Los artistas de las maquetas que hacen realidad los sueños de los arquitectos (y a veces los corrigen)
Visitamos el taller de Métrica Mínima, donde las máquinas ‘esculpen’ estos días las cinco maquetas del Museo del Prado que se expondrán con motivo de su segundo centenario, mientras ellos diseñan, retocan, cincelan, ensamblan, recortan. Sus piezas no son reproducciones, son obras en sí mismas
Aquí el mundo parece más sencillo. La existencia es diminuta. Es un mundo amable y está bajo control. Juan Antonio Hernández León y Diego Hernández Guijarro, creadores de Métrica Mínima, trabajan en este taller desde hace seis años, pero llevan en el oficio más de dos décadas. Son maquetistas y cumplen los sueños de los arquitectos antes de que sean construidos. Dan forma a lo abstracto y, en algunas ocasiones, hasta lo corrigen. Porque a veces los planos no encajan con los planes de la real...
Aquí el mundo parece más sencillo. La existencia es diminuta. Es un mundo amable y está bajo control. Juan Antonio Hernández León y Diego Hernández Guijarro, creadores de Métrica Mínima, trabajan en este taller desde hace seis años, pero llevan en el oficio más de dos décadas. Son maquetistas y cumplen los sueños de los arquitectos antes de que sean construidos. Dan forma a lo abstracto y, en algunas ocasiones, hasta lo corrigen. Porque a veces los planos no encajan con los planes de la realidad. Ellos se esfuerzan para que los deseos se cumplan.
En estos momentos, los ocho trabajadores de Métrica Mínima (son arquitectos, artistas, fotógrafos y carpinteros) rematan un encargo del Museo del Prado. La institución cultural quiere recordar su pasado con la construcción de tres salas donde mostrará su historia resumida. En este repaso por los dos siglos de vida de la pinacoteca, la arquitectura tiene un papel protagonista. Sobre las mesas de trabajo están las cuatro maquetas que recrearán la evolución del edificio Villanueva y su entorno. Estas salas, que deberían haberse presentado a finales de 2020 si el mundo hubiera sido más amable y menos contagioso, se convertirán en el nuevo inicio del recorrido de la visita, según explicó Andrés Úbeda, director adjunto del museo, a EL PAÍS.
Las cuatro maquetas en las que trabajan responden a las principales ampliaciones del edificio original. La de Narciso Pascual y Colomer es la primera, que en 1853 diseñó el ábside central, convertido hoy en sancta sanctorum de Velázquez, con Las Meninas en el centro. Después, en 1882, Francisco Jareño desmontó la ladera por la que se accedía antiguamente al edificio y creó una escalera monumental, la actual entrada Goya. En 1914, Fernando Arbós y Tremanti añadió una nueva crujía a cada lado del ábside. Y en 1943 Pedro Muguruza construyó la actual escalera de acceso por Goya, que sustituye a la anterior. Para sus pequeños prados utilizan madera de tilo, porque apenas tiene vetas. Es un material que no distrae, que no ensucia la información.
“Las maquetas no son copias de edificios, son esculturas”
Juan Antonio y Diego vuelven a los materiales una y otra vez. A la entrada del taller tienen una fachada del antiguo Alcázar de Madrid realizada en acero. La hicieron para el concurso de la museografía del Museo de las Colecciones Reales. Es impecable, de una precisión absoluta. Y sin embargo, no es un reflejo exacto de la realidad. El material condiciona el resultado. No construyen copias, hacen versiones. “No queremos. Por eso a las maquetas las consideramos esculturas”, dicen.
Tienen los tics propios de los escultores y reniegan del término artesano, porque tiene una carga peyorativa que les disgusta. “Prefiero verme como artista y que nos vean como artistas”, cuenta Juan Antonio. “Los clientes esperan nuestra visión y revisión de sus proyectos”, añade. Este mundo diminuto y fetichista no tiene nada que ver con las maquetas de tren, obsesionadas con calcar hasta el vapor de la máquina. Aquí se construye un mundo propio, no una mímesis hiperrealista de los edificios.
Y a pesar de todo, precisión, precisión y precisión. Al entrar, una máquina esculpe con láser un plano del edificio del Prado en una pieza de escayola. Están probando hasta hallar el material perfecto. Es posible que sea un producto de merchandising para el museo. “El material es más importante que la realidad”, insiste Diego. Al año hacen cerca de 120 maquetas y en todas experimentan con la materia con la que trabajan. Al menos con todas las que lo permiten, porque los concursos de arquitectura suelen cerrar los materiales y dimensiones de las maquetas que se van a presentar (y lo normal es que las instituciones que licitan se queden con ellas).
Cuando la maqueta corrige al arquitecto
“El arquitecto aquí disfruta”, cuenta Juan Antonio, mientras descubre una maqueta que han hecho para Rafael Moneo del Museo Nacional de Arte Romano, en Mérida. Ahí están los altos soportales con sencillos arcos semicirculares que se repiten uno tras otro. “Aquí los arquitectos empiezan a ver su proyecto. Los hay que vienen a diario. Y algunos, en la visita, encuentran problemas a la realización de sus ideas y vuelven al estudio a modificarlas. Es emocionante cuando eso ocurre, nos gusta trabajar con ellos, mano a mano. La maqueta les ayuda a resolver dudas o rectificar aspectos concretos que no funcionan. La parte mala es que hay que modificar la maqueta con las correcciones”, dice Juan Antonio.
Sobre las mesas de trabajo hay algunos cúters, botes de pegamento de cola y partes que han quedado pendientes de ensamblar para la jornada siguiente. Todavía les falta el remate, los techos. Calculan que dedicarán cerca de cinco meses a construir las cuatro maquetas del Prado. En ese plazo incluyen la labor de documentación que han hecho para traer el pasado a la actualidad. Y se resisten a hablar de dinero. No quieren desvelar cuánto le cuesta a un arquitecto alzar sus ideas.
El taller orbita en torno a un patio de luces, hundido por la nieve de Filomena. Ese sería el espacio habitual de trabajo. A su alrededor están las salas donde pintan las maquetas, donde se guardan los bloques de distintos tipos de madera, donde exponen sus deliciosas esculturas (como la de la madrileña Gran Vía, fundida en bronce, que se exhibe en la acera al principio de la calle Alcalá) y en la que cuelgan las herramientas de carpintero, incluido el banco.
En Métrica Mínima huele a serrín, pero trabajan con el láser. “Usamos las nuevas tecnologías porque los tiempos cada vez son más ajustados, pero no hemos perdido el trabajo manual porque las piezas en 2D hay que ensamblarlas y las 3D también hay que afinarlas”, explica Diego Hernández. Frente a la mesa de carpintero impoluta donde descansan las herramientas manuales, una máquina CNC –de control numérico dirigida por el ordenador– corta, horada y busca la forma escondida en el taco de madera. Tiene la orden de reproducir una de las fachadas del Prado. En la pared de enfrente cuelga la segueta, rodeada del resto de utensilios. Espera su oportunidad en el banquillo. Eran otros tiempos, eran otras tecnologías. Quizás otras maquetas. Pero el oficio es el mismo, una mezcla de imaginación, juego y desarrollo técnico.