre sí y con los visitantes a la espera de otros destinos. En los alrededores del pabellón hay vegetación, un estanque, animales, campos de cereal y una atmósfera de quietud campestre que, en el fondo, resulta un hábitat natural para las fabulosas criaturas que pueblan la obra de la artista. Ella asegura que su fuente de inspiración es su infancia. Creció en el campo, no fue al colegio hasta los 12 años y el método Montessori en que la educaron sus padres –artista ella, etnógrafo él– incluía rutinas como pintar escenas inspiradas en los cuentos que les leían cada noche. “Había cuentos africanos, mexicanos, asiáticos”, recuerda. “Mi favorito era un libro de cuentos catalanes con ilustraciones extraordinarias”.
Autodidacta, aprendió a trabajar con la cerámica sin maestros y encontró galería –Scène Ouverte, en París–, y colaboraciones creativas. Por ejemplo, una de sus obras puede verse hasta enero en la nueva exposición colectiva de la galería Ruttkowski;68 de Colonia (Alemania). “En mi familia no era raro dedicarse al arte, pero al principio la cerámica no me interesaba”, recuerda. De aquellas incursiones en los reinos de los cuentos infantiles y en el entonces llamado Musée de l’Homme –hoy Musée du Quai Branly, el etnológico más importante del país– proceden las formas vagamente zoomorfas que Delfendahl modela velozmente a mano y luego colorea con esmalte. Debido a la variedad de colores y acabados que confluyen en cada pieza, cada escultura requiere hasta diez cocciones sucesivas que las convierten en demenciales filigranas policromadas que beben del arte tradicional, los cuentos de hadas, el Surrealismo y el Art Brut, del que la artista se considera deudora. Pero en el fondo de todo están los orígenes. “En mi entorno no era raro querer ser artista”, recuerda. “Mis padres eran un poco baba cool [hippies de los sesenta], lo hacían todo con sus manos, desde los muebles hasta la fontanería. Cuando me preguntaban qué quería ser, decía que artista o jardinera”. En este rincón de la Francia campestre, Delfendahl ha conseguido ser ambas cosas a la vez.