La magia de Calcata, “el pueblo que iba a morir” hasta que fue rescatado por artistas
Estaba destinado a desaparecer, pero desde pintores, escultores, músicos han contribuido a aumentar su fama manteniendo este enclave italiano con vida y, sobre todo, mucho arte
A Calcata vecchia (antigua) solo se puede entrar a pie, pasando por la única puerta de acceso al pueblo. Entre semana, cuando no hay turistas, es fácil olvidarse de todo: la conexión a internet solo llega débilmente a algunos miradores, y en sus callejuelas se puede oír a músicos cantando y tocando o ver a pintores y escultores trabajando en sus obras. Marina Petroni es la primera artista con la que uno se topa al llegar y es imposible no hacerlo: se encuentra en la plaza central y sus talleres están repartidos tanto a la izquierda como a la derecha, con espacios de exposición que continúan en el callejón contiguo a su casa. “Durante la semana soy yo quien domina la plaza de Calcata, el fin de semana dominan los restauradores”, dice.
Petroni es romana, pero se trasladó a Calcata en 1975, cuando tenía 22 años. Fue de las primeras en empezar a repoblar el antiguo pueblo, situado en la provincia de Viterbo, a una hora de la capital. Desde la carretera, se ve sobre una roca de toba, en medio de un valle verde, el parque del Valle del Treja, por donde pasa el río homónimo. Cuenta la leyenda que en los días de viento se oye resonar por las calles la vieja canción de las brujas. “Se suponía que el pueblo iba a morir, pero se creó una economía. Creen que siempre ha sido así, pero si existe es gracias a alguien que se puso a trabajar”, afirma.
Ya en 1935, el régimen fascista había obligado a los antiguos habitantes a abandonar el pueblo original, que iba a ser demolido porque la roca se consideraba insegura. En los años sesenta, la gente empezó a instalarse y a construir lo que se convirtió en Calcata nuova (nueva), justo encima, y los artistas lo aprovecharon, encontrando en la magia del casco antiguo y en el bajo precio de las casas buenas razones para instalarse y crear un enclave dedicado al arte. “Se han hecho costuras. Hay ganchos alrededor del acantilado que pusieron a finales de los noventa, cuando se aprobó una ley que concedió la habitabilidad”, explica Enrico Abenavoli, de 72 años, arquitecto, urbanista y pintor que llegó a Calcata en 2002. “Es un lugar muy estimulante, donde el silencio facilita la concentración y el reloj no existe”, dice.
Anne Demijttenaere es de origen belga. Descubrió Calcata en 1972, al regresar de una sesión fotográfica en las cercanas cascadas de Monte Gelato, y quedó tan fascinada por el lugar que lo eligió como refugio para compaginar su carrera de modelo con la de activista de Lotta Continua (Lucha Continua, un grupo de extrema izquierda). Durante seis meses vivió en un lugar aislado, desacostumbrado a la presencia de forasteros, donde dejaban la llave puesta en la puerta, confiando ciegamente los unos en los otros: “Sentían mucha curiosidad porque yo era como una especie de ovni, era la única. Me preguntaban: ‘¿Pero tu madre no está preocupada por ti?”, cuenta. En su casa no había baño –la gente se reunía en un lugar específico para arrojar sus excrementos por el acantilado– ni agua, que buscaban con cubos en la plaza. “Ya habían estado en la luna, pero estábamos a 50 kilómetros de Roma y existía este enclave medieval”, recuerda.
Regresó a Calcata en 1985, tras un breve paso por el cine, donde trabajó con Roberto Rossellini. Había huido de la capital porque le exasperaba el tráfico, que intentaba exorcizar pintando. En la nueva zona del pueblo, construyó una casa junto a un bosque que, gracias a la amistad con otro artista histórico de Calcata, Costantino Morosin, se convirtió en Opera Bosco, un museo inaugurado en 1996 donde se realizan esculturas con el material que ofrece la naturaleza. Se desarrolla a lo largo de un recorrido trazado por los dos artistas, en el que confluyen las obras de Morosin esculpidas en toba, los troncos y ramas entrelazados de Demijttenaere y tres pequeños anfiteatros. Una idea concebida para contrarrestar la lógica del museo tradicional, opuesta a un concepto de “arte renovable”, es decir, destinado a morir y renacer según las leyes de la tierra. Hoy, con las luchas climáticas, las visitas siguen aumentando.
El conflicto generacional
Morosin llegó del Véneto a Calcata vecchia en 1978, entonces un “mundo completamente medieval y antiguo”. Sus tres tronos tallados en toba se han convertido en un símbolo de la plaza central, y ha sido pionero de la experimentación tecnológica aplicada al arte. Muestra de ello es su último y ambicioso proyecto, los SIGNA, unos “tecno-grafitis” trazados con tecnología satélite por todo el mundo a través de una aplicación a la que pronto cualquiera podrá contribuir dejando su rastro.
La casa de Morosin es estructuralmente similar a la de muchos artistas de Calcata: varias plantas que se articulan como un laberinto a través de varias estancias excavadas en la toba, tachonadas de pinturas, esculturas, signos tangibles de su actividad artística, con una vista privilegiada al valle del Treja. Ahora, a sus 73 años, Morosin ha decidido recluirse en la planta superior, con el objetivo de transformar la inferior en la puerta de entrada de los SIGNA y en un museo que pueda recoger los numerosos testimonios dejados por la escena artística de Calcata.
Pocos artistas jóvenes están siguiendo los pasos de los pioneros. Solo algunos de sus hijos lo hacen, como Jonas, el hijo mayor de Demijttenaere, adoptado por Morosin. En cambio, la nueva generación, según el artista véneto, está más centrada en el turismo y la restauración, símbolo de la explosión de Calcata. “Hay a quien le gustaría adquirir gratuitamente nuestros contenidos para ponerlos al servicio de sus pequeños negocios, pero no nos apetece. Les atrae el hecho de que el lugar es conocido, es una especie de marca vinculada a la vida poética, al arte y cosas así”, afirma.
“Cuando llegué solo había un par de restaurantes en el pueblo, se veía el pueblo. Ahora solo se ven las sombrillas. No puedo decir que sea malo, pero la magia del lugar ha cambiado”, afirma John Arnold, batería de jazz estadounidense que ha colaborado, entre otros, con John Patitucci. Se trasladó a Roma con su madre en 1978, cuando tenía 14 años, y descubrió Calcata durante un concierto con el guitarrista Alex Britti en 1991. Ese mismo año compró una casa allí y vivió en el pueblo desde 2002 hasta abandonarlo en 2017.
Arnold habla desde su piso de Nueva York con una nota de nostalgia y resentimiento: “Tengo una relación conflictiva con Calcata”, dice. Durante cuatro años organizó Calcatronica, un festival electro-ambient que atrajo hasta 1.200 personas, pero “nunca hubo ayuda del ayuntamiento”, dice, “y esto es un poco la tristeza italiana, esta idea de que la cultura no es importante cuando Calcatronica no solo traía gente sino también mucho dinero”. “Siempre hemos intentado acoger todos los eventos”, dice en cambio la antigua alcaldesa Sandra Pandolfi, que acaba de dejar el puesto después de las elecciones del 8 y 9 de junio, “pero no pudimos apoyarlos económicamente. Somos un municipio pequeño, de menos de mil habitantes, que apenas consigue gestionar los servicios esenciales”.
“Son como dislexias”, las llama Morosin, “como un territorio que es bueno en una cosa pero flojo en otra”. Entre sus objetivos está ahora optimizar la relación con los “comerciantes” para que “lo que hemos hecho no se tire y no se desperdicie”. “Aquí siempre hemos ido un poco por delante. Somos sembradores, no somos segadores. Los que cosechan aquí son los restaurantes”, afirma. Sin embargo, en Calcata aún se puede encontrar esa libertad que antaño se buscaba, o en palabras de los artistas, un “espacio de libertad mental y física”, un lugar lleno de “energía que viene del valle”, “un ambiente que no te oprime, como si estuvieras perpetuamente de vacaciones”.